Gal et alii
APOLODORO —Me parece que sobre lo que preguntáis estoy preparado. 172aPues precisamente anteayer subía a la ciudad desde mi casa de Falero cuando uno de mis conocidos, divisándome por detrás, me llamó desde lejos y, bromeando a la vez que me llamaba, dijo:
—¡Eh!, tú, falerense, Apolodoro, espérame.
Yo me detuve y le esperé. Entonces él me dijo:
—Apolodoro, justamente hace poco te andaba buscando, ya que quiero informarme con detalle de la reunión mantenida por Agatón, Sócrates, Alcibíades y los otros que entonces estuvieron presentes en el banquete, y oír cuáles fueron sus discursos sobre el bamor. De hecho, otro que los había oído de Fénix, el hijo de Filipo, me los contó y afirmó que también tú los conocías, pero, en realidad, no supo decirme nada con claridad. Así, pues, cuéntamelos tú, puesto que eres el más idóneo para informar de los discursos de tu amigo. Pero —continuó— antes dime, ¿estuviste tú mismo en esa reunión o no?
Y yo le respondí:
—Evidentemente, parece que tu informador no te ha contado nada con claridad, si piensas que esa reunión por la que preguntas ha tenido clugar tan recientemente como para que también yo haya podido estar presente.
—Así, en efecto, lo pensé yo —dijo.
—Pero ¿cómo —le dije— pudiste pensar eso, Glaucón? ¿No sabes que, desde hace muchos años, Agatón no ha estado aquí, en la ciudad, y que aún no han transcurrido tres años desde que estoy con Sócrates y me propongo cada día saber lo que dice o hace? An173ates daba vueltas de un sitio a otro al azar y, pese a creer que hacía algo importante, era más desgraciado que cualquier otro, no menos que tú ahora, que piensas que es necesario hacerlo todo menos filosofar.
—No te burles —dijo— y dime cuándo tuvo lugar la reunión ésa.
—Cuando éramos todavía niños —le dije yo— y Agatón triunfó con su primera tragedia, al día siguiente de cuando él y los coreutas celebraron el sacrificio por su victoria.
—Entonces —dijo—, hace mucho tiempo, según parece. Pero, b¿quién te la contó? ¿Acaso Sócrates en persona?
—No, ¡por Zeus! —dije yo—, sino el mismo que se la contó a Fénix. Fue un tal Aristodemo, natural de Cidateneon, un hombre bajito, siempre descalzo, que estuvo presente en la reunión y era uno de los mayores admiradores de Sócrates de aquella época, según me parece. Sin embargo, después he preguntado también a Sócrates algunas de las cosas que le oí a Aristodemo y estaba de acuerdo conmigo en que fueron tal como éste me las contó.
—¿Por qué, entonces —dijo Glaucón— no me las cuentas tú? Además, el camino que conduce a la ciudad es muy apropiado para hablar y escuchar mientras andamos.
Así, mientras íbamos caminando hablábamos sobre ello, de suerte que, como dije al principio, no me encuentro sin preparación. Si es cmenester, pues, que os lo cuente también a vosotros, tendré que hacerlo. Por lo demás, cuando hago yo mismo discursos filosóficos o cuando se los oigo a otros, aparte de creer que saco provecho, también yo disfruto enormemente. Pero cuando oigo otros, en especial los vuestros, los de los ricos y hombres de negocios, personalmente me aburro y siento compasión por vosotros, mis amigos, porque creéis hacer algo importante cuando en realidad no estáis haciendo nada. Posiblemente dvosotros, por el contrario, pensáis que soy un desgraciado, y creo que tenéis razón; pero yo no es que lo crea de vosotros, sino que sé muy bien que lo sois.
AMIGO —Siempre eres el mismo, Apolodoro, pues siempre hablas mal de ti y de los demás, y me parece que, excepto a Sócrates, consideras unos desgraciados absolutamente a todos, empezando por ti mismo. De dónde recibiste el sobrenombre de «blando», yo no lo sé, pues en tus palabras siempre eres así y te irritas contigo mismo y con los demás, salvo con Sócrates.
APOL. —Queridísimo amigo, realmente está claro que, al pensar easí sobre mí mismo y sobre vosotros, resulto un loco y deliro.
AM. —No vale la pena, Apolodoro, discutir ahora sobre esto. Pero lo que te hemos pedido, no lo hagas de otra manera y cuéntanos cuáles fueron los discursos.
APOL. —Pues bien, fueron más o menos los siguientes… Pero, mejor, intentaré contároslos desde el principio, como Aristodemo los 174acontó.
»Me dijo, en efecto, Aristodemo que se había tropezado con Sócrates, lavado y con las sandalias puestas, lo cual éste hacía pocas veces, y que al preguntarle adónde iba tan elegante le respondió:
—A la comida en casa de Agatón. Pues ayer logré esquivarlo en la celebración de su victoria, horrorizado por la aglomeración. Pero convine en que hoy haría acto de presencia y ésa es la razón por la que me he arreglado así, para ir elegante junto a un hombre elegante. Pero btú, dijo, ¿querrías ir al banquete sin ser invitado?
»Y yo, dijo Aristodemo, le contesté:
—Como tú ordenes.
—Entonces sígueme —dijo Sócrates—, para aniquilar el proverbio cambiándolo en el sentido de que, después de todo, también «los buenos van espontáneamente a las comidas de los buenos». Homero, ciertamente, parece no sólo haber aniquilado este proverbio, sino también haberse burlado de él, ya que al hacer a Agamenón un hombre extraordinariamente valiente en los asuntos de la guerra y a Menelao cun «blando guerrero», cuando Agamenón estaba celebrando un sacrificio y ofreciendo un banquete, hizo venir a Menelao al festín sin ser invitado, él que era peor, al banquete del mejor.
»Al oír esto, me dijo Aristodemo que respondió:
—Pues tal vez yo, que soy un mediocre, correré el riesgo también, no como tú dices, Sócrates, sino como dice Homero, de ir sin ser invitado a la comida de un hombre sabio. Mira, pues, si me llevas, qué vas a decir en tu defensa, puesto que yo, ten por cierto, no voy a reconocer dhaber ido sin invitación, sino invitado por ti.
—«Juntos los dos —dijo— marchando por el camino» deliberaremos lo que vamos a decir. Vayamos, pues.
»Tal fue, más o menos —contó Aristodemo—, el diálogo que sostuvieron cuando se pusieron en marcha. Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el pensamiento en sí mismo, se quedó rezagado durante el camino y como aquél le esperara, le mandó seguir adelante. Cuando estuvo en la casa de Agatón, se encontró la puerta abierta y dijo que allí le sucedió algo gracioso. Del interior de la casa salió a su eencuentro de inmediato uno de los esclavos que lo llevó a donde estaban reclinados los demás, sorprendiéndoles cuando estaban ya a punto de comer. Y apenas lo vio Agatón, le dijo:
—Aristodemo, llegas a tiempo para comer con nosotros. Pero si has venido por alguna otra razón, déjalo para otro momento, pues también ayer te anduve buscando para invitarte y no me fue posible verte. Pero ¿cómo no nos traes a Sócrates?
»Y yo —dijo Aristodemo— me vuelvo y veo que Sócrates no me sigue por ninguna parte. Entonces le dije que yo realmente había venido con Sócrates, invitado por él a comer allí.
—Pues haces bien, dijo Agatón. Pero ¿dónde está Sócrates?
—Hasta hace un momento venía detrás de mí y también yo me pregunto dónde puede estar.175a
—Esclavo —ordenó Agatón— busca y trae aquí a Sócrates. Y tú, Aristodemo —dijo— reclínate junto a Erixímaco.
»Y cuando el esclavo le estaba lavando —continuó Aristodemo— para que se acomodara, llegó otro esclavo anunciando:
—El Sócrates que decís se ha alejado y se ha quedado plantado en el portal de los vecinos. Aunque le estoy llamando, no quiere entrar.
—Es un poco extraño lo que dices —dijo Agatón—. Llámalo y no lo dejes escapar.
»Entonces intervino Aristodemo —según contó—, diciendo:b
—De ninguna manera. Dejadle quieto, pues ésta es una de sus costumbres. A veces se aparta y se queda plantado dondequiera que se encuentre. Vendrá en seguida, supongo. No le molestéis y dejadle tranquilo.
—Pues así debe hacerse, si te parece —me dijo Aristodemo que respondió Agatón—. Pero a nosotros, a los demás, servidnos la comida, esclavos. Poned libremente sobre la mesa lo que queráis, puesto que nadie os estará vigilando, lo cual jamás hasta hoy he hecho. Así, pues, imaginad ahora que yo y los demás, aquí presentes, hemos sido invitados a comer por vosotros y tratadnos con cuidado a fin de que cpodamos elogiaros.
»Después de esto —dijo Aristodemo—, se pusieron a comer, pero Sócrates no entraba. Agatón ordenó en repetidas ocasiones ir a buscarlo, pero Aristodemo no lo consentía. Finalmente, llegó Sócrates sin que, en contra de su costumbre, hubiera transcurrido mucho tiempo, sino, más o menos, cuando estaban en mitad de la comida. Entonces Agatón, que estaba reclinado solo en el último extremo, según me contó Aristodemo, dijo:
—Aquí, Sócrates, échate junto a mí, para que también yo en contacto dcontigo goce de esa sabia idea que se te presentó en el portal. Pues es evidente que la encontraste y la tienes, ya que, de otro modo, no te hubieras retirado antes.
»Sócrates se sentó y dijo:
—Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera de lo más lleno a lo más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pues si la sabiduría se comporta también así, valoro muy alto el estar reclinado junto a ti, porque pienso que me llenaría de tu mucha y hermosa sabiduría. La mía, seguramente, es mediocre, o incluso ilusoria como eun sueño, mientras que la tuya es brillante y capaz de mucho crecimiento, dado que desde tu juventud ha resplandecido con tanto fulgor y se ha puesto de manifiesto anteayer en presencia de más de treinta mil griegos como testigos.
—Eres un exagerado, Sócrates, contestó Agatón. Mas este litigio sobre la sabiduría lo resolveremos tú y yo un poco más tarde, y Dioniso será nuestro juez. Ahora, en cambio, presta atención primero a la comida.
