Aubenque: A Prudência em Aristóteles

Excerto do Prólogo de “La Prudencia en Aristóteles

«Todos estos grandes nombres que se suelen dar a las virtudes y a los vicios despiertan en el espíritu más bien sentimientos confusos que ideas claras.» A pesar de esta severidad de Malebranche1 respecto a un vocabulario moral que había florecido durante toda la Antigüedad y la Edad Media, la filosofía contemporánea, menos persuadida de lo que se estaba en el siglo xvii de la transparencia de la existencia humana a las «ideas claras», ha reencontrado el camino para una teoría de las virtudes.2 Pero si la moral permanece, las virtudes pasan de moda y no se puede decir que la prudencia, que siempre ha sido materia de «consejos», sea hoy de aquellas que más admiran los hombres y celebran los filósofos. Vanamente se la buscará en el índice de un moderno Tratado de las virtudes. Y un autor que no debería ser menos sensible a la permanencia de las virtudes cardinales que a las variaciones de la lengua cree más expeditivo el método de arrinconar la prudencia que explicar al lector moderno que es algo más (y mejor) de lo que él cree.3 Ciertamente, desde la época en que la Prudencia no inspiraba sólo a los teólogos y los filósofos, sino también a los pintores y los escultores, desde aquella en que La Bruyére todavía la asociaba a la grandeza,4 la palabra se ha devaluado considerablemente. Pero esta (8) devaluación no es culpa de la prudencia. Se dice: un automovilista prudente; pero también: un niño sensato (sage), lo cual no impide que la sabiduría (sagesse) sea alabada aún por los filósofos, aunque sólo sea por educación. Las variaciones del juicio sobre la prudencia tienen sin duda causas diferentes de las semánticas. No es casual que fuera considerada una «virtud estúpida» en el Siglo de las Luces,5 o que Kant la desterrara de la moralidad porque su imperativo no era sino hipotético.6 La prudencia ha sido víctima menos de la vida de las palabras que de los avatares de la filosofía y, más en general, del espíritu público. La prudencia fue víctima primero del racionalismo y más tarde del moralismo. Ligada a ciertas cosmovisiones, debía quedar asociada a su declive.

Querríamos intentar encontrar el lazo de unión entre la exaltación ética de la prudencia y la cosmovisión que supone en aquel que fuera su primer teorizador. En un cierto sentido, todo se ha dicho ya sobre la prudencia. Pero, en otro sentido, nada se ha dicho hasta que no se haya explicado por qué fue Aristóteles, y no cualquier otro, quien hizo la teoría correspondiente. La verdad es que no se puede disociar la teoría ética de la prudencia de las doctrinas metafísicas de Aristóteles. La prudencia es, también y más que ninguna otra, una virtud metafísicamente fundada. Y si llegáramos a mostrar que el tema de la prudencia tiene raíces muy anteriores a Aristóteles, esto significaría que la exaltación de esta virtud no es extraña a una cierta cosmovisión que, si era aún la de Aristóteles, fue, en gran medida y por largo tiempo, la de los griegos.

Este enraizamiento de la virtud de la prudencia en la tradición griega parecería alejarnos de ella para siempre, dejando nuestra investigación sin más interés que el puramente histórico. Pero no basta con decir que las lecciones de la filosofía son eternas; hace falta añadir que no siempre se las comprende cuando son pronunciadas y que hay palabras, de entrada indistintas, que sólo se articulan después de bastantes siglos. El mundo redescubre hoy lo que los griegos sospechaban hace más de dos mil años: que las «grandes palabras» provocan las «grandes desgracias»;7 que el hombre, esa (9) cosa extraña entre todas las cosas8 no es aquello que debe ser superado, sino preservado, y en primer lugar contra sí mismo; que el superhombre es lo que más se parece a lo inhumano; que el bien puede ser el enemigo de lo mejor; que lo racional no siempre es razonable y que la tentación de lo absoluto (que ellos llamaban hybris) es la fuente siempre resurgente de la desgracia humana. La prudencia podía ser quizá una «virtud estúpida» para un siglo que creía no poder cumplir con la vocación del hombre más que superando sus límites y que quería realizar sin demora el Reino de Dios sobre la Tierra. Pero nosotros volvemos a descubrir hoy que el mundo es contingente y el porvenir incierto, que lo inteligible no es de este mundo y que, si se presenta en él, es sólo en forma de sucedáneos y ala medida de nuestros esfuerzos. La prudencia no es una virtud heroica, si se entiende por tal una virtud sobrehumana; pero a veces hace falta coraje, aunque sólo sea el del buen juicio, para preferir el «bien del hombre», que es el objeto de la prudencia, a aquello que nosotros creemos que es el Bien en sí. Quizá, finalmente, esta virtud tenga todavía su oportunidad en una época que, cansada de los prestigios, contrarios entre sí, pero cómplices, del «héroe» y el «alma bella», busca un nuevo arte de vivir del que sean desterradas todas las formas, incluso las más sutiles, de la desmesura y el desprecio.9


  1. N. de Malebranche, Traité de morale, I, 2, 2, ed. Joly, p. 15. 

  2. Cf. especialmente: N. Hartmann, Ethik, 1926; Y. Jankélévitch, Traité des vertus, París, 1949; O. F. Bollnow, Wesen und Wandel der Tugenden, Frankfurt, 1958, y la bibliografía dada por este último autor, p. 203. 

  3. R.-A. Gauthier, La morale d’Aristote, pp. 82 ss.; comentario a la Ética a Nicómaco de Gauthier y Jolif, p. 463. 

  4. «Donde está ausente la prudencia, encontrad la grandeza, si podéis» (Caracteres, XII, ed. Hachette, p. 385). 

  5. Carta de Voltaire a La Harpe, 31 de marzo de 1775. 

  6. I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, sección 2 (trad. fr. de Delbos, pp. 127 ss.). 

  7. Sófocles, Antigona, vv. 1.350-1.351. 

  8. Ibid., vv. 332-333. 

  9. «…la Desmesura, madre impúdica del Desprecio» (Píndaro, Olímpica, n.° 13). 

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