»A continuación —siguió contándome Aristodemo—, después 176aque Sócrates se hubo reclinado y comieron él y los demás, hicieron libaciones y, tras haber cantado a la divinidad y haber hecho las otras cosas de costumbre, se dedicaron a la bebida. Entonces, Pausanias —dijo Aristodemo— empezó a hablar en los siguientes términos:
—Bien, señores, ¿de qué manera beberemos con mayor comodidad? En lo que a mí se refiere, os puedo decir que me encuentro francamente muy mal por la bebida de ayer y necesito un respiro. Y pienso que del mismo modo la mayoría de vosotros, ya que ayer estuvisteis también presentes. Mirad, pues, de qué manera podríamos beber lo más cómodo posible.
—Ésa es —dijo entonces Aristófanes— una buena idea, Pausanias, bla de asegurarnos por todos los medios un cierto placer para nuestra bebida, ya que también yo soy de los que ayer estuvieron hecho una sopa.
»Al oírles —me dijo Aristodemo—, Erixímaco, el hijo de Acúmeno, intervino diciendo:
—En verdad, decís bien, pero todavía necesito oír de uno de vosotros en qué grado de fortaleza se encuentra Agatón para beber.
—En ninguno —respondió éste—; tampoco yo me siento fuerte.
—Sería un regalo de Hermes, según parece, para nosotros —continuó cErixímaco—, no sólo para mí y para Aristodemo, sino también para Fedro y para éstos, el que vosotros, los más fuertes en beber, renunciéis ahora, pues, en verdad, nosotros siempre somos flojos. Hago, en cambio, una excepción de Sócrates, ya que es capaz de ambas cosas, de modo que le dará lo mismo cualquiera de las dos que hagamos. En consecuencia, dado que me parece que ninguno de los presentes está resuelto a beber mucho vino, tal vez yo resultara menos desagradable si os dijera la verdad sobre qué cosa es el embriagarse. dEn mi opinión, creo, en efecto, que está perfectamente comprobado por la medicina que la embriaguez es una cosa nociva para los hombres. Así que, ni yo mismo quisiera de buen grado beber demasiado, ni se lo aconsejaría a otro, sobre todo cuando uno tiene todavía resaca del día anterior.
—En realidad —me contó Aristodemo que dijo interrumpiéndole Fedro, natural de Mirrinunte—, yo, por mi parte, te suelo obedecer, especialmente en las cosas que dices sobre medicina; pero ahora, si deliberan bien, te obedecerán también los demás.
e»Al oír esto, todos estuvieron de acuerdo en celebrar la reunión presente, no para embriagarse, sino simplemente bebiendo al gusto de cada uno.
—Pues bien —dijo Erixímaco—, ya que se ha decidido beber la cantidad que cada uno quiera y que nada sea forzoso, la siguiente cosa que propongo es dejar marchar a la flautista que acaba de entrar, que toque la flauta para sí misma o, si quiere, para las mujeres de ahí dentro, y que nosotros pasemos el tiempo de hoy en mutuos discursos. Y con qué clase de discursos, es lo que deseo exponeros, si queréis.
»Todos afirmaron que querían y le exhortaron a que hiciera su 177apropuesta. Entonces Erixímaco dijo:
—El principio de mi discurso es como la Melanipa de Eurípides, pues «no es mío el relato» que voy a decir, sino de Fedro, aquí presente. Fedro, efectivamente, me está diciendo una y otra vez con indignación: «¿No es extraño, Erixímaco, que, mientras algunos otros dioses tienen himnos y peanes compuestos por los poetas, a Eros, en cambio, que es un dios tan antiguo y tan importante, ni siquiera uno solo de tantos poetas que han existido le haya compuesto jamás encomio balguno? Y si quieres, por otro lado, reparar en los buenos sofistas, escriben en prosa elogios de Heracles y de otros, como hace el magnífico Pródico. Pero esto, en realidad, no es tan sorprendente, pues yo mismo me he encontrado ya con cierto libro de un sabio en el que aparecía la sal con un admirable elogio por su utilidad. Y otras cosas parecidas las puedes ver elogiadas en abundancia. ¡Que se haya puesto tanto afán cen semejantes cosas y que ningún hombre se haya atrevido hasta el día de hoy a celebrar dignamente a Eros! ¡Tan descuidado ha estado tan importante dios!». En esto me parece que Fedro tiene realmente razón. En consecuencia, deseo, por un lado, ofrecerle mi contribución y hacerle un favor, y, por otro, creo que es oportuno en esta ocasión que nosotros, los presentes, honremos a este dios. Así, pues, si os parece bien también a vosotros, tendríamos en los discursos suficiente materia de docupación. Pienso, por tanto, que cada uno de nosotros debe decir un discurso, de izquierda a derecha, lo más hermoso que pueda como elogio de Eros y que empiece primero Fedro, ya que también está situado el primero y es, a la vez, el padre de la idea..
—Nadie, Erixímaco —dijo Sócrates— te votará lo contrario. Pues ni yo, que afirmo no saber ninguna otra cosa que los asuntos del amor, sabría negarme, ni tampoco Agatón, ni Pausanias, ni, por supuesto, Aristófanes, cuya entera ocupación gira en torno a Dioniso y Afrodita, eni ningún otro de los que veo aquí presentes. Sin embargo, ello no resulta en igualdad de condiciones para nosotros, que estamos situados los últimos. De todas maneras, si los anteriores hablan lo suficiente y bien, nos daremos por satisfechos. Comience, pues, Fedro con buena fortuna y haga su encomio de Eros.
»En esto estuvieron de acuerdo también todos los demás y pedían lo 178amismo que Sócrates. A decir verdad, de todo lo que cada uno dijo, ni Aristodemo se acordaba muy bien, ni, por mi parte, tampoco yo recuerdo todo lo que éste me refirió. No obstante, os diré las cosas más importantes y el discurso de cada uno de aquellos que me pareció digno de mención.
Jowett
Concerning the things about which you ask to be informed I believe that I am not ill–prepared with an answer. For the day before yesterday I was coming from my own home at Phalerum to the city, and one of my acquaintance, who had caught a sight of me from behind, calling out playfully in the distance, said: Apollodorus, O thou Phalerian 1 man, halt! So I did as I was bid; and then he said, I was looking for you, Apollodorus, only just now, that I might ask you about the speeches in praise of love, which were delivered by Socrates, Alcibiades, and others, at Agathon’s supper. Phoenix, the son of Philip, told another person who told me of them; his narrative was very indistinct, but he said that you knew, and I wish that you would give me an account of them. Who, if not you, should be the reporter of the words of your friend? And first tell me, he said, were you present at this meeting?
Your informant, Glaucon, I said, must have been very indistinct indeed, if you imagine that the occasion was recent; or that I could have been of the party.
Why, yes, he replied, I thought so.
Impossible: I said. Are you ignorant that for many years Agathon has not resided at Athens; and not three have elapsed since I became acquainted with Socrates, and have made it my daily business to know all that he says and does. Jowett1892: 173There was a time when I was running about the world, fancying myself to be well employed, but I was really a most wretched being, no better than you are now. I thought that I ought to do anything rather than be a philosopher.
Well, he said, jesting apart, tell me when the meeting occurred.
The banquet took place many years ago when Agathon won his first prize.
In our boyhood, I replied, when Agathon won the prize with his first tragedy, on the day after that on which he and his chorus offered the sacrifice of victory.
Then it must have been a long while ago, he said; and who told you—did Socrates?
The speeches had been preserved by Aristodemus.
No indeed, I replied, but the same person who told Phoenix;—he was a little fellow, who never wore any shoes, Aristodemus, of the deme of Cydathenaeum. He had been at Agathon’s feast; and I think that in those days there was no one who was a more devoted admirer of Socrates. Moreover, I have asked Socrates about the truth of some parts of his narrative, and he confirmed them. Then, said Glaucon, let us have the tale over again; is not the road to Athens just made for conversation? And so we walked, and talked of the discourses on love; and therefore, as I said at first, I am not ill–prepared to comply with your request, and will have another rehearsal of them if you like. For to speak or to hear others speak of philosophy always gives me the greatest pleasure, to say nothing of the profit. But when I hear another strain, especially that of you rich men and traders, such conversation displeases me; and I pity you who are my companions, because you think that you are doing something when in reality you are doing nothing. And I dare say that you pity me in return, whom you regard as an unhappy creature, and very probably you are right. But I certainly know of you what you only think of me—there is the difference.
Companion.
I see, Apollodorus, that you are just the same—always speaking evil of yourself, and of others; and I do believe that you pity all mankind, with the exception of Socrates, yourself first of all, true in this to your old name, which, however deserved, I know not how you acquired, of Apollodorus the madman; for you are always raging against yourself and everybody but Socrates.
Apollodorus.
Yes, friend, and the reason why I am said to be mad, and out of my wits, is just because I have these notions of myself and you; no other evidence is required.
Com.
No more of that, Apollodorus; but let me renew my request that you would repeat the conversation.
Apoll.
Well, the tale of love was on this wise:—But perhaps Jowett1892: 174I had better begin at the beginning, and endeavour to give you the exact words of Aristodemus:
Aristodemus the narrator had gone to the banquet on the invitation of Socrates.
He said that he met Socrates fresh from the bath and sandalled; and as the sight of the sandals was unusual, he asked him whither he was going that he had been converted into such a beau:—
To a banquet at Agathon’s, he replied, whose invitation to his sacrifice of victory I refused yesterday, fearing a crowd, but promising that I would come to–day instead; and so I have put on my finery, because he is such a fine man. What say you to going with me unasked?
I will do as you bid me, I replied.
Follow then, he said, and let us demolish the proverb:—
‘To the feasts of inferior men the good unbidden go;’
instead of which our proverb will run:—
‘To the feasts of the good the good unbidden go;’
Homer violates his own rule.
and this alteration may be supported by the authority of Homer himself, who not only demolishes but literally outrages the proverb. For, after picturing Agamemnon as the most valiant of men, he makes Menelaus, who is but a faint–hearted warrior, come unbidden 1 to the banquet of Agamemnon, who is feasting and offering sacrifices, not the better to the worse, but the worse to the better.
I rather fear, Socrates, said Aristodemus, lest this may still be my case; and that, like Menelaus in Homer, I shall be the inferior person, who
‘To the feasts of the wise unbidden goes.’
But I shall say that I was bidden of you, and then you will have to make an excuse.
‘Two going together,’
he replied, in Homeric fashion, one or other of them may invent an excuse by the way 1 .
Aristodemus is welcome on his own account, but where is his inseparable companion?
This was the style of their conversation as they went along. Socrates dropped behind in a fit of abstraction, and desired Aristodemus, who was waiting, to go on before him. When he reached the house of Agathon he found the doors wide open, and a comical thing happened. A servant coming out met him, and led him at once into the banqueting–hall in which the guests were reclining, for the banquet was about to begin. Welcome, Aristodemus, said Agathon, as soon as he appeared—you are just in time to sup with us; if you come on any other matter put it off, and make one of us, as I was looking for you yesterday and meant to have asked you, if I could have found you. But what have you done with Socrates?
I turned round, but Socrates was nowhere to be seen; and I had to explain that he had been with me a moment before, and that I came by his invitation to the supper.
You were quite right in coming, said Agathon; but where is he himself?
He was behind me just now, as I entered, he said, and I Jowett1892: 175cannot think what has become of him.
Go and look for him, boy, said Agathon, and bring him in; and do you, Aristodemus, meanwhile take the place by Eryximachus.
The servant then assisted him to wash, and he lay down, and presently another servant came in and reported that our friend Socrates had retired into the portico of the neighbouring house. ‘There he is fixed,’ said he, ‘and when I call to him he will not stir.’
How strange, said Agathon; then you must call him again, and keep calling him.
Let him alone, said my informant; he has a way of stopping anywhere and losing himself without any reason. I believe that he will soon appear; do not therefore disturb him.
The courtesy of Agathon.At length Socrates enters: the compliments which pass between him and Agathon.
Well, if you think so, I will leave him, said Agathon. And then, turning to the servants, he added, ‘Let us have supper without waiting for him. Serve up whatever you please, for there is no one to give you orders; hitherto I have never left you to yourselves. But on this occasion imagine that you are our hosts, and that I and the company are your guests; treat us well, and then we shall commend you.’ After this, supper was served, but still no Socrates; and during the meal Agathon several times expressed a wish to send for him, but Aristodemus objected; and at last when the feast was about half over—for the fit, as usual, was not of long duration — Socrates entered. Agathon, who was reclining alone at the end of the table, begged that he would take the place next to him; that ‘I may touch you,’ he said, ‘and have the benefit of that wise thought which came into your mind in the portico, and is now in your possession; for I am certain that you would not have come away until you had found what you sought.’
How I wish, said Socrates, taking his place as he was desired, that wisdom could be infused by touch, out of the fuller into the emptier man, as water runs through wool out of a fuller cup into an emptier one; if that were so, how greatly should I value the privilege of reclining at your side! For you would have filled me full with a stream of wisdom plenteous and fair; whereas my own is of a very mean and questionable sort, no better than a dream. But yours is bright and full of promise, and was manifested forth in all the splendour of youth the day before yesterday, in the presence of more than thirty thousand Hellenes.
You are mocking, Socrates, said Agathon, and ere long you and I will have to determine who bears off the palm of wisdom—of this Dionysus shall be the judge; but at present you are better occupied with supper.
The good advice of Pausanias.
Jowett1892: 176Socrates took his place on the couch, and supped with the rest; and then libations were offered, and after a hymn had been sung to the god, and there had been the usual ceremonies, they were about to commence drinking, when Pausanias said, And now, my friends, how can we drink with least injury to ourselves? I can assure you that I feel severely the effect of yesterday’s potations, and must have time to recover; and I suspect that most of you are in the same predicament, for you were of the party yesterday. Consider then: How can the drinking be made easiest?
Men who drank hard yesterday should avoid drinking to–day.
I entirely agree, said Aristophanes, that we should, by all means, avoid hard drinking, for I was myself one of those who were yesterday drowned in drink.
I think that you are right, said Eryximachus, the son of Acumenus; but I should still like to hear one other person speak: Is Agathon able to drink hard?
I am not equal to it, said Agathon.
Then, said Eryximachus, the weak heads like myself, Aristodemus, Phaedrus, and others who never can drink, are fortunate in finding that the stronger ones are not in a drinking mood. (I do not include Socrates, who is able either to drink or to abstain, and will not mind, whichever we do.) Well, as none of the company seem disposed to drink much, I may be forgiven for saying, as a physician, that drinking deep is a bad practice, which I never follow, if I can help, and certainly do not recommend to another, least of all to any one who still feels the effects of yesterday’s carouse.
I always do what you advise, and especially what you prescribe as a physician, rejoined Phaedrus the Myrrhinusian, and the rest of the company, if they are wise, will do the same.
It was agreed that drinking was not to be the order of the day, but that they were all to drink only so much as they pleased.
Then, said Eryximachus, as you are all agreed that drinking is to be voluntary, and that there is to be no compulsion, I move, in the next place, that the flute–girl, who has just made her appearance, be told to go away and play to herself, or, if she likes, to the women who are within 1 . To–day let us have conversation instead; and, if you will Jowett1892: 177allow me, I will tell you what sort of conversation. This proposal having been accepted, Eryximachus proceeded as follows:—
I will begin, he said, after the manner of Melanippe in Euripides,
‘Not mine the word’
Eryximachus descants upon the neglect of the poets to hymn love’s praises.
which I am about to speak, but that of Phaedrus. For often he says to me in an indignant tone:—‘What a strange thing it is, Eryximachus, that, whereas other gods have poems and hymns made in their honour, the great and glorious god, Love, has no encomiast among all the poets who are so many. There are the worthy sophists too—the excellent Prodicus for example, who have descanted in prose on the virtues of Heracles and other heroes; and, what is still more extraordinary, I have met with a philosophical work in which the utility of salt has been made the theme of an eloquent discourse; and many other like things have had a like honour bestowed upon them. And only to think that there should have been an eager interest created about them, and yet that to this day no one has ever dared worthily to hymn Love’s praises! So entirely has this great deity been neglected.’ Now in this Phaedrus seems to me to be quite right, and therefore I want to offer him a contribution; also I think that at the present moment we who are here assembled cannot do better than honour the god Love. If you agree with me, there will be no lack of conversation; for I mean to propose that each of us in turn, going from left to right, shall make a speech in honour of Love. Let him give us the best which he can; and Phaedrus, because he is sitting first on the left hand, and because he is the father of the thought, shall begin.
It is agreed to make a succession of speeches in his honour.
No one will vote against you, Eryximachus, said Socrates. How can I oppose your motion, who profess to understand nothing but matters of love; nor, I presume, will Agathon and Pausanias; and there can be no doubt of Aristophanes, whose whole concern is with Dionysus and Aphrodite; nor will any one disagree of those whom I see around me. The proposal, as I am aware, may seem rather hard upon us whose place is last; but we shall be contented if we hear some good speeches first. Let Phaedrus begin the praise of Love, and good luck to him. All the company expressed their assent, and desired him to do as Socrates bade him.Jowett1892: 178
Aristodemus did not recollect all that was said, nor do I recollect all that he related to me; but I will tell you what I thought most worthy of remembrance, and what the chief speakers said.
Dacier et Grou
APOLLODORE
Je crois que je suis assez bien préparé à vous faire le récit que vous me demandez ; car, tout dernièrement, comme je me rendais de ma maison de Phalère à la ville, un homme de ma connaissance, qui venait derrière moi, m’aperçut, et m’appelant de loin : Homme de Phalère ! s’écria-t-il en badinant, Apollodore ! ne peux-tu ralentir le pas ? — Je m’arrêtai, et l’attendis. — Apollodore, me dit-il, je te cherchais justement ; je voulais te demander ce qui s’était passé chez Agathon, le jour où Socrate, Alcibiade et plusieurs autres y soupèrent. On dit que toute la conversation roula sur l’amour. J’en ai bien su quelque chose par un homme à qui Phénix fils de Philippe, avait raconté une partie de leurs discours, mais cet homme ne put rien me dire de certain sur le détail de cet entretien ; il m’apprit seulement que tu le savais. Conte-le-moi donc ; aussi bien est-ce un devoir pour toi de faire connaître ce qu’a dit ton ami ; mais avant tout, dis-moi, étais-tu présent à cette conversation ? — Il paraît bien, lui répondis-je, que ton homme ne t’a rien dit de certain, puisque tu parles de cette conversation comme d’une chose arrivée depuis peu, et comme si j’avais pu y être présent. — Je le croyais. — Comment, lui dis-je, Glaucon, ne sais-tu pas qu’il y a plusieurs années qu’Agathon n’a mis le pied dans Athènes ? Pour moi, il n’y a pas encore trois ans que je fréquente Socrate et que je m’attache à étudier chaque jour toutes ses paroles et toutes ses actions. Avant ce temps-là j’errais de côté et d’autre, et, croyant mener une vie raisonnable, j’étais le plus malheureux de tous les hommes. Je m’imaginais, comme tu fais maintenant, qu’il n’était rien dont il ne fallût s’occuper plutôt que de philosophie. — Allons, ne raille point, mais dis-moi quand eut lieu cette conversation. — Nous étions bien jeunes, toi et moi : ce fut dans le temps qu’Agathon remporta le prix avec sa première tragédie, et le lendemain du jour où, en l’honneur de sa victoire, il sacrifia aux dieux entouré de ses choristes. — Tu parles de loin, ce me semble ; mais de qui tiens-tu ce que tu sais ? Est-ce de Socrate ? — Non, par Jupiter ! lui dis-je, mais de celui-là même qui l’a conté à Phénix : c’est certain Aristodème du bourg de Cydathène, un petit homme qui va toujours nu-pieds. Il était présent, et, si je ne me trompe, c’était alors un des hommes le plus épris de Socrate. J’ai quelquefois interrogé Socrate sur des particularités que je tenais de cet Aristodème, et leurs récits étaient d’accord. — Que tardes-tu donc, me dit Glaucon, à me raconter l’entretien ? Pouvons-nous mieux employer le chemin qui nous reste d’ici à Athènes ? — J’y consentis, et nous causâmes de tout cela chemin faisant. Voilà comment, je vous le disais tout à l’heure, je suis assez bien préparé ; et il ne tiendra qu’à vous d’entendre ce récit. Aussi bien, outre le profit que je trouve à parler ou à entendre parler de philosophie, il n’y a rien au monde à quoi je prenne tant de plaisir ; tandis que je me meurs d’ennui, au contraire, quand je vous entends, vous autres riches et gens d’affaires, parler de vos intérêts. Je déplore votre aveuglement et celui de vos amis : vous croyez faire merveilles, et vous ne faites rien de bon. Peut-être vous aussi, de votre côté, me trouvez-vous fort à plaindre, et il me semble que vous avez raison; mais moi, je ne crois pas que vous êtes à plaindre, je suis sûr que vous l’êtes.
L’AMI D’APOLLODORE
Tu es toujours le même, Apollodore : toujours disant du mal de toi et des autres, et persuadé que tous les hommes, excepté Socrate, sont misérables, à commencer par toi. Je ne sais pas pourquoi on t’a donné le nom de Furieux ; mais je sais bien qu’il y a toujours quelque chose de cela dans tes discours. Tu es toujours aigri contre toi et contre tout le reste des hommes, excepté Socrate.
APOLLODORE
Il te semble donc, mon cher, qu’il faut être un furieux et un insensé pour parler ainsi de moi et de tous tant que vous êtes ?
L’AMI D’APOLLODORE
Ce n’est pas le moment, Apollodore, de disputer là-dessus. Rends-toi, sans plus tarder, à notre demande, et redis-nous les discours qui furent tenus chez Agathon.
APOLLODORE
Les voici à peu près ; ou plutôt prenons la chose dès le commencement, comme Aristodème me l’a racontée.
Je rencontrai Socrate, me dit-il, qui sortait du bain, et qui avait aux pieds des sandales, contre sa coutume. Je lui demandai où il allait si beau. Je vais souper chez Agathon, me répondit-il. J’ai refusé d’assister à la fête qu’il donnait hier pour célébrer sa victoire, parce que je craignais la foule ; mais je me suis engagé pour aujourd’hui, voilà pourquoi tu me vois si paré. Je me suis fait beau pour aller chez un beau garçon. Mais toi, Aristodème, serais-tu d’humeur à y venir souper aussi, quoique tu ne sois point prié ? — Comme tu voudras, lui dis-je. — Suis-moi donc, et changeons le proverbe en montrant qu’un honnête homme peut aussi aller souper chez un honnête homme sans en être prié.
J’accuserais volontiers Homère de n’avoir pas seulement changé ce proverbe, mais de s’en être moqué, lorsque après nous avoir représenté Agamemnon comme un grand guerrier, et Ménélas comme un assez faible combattant, il fait venir Ménélas au festin d’Agamemnon sans être invité, c’est-à-dire un inférieur à la table d’un homme qui est très au-dessus de lui. — J’ai bien peur, dis-je à Socrate, de n’être pas tel que tu voudrais, mais plutôt, selon Homère, l’homme médiocre qui se rend à la table du sage sans être invité. Au surplus, c’est toi qui me conduis, c’est à toi de me défendre, car pour moi je n’avouerai pas que je viens sans invitation ; je dirai que c’est toi qui m’as prié. — Nous sommes deux, répondit Socrate, et nous trouverons l’un ou l’autre ce qu’il faudra dire. Allons seulement.
Nous nous dirigeâmes vers le logis d’Agathon, en nous entretenant de la sorte. Mais, pendant le trajet, Socrate, devenu tout pensif, demeura en arrière. Je m’arrêtai pour l’attendre, mais il me dit d’aller toujours devant. Arrivé à la maison d’Agathon, je trouvai la porte ouverte ; et il m’arriva même une assez plaisante aventure. Un esclave d’Agathon me mena sur-le-champ dans la salle où était la compagnie, qui était déjà à table, et qui attendait que l’on servît. Agathon, aussitôt qu’il me vit : 0 Aristodème, s’écria-t-il, sois le bienvenu, si tu viens pour souper ! Si c’est pour autre chose, nous en parlerons un autre jour. Je t’ai cherché hier pour te prier d’être des nôtres, mais je n’ai pu te trouver. Et Socrate, pourquoi ne nous l’amènes-tu pas ? — Là-dessus je me retourne, et je vois que Socrate ne m’a pas suivi. Je suis venu avec lui, leur dis-je, c’est lui-même qui m’a invité. — Tu as bien fait, reprit Agathon ; mais lui, où est-il ? — Il marchait sur mes pas, et je ne conçois pas ce qu’il peut être devenu. — Enfant, dit Agathon, va voir où est Socrate, et amène-le-nous. Et toi, Aristodème, mets-toi à côté d’Eryximaque. Enfant, qu’on lui lave les pieds, afin qu’il prenne place.
Cependant un autre esclave vint annoncer qu’il avait trouvé Socrate debout sur le seuil de la maison voisine ; mais qu’on avait beau l’appeler, il ne voulait point venir. Voilà une chose étrange ! dit Agathon. Retourne et ne le quitte point qu’il ne soit entré. — Non, non, dis-je alors, laissez-le. Il lui arrive assez souvent de s’arrêter ainsi en quelque lieu qu’il se trouve. Vous le verrez bientôt, si je ne me trompe. Ne le troublez donc pas, laissez-le. — Si c’est là ton avis, dit Agathon, à la bonne heure. Et vous, enfants, servez-nous. Apportez-nous ce que vous voudrez, comme si vous n’aviez personne ici pour vous donner des ordres, car c’est un soin que je n’ai jamais pris. Regardez-nous, moi et mes amis, comme des hôtes que vous auriez vous-mêmes invités. Faites de votre mieux, et tirez-vous-en à votre honneur.
Nous commençâmes à souper, et Socrate ne venait point. A chaque instant, Agathon voulait qu’on l’envoyât chercher ; mais j’empêchais toujours qu’on ne le fît. Enfin Socrate entra, après nous avoir fait attendre quelque temps, selon sa coutume, et comme on avait à moitié soupé. Agathon, qui était seul sur un lit au bout de la table, le pria de se mettre auprès de lui. — Viens, dit-il, Socrate, que je m’approche de toi le plus que je pourrai pour tâcher d’avoir ma part des sages pensées que tu viens de trouver ici près ; car j’ai la certitude que tu as trouvé ce que tu cherchais ; autrement tu serais encore à la même place. — Quand Socrate se fut assis : plût aux dieux, dit-il, que la sagesse, Agathon, fût quelque chose qui pût couler d’un esprit dans un antre, quand deux hommes sont en contact, comme l’eau coule, à travers un morceau de laine, d’une coupe pleine dans une coupe vide ! Si la pensée était de cette nature, ce serait à moi de m’estimer heureux d’être auprès de toi : je me remplirais, ce me semble, de cette bonne et abondante sagesse que tu possèdes ; car pour la mienne, c’est quelque chose de médiocre et d’équivoque, c’est un songe, pour ainsi dire. La tienne, au contraire, est une sagesse magnifique et riche des plus belles espérances, témoin le vif éclat qu’elle jette dès ta jeunesse et les applaudissements que plus de trente mille Grecs viennent de lui donner. — Tu es un railleur, reprit Agathon ; mais nous examinerons tantôt quelle est la meilleure, de ta sagesse ou de la mienne, et Bacchus sera notre juge. Présentement ne songe qu’à souper.
Socrate s’assit, et quand lui et les autres convives eurent achevé de souper, on fit les libations, on chanta un hymne en l’honneur du dieu, et après toutes les autres cérémonies ordinaires, on parla de boire. Pausanias prit alors la parole :
Voyons, dit-il, comment nous boirons sans nous faire de mal. Pour moi, je déclare que je suis encore incommodé de la débauche d’hier, et j’ai besoin de respirer un peu, ainsi que la plupart de vous, je pense ; car hier vous étiez des nôtres. Avisons donc à boire modérément. — Pausanias, dit Aristophane, tu me fais grand plaisir de vouloir qu’on se ménage ; car je suis un de ceux qui se sont le moins épargnés la nuit dernière. — Que je vous aime de cette humeur ! dit Eryximaque, fils d’Acumène. Mais il reste un avis à prendre : Agathon se trouve-t-il en état de bien boire ? — Pas plus que vous, répondit-il. -Tant mieux pour nous, reprit Eryximaque, pour moi, pour Aristodème, pour Phèdre et pour les autres, si vous, les braves, vous êtes rendus : car nous sommes toujours de pauvres buveurs. Je ne parle pas de Socrate, il boit comme on veut ; peu lui importe donc le parti qu’on prendra. Ainsi, puisque je ne vois personne ici en humeur de bien boire, j’en serai moins importun si je vous dis quelques mots de vérité sur l’ivresse. Mon expérience de médecin m’a parfaitement prouvé que l’excès du vin est funeste à l’homme. Je l’éviterai toujours tant que je pourrai ; et jamais je ne le conseillerai aux autres, surtout quand ils se sentiront encore la tête pesante d’une orgie de la veille. — Tu sais, lui dit Phèdre de Myrrhinos en l’interrompant, que je suis volontiers de ton avis, surtout quand tu parles médecine ; mais tu vois que tout le monde est raisonnable aujourd’hui. Il n’y eut qu’une voix : on résolut d’un commun accord de ne point faire de débauche, et de ne boire que pour son plaisir. — Puisqu’il est convenu, dit Eryximaque, qu’on ne forcera personne, et que chacun boira comme il voudra, je suis d’avis que l’on renvoie premièrement cette joueuse de flûte. Qu’elle aille jouer pour elle, ou, si elle veut, pour les femmes dans l’intérieur. Quant à nous, si vous m’en croyez, nous lierons ensemble quelque conversation. Je vous en proposerai même le sujet, si bon vous semble. — Chacun d’applaudir et de l’engager à entrer en matière. — Eryximaque reprit donc : Je commencerai par ce vers de la Mélanippe d’Euripide : Ce discours n’est pas de moi, mais de Phèdre. Car Phèdre me dit chaque jour, avec une espèce d’indignation : 0 Eryximaque, n’est-ce pas une chose étrange que, de tant de poètes qui ont fait des hymnes et des cantiques en l’honneur de la plupart des dieux, aucun n’ait fait l’éloge de l’Amour, qui est pourtant un si grand dieu ? Vois les sophistes habiles : ils composent tous tous les jours de grands discours en prose à la louange d’Hercule et des autres demi-dieux, témoin le fameux Prodicus ; et cela n’est pas surprenant, J’ai même vu un livre qui portait pour titre : l’Eloge du sel, où le savant auteur exagérait les merveilleuses qualités du sel et les grands services qu’il rend à l’homme. En un mot, tu ne verras presque rien qui n’ait eu son panégyrique. Comment donc peut-il se faire que, dans cette grande ardeur de louer tant de choses, personne, jusqu’à ce jour, n’ait entrepris de célébrer dignement l’Amour, et qu’on ait oublié un si grand dieu ? Pour moi, continua Eryximaque, j’approuve l’indignation de Phèdre. Je veux donc payer mon tribut à l’Amour, et me le rendre favorable.Il me semble en même temps qu’il siérait très bien à une compagnie telle que la nôtre d’honorer ce dieu. Si cela vous plaît, il ne faut point chercher d’autre sujet de conversation. Chacun improvisera de son mieux un discours à la louange de l’Amour. On fera le tour de gauche à droite. Ainsi Phèdre parlera le premier ; d’abord parce que c’est son rang, ensuite parce qu’il est l’auteur de la proposition que je vous fais. — Je ne doute pas, Eryximaque, dit Socrate, que ton avis ne passe tout d’une voix. Ce n’est pas moi, du moins, qui le combattrai, moi qui fais profession de ne savoir que l’amour. Ce n’est pas non plus Agathon, ni Pausanias, ni Aristophane assurément, lui qui est tout dévoué à Bacchus et à Vénus. Je puis également répondre du reste de la compagnie, quoique, à dire vrai, la partie ne soit pas égale pour nous autres, qui sommes assis les derniers. En tout cas, si ceux qui nous précèdent font bien leur devoir et épuisent la matière, nous en serons quittes pour donner notre approbation. Que Phèdre commence donc sous d’heureux auspices, et qu’il loue l’Amour.
Le sentiment de Socrate fut unanimement adopté. Vous rendre ici mot pour mot tous les discours que l’on prononça, c’est ce que vous ne devez pas attendre de moi ; Aristodème, de qui je les tiens, n’ayant pu me les rapporter si parfaitement, et moi-même ayant laissé échapper quelque chose du récit qu’il m’en a fait : mais je vous redirai l’essentiel.
Chambry
I — Je crois être assez bien préparé à vous faire le récit que vous demandez. Dernièrement en effet, comme je montais de Phalère, où j’habite, à la ville, un homme de ma connaissance qui venait derrière moi, m’aperçut et m’appelant de loin : « Hé ! l’homme de Phalère, Apollodore, s’écria-t-il en badinant, attends-moi donc » je m’arrêtai et l’attendis. « Apollodore, me dit-il, je te cherchais justement pour te questionner sur l’entretien d’Agathon avec Socrate, Alcibiade et les autres convives du banquet qu’il a donné, et savoir les discours qu’on y a tenus sur l’amour. Quelqu’un m’en a déjà parlé, qui les tenait de Phénix, fils de Philippe ; il a dit que tu les connaissais aussi, mais lui n’a rien pu dire de précis. Rapporte-les-moi donc : c’est à toi qu’il appartient avant tous de rapporter les discours de ton ami. Mais d’abord dis-moi, ajouta-t-il, étais-tu présent toi-même à cette réunion ? — On voit bien, répondis-je, que ton homme ne t’a rien raconté de précis, si tu penses que la réunion dont tu parles est de date assez récente pour que j’y aie assisté. — je le pensais pourtant. — Est-ce possible, Glaucon ? dis-je. Ne sais-tu pas qu’il y a plusieurs années qu’Agathon n’est pas venu à Athènes ? D’ailleurs depuis que je me suis attaché à Socrate et que je me fais chaque jour un soin de savoir ce qu’il dit et ce qu’il fait, il n’y a pas encore trois ans. Auparavant j’errais à l’aventure et je me croyais sage ; mais j’étais plus malheureux qu’homme du monde, tout comme tu l’es maintenant, toi qui places toute autre occupation avant la philosophie. — « Épargne-moi tes sarcasmes, dit-il ; dis-moi plutôt dans quel temps eut lieu cette réunion. — En un temps où nous étions encore enfants, répondis-je, lorsque Agathon remporta le prix avec sa première tragédie, le lendemain du jour où il offrit avec ses choreutes le sacrifice de victoire. — Alors cela date de loin, ce me semble, dit-il-, mais qui t’a raconté ces choses ? est-ce Socrate lui-même ? — Non, par Zeus, dis-je, mais le même qui les a racontées à Phénix, un certain Aristodème de Kydathénaeon, un petit homme qui allait toujours pieds nus ; il avait en effet assisté à l’entretien, et, si je ne me trompe, Socrate n’avait pas alors de disciple plus passionné. Cependant j’ai depuis questionné Socrate lui-même sur certains points que je tenais de la bouche d’Aristodème, et Socrate s’est trouvé d’accord avec lui. — Eh bien ! reprit-il, raconte vite. La route qui mène à la ville est faite à souhait pour parler et pour écouter tout en cheminant. »
Dès lors nous nous entretînmes de ces choses tout le long de la route ; c’est ce qui fait, comme je le disais en commençant, que je ne suis pas mal préparé. Si donc vous voulez que je vous les rapporte à vous aussi, il faut que je m’exécute. D’ailleurs, de parler moi-même ou d’entendre parler philosophie, c’est, indépendamment de l’utilité que j’y trouve, un plaisir sans égal. Quand au contraire j’entends parler certaines personnes, et surtout vos gens riches et vos hommes d’affaires, cela m’assomme et je vous ai en pitié, vous leurs amis, de croire que vous faites merveilles alors que vous ne faites rien. Peut-être vous aussi, de votre côté, vous me croyez malheureux, et je pense que vous ne vous trompez pas ; mais que vous le soyez, vous, je ne le pense pas seulement, j’en suis sûr.
Tu es toujours le même,
tu dis toujours du mal de toi et des autres, et l’on croirait vraiment, à t’entendre, que, sauf Socrate, tout le monde est misérable, toi tout le premier. À quelle occasion on t’a donné le sobriquet de furieux, je l’ignore ; mais ce que je sais, c’est que tu ne varies pas dans tes discours et que tu es toujours en colère contre toi et contre les autres, à l’exception de Socrate.
Oui, mon très cher, et il est bien clair, n’est-ce pas, que c’est l’opinion que j’ai de moi-même et des autres qui fait de moi un furieux et un extravagant.
Ce n’est pas la peine de discuter là-dessus maintenant, Apollodore ; fais ce qu’on te demande, rapporte-nous les discours en question.
Eh bien donc ! les voici à peu près ; mais il vaut mieux essayer de reprendre les choses au commencement, dans l’ordre où Aristodème me les a racontées.
II.-« Je rencontrai, dit-il, Socrate, sortant du bain et les pieds chaussés de sandales, ce qui n’est guère dans ses habitudes, et je lui demandai où il allait si beau. Il me répondit : je vais dîner chez Agathon. je me suis dérobé hier à la fête qu’il a donnée en l’honneur de sa victoire, parce que je craignais la foule ; mais je me suis engagé à venir le lendemain : voilà pourquoi je me suis paré ; je voulais être beau pour venir chez un beau garçon. Mais toi, ajouta-t-il, serais-tu disposé à venir dîner sans invitation ? — À tes ordres, répondis-je. — Suis-moi donc, dit-il, et disons, en modifiant le proverbe, que des gens de bien vont dîner chez des gens de bien sans être priés . Homère non seulement le modifie, mais il semble bien qu’il s’en moque, quand, après avoir représenté Agamemnon comme un grand guerrier et Ménélas comme un faible soldat, il fait venir Ménélas, sans y être invité, au festin qu’Agamemnnon donne après un sacrifice, c’est-à-dire un homme inférieur chez un homme éminent . »
Là-dessus Aristodème dit qu’il avait répondu : « J’ai bien peur à mon tour d’être, non pas l’homme que tu dis, Socrate, mais bien, pour parler comme Homère, l’hôte chétif qui se présente au festin d’un sage sans y être invité. As-tu, si tu m’emmènes, une excuse à donner ? car, pour moi, je n’avouerai pas que je suis venu sans invitation, mais je dirai que C’est toi qui m’as prié. — « En allant à deux, répondit-il, nous chercherons le long de la route ce qu’il faut dire ; allons seulement ».
Après avoir échangé ces propos, nous nous mîmes en marche. Or, pendant la route, Socrate s’enfonçant dans ses pensées resta en arrière ; comme je l’attendais, il me dit d’aller devant. Quand je fus à la maison d’Agathon, je trouvai la porte ouverte et il m’arriva une plaisante aventure. Aussitôt en effet un esclave vint de l’intérieur à ma rencontre et me conduisit dans la salle où la compagnie était à table, sur le point de commencer le repas. Dès qu’Agathon m’eut aperçu : « Tu viens à point, dit-il, Aristodème, pour dîner avec nous ; si tu viens pour autre chose, remets-le à plus tard ; hier même je t’ai cherché pour t’inviter, sans pouvoir te découvrir ; mais comment se fait-il que tu n’amènes pas Socrate ? » Je me retoume alors, mais j’ai beau regarder : point de Socrate sur mes pas. « je suis réellement venu avec Socrate, dis-je, et c’est lui qui m’a invité à dîner chez vous.— C’est fort bien fait, mais où est-il, lui ?— Il venait derrière moi tout à l’heure ; mais je me demande, moi aussi, où il peut être.— Enfant, dit Agathon, va vite voir où est Socrate et amène-le. Quant à toi, Aristodème, mets-toi près d’Éryximaque. »
III. — Alors l’enfant me lava les pieds pour que je prisse place à table, et un autre esclave vint annoncer que ce Socrate qu’il avait ordre d’amener, retiré dans le vestibule de la maison voisine, n’en bougeait pas, qu’il avait pu beau l’appeler, il ne voulait pas venir. « Voilà qui est étrange, dit Agathon ; cours l’appeler et ne le laisse pas partir.— Non pas, dis-je, laissez-le ; c’est une habitude à lui. Il lui arrive parfois de s’écarter n’importe où et de rester là ; il va venir tout à l’heure, je pense ; ne le dérangez pas, laissez-le tranquille.— Laissons-le, si c’est ton avis, dit Agathon ; quant à vous autres, servez-nous, enfants. Vous êtes absolument libres d’apporter ce que vous voudrez, comme vous faites quand il n’y a personne pour vous commander : c’est une peine que je n’ai jamais prise. Figurez-vous que moi et les hôtes que voici, nous sommes vos invités et soignez-nous, afin qu’on vous fasse des compliments.«
Dès lors nous nous mîmes à dîner ; mais Socrate ne venait pas ; aussi Agathon voulait-il à chaque instant l’envoyer chercher ; mais je m’y opposais toujours. Enfin Socrate arriva, sans s’être attardé aussi longtemps que d’habitude, comme on était à peu près au milieu du dîner. Alors Agathon, qui occupait seul le dernier lit, s’écria : « Viens t’asseoir ici, Socrate, près de moi, afin qu’en te touchant tu me communiques les sages pensées qui te sont venues dans le vestibule ; car il est certain que tu as trouvé ce que tu cherchais et que tu le tiens, sans quoi tu n’aurais pas bougé de place. »
Alors Socrate s’assit et dit : « Il serait à souhaiter, Agathon, que la sagesse fût quelque chose qui pût couler d’un homme qui en est plein dans un homme qui en est vide par l’effet d’un contact mutuel, comme l’eau passe par l’intermédiaire du morceau de laine de la coupe pleine dans la coupe vide . S’il en est ainsi de la sagesse, je ne saurais trop priser la faveur d’être assis à tes côtés ; car je me flatte que ton abondante, ton excellente sagesse va passer de toi en moi et me remplir ; car pour la mienne, elle est médiocre et douteuse, et semblable à un songe ; mais la tienne est brillante et prête à croître encore, après avoir dès ta jeunesse jeté tant de lumière et s’être révélée avant-hier avec tant d’éclat à plus de trente mille spectateurs grecs.— Tu railles, Socrate, dit Agathon ; mais nous trancherons cette question de sagesse un peu plus tard, toi et moi, en prenant Dionysos pour juge ; pour le moment, songe d’abord à dîner. »
IV. — Dès lors Socrate prit place sur le lit, et quand lui et les autres convives eurent achevé de dîner, on fit des libations, on célébra le dieu, enfin, après toutes les autres cérémonies habituelles , on se mit en devoir de boire. Alors Pausanias prit la parole en ces termes : « Allons, amis, voyons comment nous régler pour boire sans nous incommoder ? Pour moi, je vous déclare que je suis réellement fatigué de la débauche d’hier et que j’ai besoin de respirer, comme aussi, je pense, la plupart d’entre vous ; car vous étiez de la fête d’hier. Avisez donc à boire de façon à nous ménager ». Aristophane répondit : « C’est bien dit, Pausanias, il faut absolument nous donner du relâche ; car moi aussi je suis de ceux qui se sont largement arrosés hier ».
À ces mots Érixymaque, fils d’Acoumène, prit la parole : « Vous parlez d’or ; mais je veux demander encore à l’un de vous s’il est dispos pour boire : c’est Agathon. — Moi non plus, répondit Agathon, je ne suis pas bien en train.— C’est bien heureux, reprit Érixymaque, pour moi, pour Aristodème, Phèdre et les autres convives, que vous, les grands buveurs, soyez rendus, car nous autres, nous n’avons jamais su boire. Je fais exception pour Socrate, qui est également capable de boire et de rester sobre, en sorte que, quel que soit le parti que nous prendrons, il y trouvera son compte. Puisque donc aucun de ceux qui sont ici ne semble être en humeur d’abuser du vin, peut-être vous ennuierai-je moins en vous disant ce que je pense de l’ivresse. Mon expérience de médecin m’a fait voir que l’ivresse est une chose fâcheuse pour l’homme, et je ne voudrais pas pour mon compte recommencer à boire, ni le conseiller à d’autres, surtout s’ils sont encore alourdis par la débauche de la veille.— Pour moi, dit alors Phèdre de Myrrhinunte, je t’en crois toujours, surtout quand tu parles médecine, mais les autres t’en croiront aussi aujourd’hui, s’ils sont sages. »
Après avoir entendu ces paroles, tout le monde fut d’accord de ne point passer la présente réunion à s’enivrer et de ne boire qu’à son plaisir.
V. — Érixymaque reprit : « Puisqu’on a décidé que chacun boirait à sa guise et sans contrainte, je propose d’envoyer promener la joueuse de flûte qui vient d’entrer ; qu’elle joue pour elle-même ou, si elle veut, pour les femmes à l’intérieur ; pour nous, passons le temps aujourd’hui à causer ensemble ; si vous voulez, je vais vous proposer un sujet d’entretien. » Ils répondirent tous qu’ils le voulaient bien, et le prièrent de proposer le sujet.
Érixymaque reprit : « je commencerai comme dans la Mélanippe d’Euripide : ce que je vais vous dire n’est pas de moi, mais de Phèdre ici présent. En toute occasion Phèdre me dit avec indignation : « N’est-il pas étrange, Érixymaque, que nombre d’autres dieux aient été célébrés par les poètes dans des hymnes et des péans , et qu’en l’honneur d’Éros, un dieu si vénérable et si puissant, pas un, parmi tant de poètes que nous avons eus, n’ait jamais composé aucun éloge ? Veux-tu aussi jeter les yeux sur les sophistes habiles, tu verras qu’ils composent en prose des éloges d’Héraclès et d’autres, témoin le grand Prodicos , et il n’y a là rien que de naturel. Mais je suis tombé sur le livre d’un sophiste où le sel était magnifiquement loué pour son utilité, et les éloges d’objets aussi frivoles ne sont pas rares. N’est-il pas étrange qu’on mette tant d’application à de pareilles bagatelles et que personne encore parmi les hommes n’ait entrepris jusqu’à ce jour de célébrer Éros comme il le mérite ? Voilà pourtant comme on a négligé un si grand dieu ! »
Sur ce point Phèdre a raison, ce me semble. Aussi désiré-je pour ma part offrir mon tribut à Éros et lui faire ma cour ; en même temps il me paraît qu’il siérait en cette occasion à toute la compagnie présente de faire l’éloge du dieu. Si vous êtes de mon avis, ce sujet nous fournira suffisamment de quoi nous entretenir. Si vous m’en croyez, chacun de nous, en commençant de gauche à droite, fera de son mieux le panégyrique d’Éros , et Phèdre parlera le premier, puisqu’il est à la première place et qu’il est en même temps le père de la proposition.— Tu rallieras tous les suffrages, Érixymaque, dit Socrate ; ce n’est pas moi en effet qui dirai non, moi qui fais profession de ne savoir que l’amour, ni Agathon, ni Pausanias, encore moins Aristophane, qui ne s’occupe que de Dionysos et d’Aphrodite, ni aucun autre de ceux que je vois ici. Et pourtant la partie n’est pas égale pour nous qui sommes à la dernière place ; mais si les premiers disent bien tout ce qu’il faut dire, nous nous tiendrons pour satisfaits. Que Phèdre commence donc, à la grâce de Dieu, et qu’il fasse l’éloge d’Éros . »
Tout le monde fut naturellement de l’avis de Socrate et demanda qu’on fît comme il disait. De redire tout ce que chacun dit, je ne le pourrais pas ; car ni Aristodème ne s’en souvenait exactement, ni moi je ne me rappelle tout ce qu’il m’a dit. Je m’attacherai donc aux choses et aux orateurs qui me paraissent les plus dignes de mention, je vous redirai les discours de chacun d’eux, mais ceux-là seulement.
Cousin
APOLLODORE.
[172a] Je crois que je ne suis pas mal préparé à vous faire le récit que vous me demandez : car il y a peu de jours, comme je revenais de ma maison de Phalère un homme de ma connaissance, qui venait derrière moi, m’aperçut, et m’appela de loin :— Hé quoi, s’écria-t-il en badinant, un homme de Phalère aller si vite?
Je m’arrêtai, et l’attendis.
Apollodore, me dit-il, je te cherchais justement pour te demander ce qui s’était passé chez Agathon le jour que [172b] Socrate et Alcibiade y soupèrent. On dit que toute la conversation roula sur l’amour, et je mourais d’envie d’entendre ce qui s’était dit de part et d’autre sur cette matière. J’en ai bien su quelque chose par un homme à qui Phénix, fils de Philippe, avait raconté une partie de leurs discours ; mais cet homme ne me disait rien de certain : il m’apprit seulement que tu savais le détail de cet entretien ; conte-le-moi donc, je te prie : aussi bien, c’est un devoir pour toi de faire connaître ce qu’a dit ton ami. Mais, avant tout, dis-moi si tu étais présent à cette conversation?
— Il paraît bien, lui répondis-je, que ton homme ne t’a rien dit [172c] de certain, puisque tu parles de cette conversation comme d’une chose arrivée depuis peu, et comme si j’avais pu y être présent.
— Je le croyais.
— Comment, lui dis-je, Glaucon ne sais-tu pas qu’il y a plusieurs années qu’Agathon n’a mis le pied dans Athènes ? Pour moi, il n’y a pas encore trois ans [173a] que je fréquente Socrate, et que je m’attache à étudier toutes ses paroles et toutes ses actions. Avant ce temps-là, j’errais de côté et d’autre ; je croyais mener une vie raisonnable, et j’étais le plus malheureux de tous les hommes, m’imaginant, comme tu fais maintenant, qu’il fallait s’occuper de toute autre chose plutôt que de philosophie.
— Allons, point de raillerie ; dis-moi quand eut lieu cette conversation.
— Nous étions bien jeunes toi et moi ; ce fut dans le temps qu’Agathon remporta le prix avec sa première tragédie, et le lendemain du sacrifice d’actions de grâces qu’il fit avec ses choristes.
— Tu parles de loin ; mais de qui sais-tu ce qui fut dit dans cette assemblée ? Est-ce de Socrate ? [173b]
— Non, par Jupiter, lui dis-je ; je tiens ce que j’en sais de celui-là même qui l’a conté à Phénix, je veux dire d’Aristodème, de Cydathène, ce petit homme qui va toujours nu-pieds. Il était présent, et c’était alors, à ce qu’il me semble, un des hommes qui étaient le plus épris de Socrate. J’ai quelquefois interrogé Socrate sur des choses que cet Aristodème m’avait racontées, et leurs récits étaient d’accord.
— Que tardes-tu donc, me dit Glaucon, à me raconter cet entretien ? Pouvons-nous mieux employer le chemin qui nous reste d’ici à Athènes?
J’y consentis, et nous causâmes de tout cela le long du chemin. [173c] C’est ce qui fait que, comme je vous disais tout à l’heure, je ne suis pas mal préparé, et il ne tiendra qu’à vous d’entendre ce récit : aussi bien, outre le profit que je trouve à parler ou à entendre parler de philosophie, il n’y a rien au monde où je prenne tant de plaisir, tout au contraire des autres discours. Je me meurs d’ennui quand je vous entends, vous autres riches et gens d’affaires, parler de vos intérêts ; et je déplore votre aveuglement : vous pensez faire merveilles, [173d] et en vérité vous ne faites rien de bon. Peut-être vous aussi, de votre côté, me croyez-vous fort à plaindre, et vous avez bien raison de le croire ; mais moi, je ne crois pas que vous êtes à plaindre, j’en suis sûr.
L’AMI D’APOLLODORE.
Tu es toujours le même, Apollodore : toujours disant du mal de toi et des autres, et persuadé que tous les hommes, excepté Socrate, sont misérables, à commencer par toi. Je ne sais pas pourquoi on t’a donné le nom de furieux ; mais je sais bien qu’il y a toujours quelque chose de cela dans tes discours. Tu es toujours en colère contre toi et contre tout le reste des hommes, excepté Socrate.
APOLLODORE.
[173a] Il te semble donc qu’il faut être un furieux et un insensé pour parler ainsi de moi et de tous tant que vous êtes?L’AMI D’APOLLODORE.
Une autre fois, Apollodore, nous disputerons là-dessus. Souviens-toi maintenant de ta promesse, et redis-nous les discours qui furent tenus chez Agathon.
APOLLODORE.
Les voici à peu près. Ou plutôt il vaut mieux vous raconter la chose [174a] dès le commencement, comme Aristodème me l’a racontée.
Il me dit donc qu’il avait rencontré Socrate qui sortait du bain, et qui avait mis des sandales, ce qui ne lui était pas ordinaire ; et qu’il lui avait demandé où il allait si beau. Je vais souper chez Agathon, me répondit-il. J’ai refusé hier d’assister à la fête qu’il donnait pour célébrer sa victoire, parce que je craignais la foule ; mais je lui ai promis que je serais du lendemain, qui est aujourd’hui. Voilà pourquoi tu me vois si paré. Je me suis fait beau pour aller chez un beau garçon. Mais toi, Aristodème, serais-tu d’humeur [174b] à venir aussi, quoique tu ne sois point prié?
— Comme tu voudras, lui dis-je.
— Viens donc, dit-il ; changeons le proverbe, et montrons qu’un honnête homme peut aussi aller souper chez un honnête homme sans en être prié. J’accuserais volontiers Homère de n’avoir pas seulement changé ce proverbe, mais de s’en être moqué, lorsqu’après nous avoir représenté Agamemnon comme un grand guerrier, et Ménélas comme un assez faible combattant, il fait venir Ménélas au festin d’Agamemnon sans être invité, c’est-à-dire un inférieur chez un homme [174c] qui vaut mieux que lui.
— J’ai bien peur, dis-je à Socrate, de n’être pas l’homme que tu voudrais, mais plutôt le Ménélas d’Homère. Au reste, c’est toi qui me conduis, c’est à toi à te défendre : car pour moi, je n’avouerai pas que je viens sans invitation ; je dirai que c’est toi qui m’as prié.
— Nous sommes deux, répondit Socrate, et nous trouverons l’un ou l’autre ce qu’il faudra dire. Allons seulement.
Nous allâmes vers le logis d’Agathon, en nous entretenant de la sorte. Mais au milieu du chemin Socrate devint tout pensif, et demeura en arrière. Je m’arrêtai pour l’attendre, mais il me dit d’aller toujours devant. Arrivé à la maison [174e] d’Agathon, je trouvai la porte ouverte, et il m’arriva même une assez plaisante aventure. Un esclave d’Agathon me mena sur-le-champ dans la salle où était la compagnie, qui était déjà à table, et qui attendait que l’on servît. Agathon aussitôt qu’il me vit :
— Ô Aristodème, s’écria-t-il, sois le bienvenu si tu viens pour souper ! si c’est pour autre chose, je te prie, remettons-le à un autre jour. Je te cherchai hier pour te prier d’être des nôtres sans pouvoir te trouver. Mais comment ne nous amènes-tu pas Socrate?
Là-dessus je me retourne, et je ne vois pas de Socrate.
— Je suis venu avec lui, leur dis-je, c’est lui-même qui m’a invité.
— Tu as bien fait, reprit Agathon ; mais lui, où est-il ? [175a]
— Il marchait sur mes pas, et j’admire ce qu’il peut être devenu.
— Enfant, dit Agathon, n’iras-tu pas voir où est Socrate, et ne l’amèneras-tu pas ? Et toi, Aristodème, mets-toi à côté d’Éryximaque.Qu’on lui lave les pieds pour qu’il prenne place.
Cependant un autre esclave vint annoncer qu’il avait trouvé Socrate sur la porte de la maison voisine, mais qu’il n’avait point voulu venir, quelque chose qu’on lui eût pu dire.
— Voilà une chose étrange ! dit Agathon. Retourne, et ne le quitte point qu’il ne soit entré [175b].
— Non, non, dis-je alors, laissez-le ; il lui arrive assez souvent de s’arrêter ainsi, en quelque endroit qu’il se trouve. Vous le verrez bientôt, si je ne me trompe : ne le troublez pas, et ne vous occupez pas de lui.
— Si c’est là ton avis, dit Agathon, je m’y rends. Et vous, enfants, servez-nous ; apportez-nous ce que vous voudrez, comme si personne ici ne vous donnait des ordres ; c’est un soin que je n’ai jamais pris : regardez-moi ainsi que mes amis comme des hôtes que vous auriez vous-mêmes invités. [175c] Enfin faites tout de votre mieux, et tirez-vous-en à votre honneur.
Nous commençâmes donc à souper, et Socrate ne venait point. Agathon perdait patience, et voulait à tout moment qu’on l’appelât ; mais j’empêchais toujours qu’on ne le fît. Enfin Socrate entra, après nous avoir fait attendre quelque temps, selon sa coutume, et comme on avait à moitié soupé. Agathon, qui était seul sur un lit au bout de la table, le pria de se mettre auprès de lui.
— Viens, dit-il, Socrate, que je m’approche de toi le plus que je pourrai, pour tâcher d’avoir ma part [175d] des sages pensées que tu viens de trouver ici près ; car je m’assure que tu as trouvé ce que tu cherchais, autrement tu y serais encore. Quand Socrate eut pris place :
— Plût à Dieu, dit-il, que la sagesse, Agathon, fût quelque chose qui pût passer d’un esprit dans un autre, quand on s’approche, comme l’eau qui coule à travers un morceau de laine d’une coupe pleine dans une coupe vide ! S’il en était ainsi, [175e] ce serait à moi de m’estimer heureux d’être auprès de toi, dans l’espérance de me remplir de l’excellente sagesse que tu possèdes ; car pour la mienne, c’est quelque chose de bien médiocre et de fort équivoque : ce n’est qu’un songe ; la tienne, au contraire, est une sagesse magnifique, et qui donne les plus belles espérances, ayant déjà jeté à ton âge le plus vif éclat, témoin avant-hier les applaudissements de plus de trente mille Grecs.
— Tu te moques, Socrate, reprit Agathon ; mais nous examinerons tantôt quelle est la meilleure de ta sagesse ou de la mienne ; et Bacchus sera notre juge : présentement ne songe qu’à souper.
Socrate s’assit, et quand lui et les autres convives eurent achevé de souper, on fit les libations, on chanta un hymne en l’honneur du dieu ; et, après toutes les cérémonies ordinaires, on parla de boire. Pausanias prit alors la parole :
— Eh bien, voyons, dit-il, comment boire sans nous incommoder. Pour moi je déclare que je suis encore fatigué de la débauche d’hier, et j’ai besoin de respirer un peu, ainsi que la plupart de vous, ce me semble ; car hier vous étiez des nôtres. [176b] Avisons donc à boire sans inconvénient.
— Tu me fais grand plaisir, dit Aristophane, de vouloir qu’on se ménage ; car je suis un de ceux qui se sont le moins épargnés la nuit passée.
— Que je vous aime de cette humeur, dit Éryximaque, fils d’Acumènos. Il ne reste plus qu’à savoir où en est Agathon.
— Où vous en êtes, dit-il, pas très-fort. [176c]
— Tant mieux pour moi, reprit Éryximaque, si vous autres braves vous êtes rendus ; tant mieux pour Aristodème, pour Phèdre et pour les autres, qui sommes de petits buveurs. Je ne parle pas de Socrate, il boit comme il veut ; il lui sera donc indifférent quel parti on prendra. Ainsi, puisque vous êtes d’avis de nous ménager, j’en serai moins importun, si je vous remontre le danger qu’il y a de s’enivrer. [176d] Mon expérience de médecin m’a parfaitement prouvé que rien n’est plus pernicieux à l’homme que l’excès du vin : je l’éviterai toujours tant que je pourrai, et jamais je ne le conseillerai aux autres, surtout quand ils se sentiront encore la tête pesante de la veille.
— Tu sais, lui dit Phèdre de Myrrhinos en l’interrompant, que je suis volontiers de ton avis, surtout quand tu parles médecine ; mais tu vois que tout le monde est raisonnable aujourd’hui.
[176e] Il n’y eut personne qui ne fût de ce sentiment. On résolut de ne point faire de débauche, et de ne boire que pour son plaisir.— Puisque, ainsi est, dit Éryximaque, qu’on ne forcera personne, et que nous boirons comme il plaira à chacun, je suis d’avis, premièrement, que l’on renvoie cette joueuse de flûte qui vient d’entrer ; qu’elle aille jouer pour elle, ou, si elle l’aime mieux, pour les femmes dans l’intérieur. Quant à nous, si vous m’en croyez, nous lierons ensemble quelque conversation. Je vous en proposerai même la matière, si vous le voulez. [177a]
Tout le monde ayant témoigné qu’il ferait plaisir à la compagnie, Éryximaque reprit ainsi :
— Je commencerai par ce vers de la Mélanippe d’Euripide : Ce discours n’est pas de moi, mais de Phèdre. Car Phèdre me dit chaque jour avec une espèce d’indignation : Ô Éryximaque, n’est-ce pas une chose étrange que de tant de poètes qui ont fait des hymnes et des cantiques en l’honneur de la plupart des dieux, aucun n’ait fait l’éloge de l’Amour, [177b] qui est pourtant un si grand dieu ? Regardez un peu les sophistes habiles ; ils composent tous les jours de grands discours en prose à la louange d’Hercule et des autres demi-dieux, témoin le fameux Prodicus. Passe pour cela. J’ai même vu un livre qui portait pour titre : L’Éloge du sel, où le savant auteur développait les merveilleuses qualités du sel, [177c] et les grands services qu’il rend à l’homme. En un mot, tu verras qu’il n’y a presque rien au monde qui n’ait eu son panégyrique. Comment se peut-il donc faire que, parmi cette profusion d’éloges, on ait oublié l’Amour, et que personne n’ait entrepris de louer un dieu qui mérite tant d’être loué ? Pour moi, continua Éryximaque, j’approuve l’indignation de Phèdre. Je veux donc lui payer mon tribut, et lui faire ma cour ; et en même temps il me semble qu’il siérait très bien à une compagnie telle que la nôtre d’honorer l’Amour. [177d] Si cela vous plaît, il ne faut point chercher d’autre sujet de conversation. Chacun prononcera de son mieux un discours à la louange de l’Amour. On fera le tour, à commencer par la droite. Ainsi Phèdre parlera le premier, puisque c’est son rang, et puisque aussi bien il est le père de l’idée que je vous propose.
— Je ne doute pas, Éryximaque, dit alors Socrate, que ton avis ne passe ici tout d’une voix. Je sais bien au moins que je ne m’y opposerai pas, moi qui fais profession de ne savoir que l’amour. Je m’assure qu’Agathon ne s’y opposera pas non plus, [177e] ni Pausanias, ni encore moins Aristophane, lui qui est tout dévoué à Bacchus et à Vénus. Je puis également répondre du reste de la compagnie, quoique, à dire vrai, la partie ne soit pas égale pour nous autres, qui sommes assis les derniers. En tout cas, si ceux qui nous précèdent font bien leur devoir et épuisent la matière, nous en serons quittes pour leur donner notre approbation. Que Phèdre commence donc, à la bonne heure, et qu’il loue l’Amour.
Le sentiment de Socrate fut [178a] unanimement adopté. De rendre ici mot pour mot tous les discours que l’on prononça, c’est ce qu’on ne doit pas attendre de moi, Aristodème, de qui je les tiens, n’ayant pu me les rapporter si parfaitement, et moi-même ayant laissé échapper quelque chose du récit qu’il m’en a fait ; mais je vous redirai l’essentiel.
domínio público
APOLODORO
— Creio que a respeito do que quereis saber não estou sem preparo. Com efeito, subia eu há pouco à cidade, vindo de minha casa em Falero, quando um conhecido atrás de mim avistou-me e de longe me chamou, exclamando em tom de brincadeira: “Falerino! Eh, tu, Apolodoro! Não me esperas?” Parei e esperei. E ele disse-me: “Apolodoro, há pouco mesmo eu te procurava, desejando informarme do encontro de Agatão, Sócrates, Alcibíades, e dos demais que então assistiram ao banquete, e saber dos seus discursos sobre o amor, como foram eles. Contou-mos uma outra pessoa que os tinha ouvido de Fênix, o filho de Filipe, e que disse que também tu sabias. Ele porém nada tinha de claro a dizer. Conta-me então, pois és o mais apontado a relatar as palavras do teu companheiro. E antes de tudo, continuou, dize-me se tu mesmo estiveste presente àquele encontro ou não.” E eu respondi-lhe: “É muitíssimo prováve1 que nada de claro te contou o teu narrador, se presumes que foi há pouco que se realizou esse encontro de que me falas, de modo a também eu estar presente. Presumo, sim, disse ele. De onde, ó Glauco?, tornei-lhe. Não sabes que há muitos anos Agatão não está na terra, e desde que eu frequento Sócrates e tenho o cuidado de cada dia saber o que ele diz ou faz, ainda não se passaram três anos? Anteriormente, rodando ao acaso e pensando que fazia alguma coisa, eu era mais miseráve1 que qualquer outro, e não menos que tu agora, se crês que tudo se deve fazer de preferência à filosofia”. “Não fiques zombando, tornou ele, mas antes dize-me quando se deu esse encontro”. “Quando éramos crianças ainda, respondi-lhe, e com sua primeira tragédia Agatão vencera o concurso, um dia depois de ter sacrificado pela vitória, ele e os coristas. Faz muito tempo então, ao que parece, disse ele. Mas quem te contou? O próprio Sócrates? Não, por Zeus, respondi-lhe, mas o que justamente contou a Fênix. Foi um certo Aristodemo, de Cidateneão, pequeno, sempre descalço; ele assistira à reunião, amante de Sócrates que era, dos mais fervorosos a meu ver. Não deixei todavia de interrogar o próprio Sócrates sobre a narração que lhe ouvi, e este me confirmou o que o outro me contara. Por que então não me contaste? tornou-me ele; perfeitamente apropriado é o caminho da cidade a que falem e ouçam os que nele transitam.”
E assim é que, enquanto caminhávamos, fazíamos nossa conversa girar sobre isso, de modo que, como disse ao início, não me encontro sem preparo. Se portanto é preciso que também a vós vos conte, devo fazê-1o. Eu, aliás, quando sobre filosofia digo eu mesmo algumas palavras ou as ouço de outro, afora o proveito que creio tirar, alegro-me ao extremo; quando, porém, se trata de outros assuntos, sobretudo dos vossos, de homens ricos e negociantes, a mim mesmo me irrito e de vós me apiedo, os meus companheiros, que pensais fazer algo quando nada fazeis. Talvez também vós me considereis infeliz, e creio que é verdade o que presumis; eu, todavia, quanto a vós, não presumo, mas bem sei.
COMPANHEIRO
— És sempre o mesmo, Apolodoro! Sempre te estás maldizendo, assim como aos outros; e me pareces que assim sem mais consideras a todos os outros infelizes, salvo Sócrates, e a começar por ti mesmo. Donde é que pegaste este apelido de mole, não sei eu; pois em tuas conversas és sempre assim, contigo e com os outros esbravejas, exceto com Sócrates.
APOLODORO
— Caríssimo, e é assim tão evidente que, pensando desse modo tanto de mim como de ti, estou eu delirando e desatinando?
COMPANHEIRO
— Não vale a pena, Apolodoro, brigar por isso agora; ao contrário, o que eu te pedia, não deixes de fazê-lo; conta quais foram os discursos.
APOLODORO
— Foram eles em verdade mais ou menos assim… Mas antes é do começo, conforme me ia contando Aristodemo, que também eu tentarei contar-vos.
Disse ele que o encontrara Sócrates, banhado e calçado com as sandálias, o que poucas vezes fazia; perguntou-lhe então onde ia assim tão bonito.
Respondeu-lhe Sócrates: — Ao jantar em casa de Agatão. Ontem eu o evitei, nas cerimônias da vitória, por medo da multidão; mas concordei em comparecer hoje. E eis por que me embelezei assim, a fim de ir belo à casa de um belo. E tu — disse ele — que tal te dispores a ir sem convite ao jantar?
— Como quiseres — tomou-lhe o outro.
— Segue-me, então — continuou Sócrates — e estraguemos o provérbio, alterando-o assim: “A festins de bravos, bravos vão livremente.” Ora, Homero parece não só estragar mas até desrespeitar este provérbio; pois tendo feito de Agamenão um homem excepcionalmente bravo na guerra, e de Menelau um “mole lanceiro”, no momento em que Agamenão fazia um sacrifício e se banqueteava, ele imaginou Menelau chegado sem convite, um mais fraco ao festim de um mais bravo.
Ao ouvir isso o outro disse: — É provável, todavia, ó Sócrates, que não como tu dizes, mas como Homero, eu esteja para ir como um vulgar ao festim de um sábio, sem convite. Vê então, se me levas, o que deves dizer por mim, pois não concordarei em chegar sem convite, mas sim convidado por ti.
— Pondo-nos os dois a caminho — disse Sócrates — decidiremos o que dizer. Avante!
Após se entreterem em tais conversas, dizia Aristodemo, eles partem. Sócrates então, como que ocupando o seu espírito consigo mesmo, caminhava atrasado, e como o outro se detivesse para aguardá-lo, ele lhe pede que avance. Chegado à casa de Agatão, encontra a porta aberta e aí lhe ocorre, dizia ele, um incidente cômico. Pois logo vem-lhe ao encontro, lá de dentro, um dos servos, que o leva onde se reclinavam os outros, e assim ele os encontra no momento de se servirem; logo que o viu, Agatão exclamou: — Aristodemo! Em boa hora chegas para jantares conosco! Se vieste por algum outro motivo, deixa-o para depois, pois ontem eu te procurava para te convidar e não fui capaz de te ver. Mas… e Sócrates, como é que não no-lo trazes?
— Voltando-me então — prosseguiu ele — em parte alguma vejo Sócrates a me seguir; disse-lhe eu então que vinha com Sócrates, por ele convidado ao jantar.
— Muito bem fizeste — disse Agatão; — mas onde está esse homem?
— Há pouco ele vinha atrás de mim; eu próprio pergunto espantado onde estaria ele.
— Não vais procurar Sócrates e trazê-lo aqui, menino? — exclamou Agatão. — E tu, Aristodemo, reclina-te ao lado de Erixímaco.
Enquanto o servo lhe faz ablução para que se ponha à mesa, vem um outro anunciar: — Esse Sócrates retirou-se em frente dos vizinhos e parou; por mais que eu o chame não quer entrar.
— É estranho o que dizes — exclamou Agatão; — vai chamá-lo! E não mo largues!
Disse então Aristodemo: Mas não! Deixai-o! É um hábito seu esse: às vezes retira-se onde quer que se encontre, e fica parado. Virá logo porém, segundo creio. Não o incomodeis portanto, mas deixai-o.
— Pois bem, que assim se faça, se é teu parecer — tornou Agatão. — E vocês, meninos, atendam aos convivas. Vocês bem servem o que lhes apraz, quando ninguém os vigia, o que jamais fiz; agora portanto, como se também eu fosse por vocês convidado ao jantar, como estes outros, sirvam-nos a fim de que os louvemos.