Banquete 180c-185e: Discurso de Pausanias

»Tal fue, aproximadamente, el discurso que pronunció Fedro, según me dijo Aristodemo. Y después de Fedro hubo algunos otros de los que Aristodemo no se acordaba muy bien, por lo que, pasándolos por alto, me contó el discurso de Pausanias, quien dijo lo siguiente:

—No me parece, Fedro, que se nos haya planteado bien la cuestión, a saber, que se haya hecho de forma tan simple la invitación a encomiar a Eros. Porque, efectivamente, si Eros fuera uno, estaría bien; pero, en realidad, no está bien, pues no es uno. Y al no ser uno es más correcto declarar de antemano a cuál se debe elogiar. Así, pues, intentaré drectificar esto, señalando, en primer lugar, qué Eros hay que elogiar, para luego elogiarlo de una forma digna del dios. Todos sabemos, en efecto, que no hay Afrodita sin Eros. Por consiguiente, si Afrodita fuera una, uno sería también Eros. Mas como existen dos, existen también necesariamente dos Eros. ¿Y cómo negar que son dos las diosas? Una, sin duda más antigua y sin madre, es hija de Urano, a la que por esto llamamos también Urania; la otra, más joven, es hija de Zeus y Dione y la llamamos Pandemo. En consecuencia, es necesario también que el Eros que colabora con la segunda se llame, con razón, Pandemo y el otro Uranio. Bien es cierto que se debe elogiar a todos los edioses, pero hay que intentar decir, naturalmente, lo que a cada uno le ha correspondido en suerte. Toda acción se comporta así: realizada por sí misma no es de suyo ni hermosa ni fea, como, por ejemplo, lo que hacemos nosotros ahora, beber, cantar, dialogar. Ninguna de estas cosas 181aen sí misma es hermosa, sino que únicamente en la acción, según como se haga, resulta una cosa u otra: si se hace bien y rectamente resulta hermosa, pero si no se hace rectamente, fea. Del mismo modo, pues, no todo amor ni todo Eros es hermoso ni digno de ser alabado, sino el que nos induce a amar bellamente.

»Por tanto, el Eros de Afrodita Pandemo es, en verdad, vulgar y lleva a cabo lo que se presente. Éste es el amor con el que aman los hombres bordinarios. Tales personas aman, en primer lugar, no menos a las mujeres que a los mancebos; en segundo lugar, aman en ellos más sus cuerpos que sus almas y, finalmente, aman a los menos inteligentes posible, con vistas sólo a conseguir su propósito, despreocupándose de si la manera de hacerlo es bella o no. De donde les acontece que realizan lo que se les presente al azar, tanto si es bueno como si es lo contrario. Pues tal amor proviene de la diosa que es mucho más joven que la otra y que participa en su nacimiento de hembra y varón. El otro, en cambio, procede de cUrania, que, en primer lugar, no participa de hembra, sino únicamente de varón —y es éste el amor de los mancebos—, y, en segundo lugar, es más vieja y está libre de violencia. De aquí que los inspirados por este amor se dirijan precisamente a lo masculino, al amar lo que es más fuerte por naturaleza y posee más inteligencia. Incluso en la pederastia misma podría uno reconocer también a los auténticamente impulsados dpor este amor, ya que no aman a los muchachos, sino cuando empiezan ya a tener alguna inteligencia, y este hecho se produce aproximadamente cuando empieza a crecer la barba. Los que empiezan a amar desde entonces están preparados, creo yo, para estar con el amado toda la vida y convivir juntos, pero sin engañarle, después de haberlo elegido cuando no tenía entendimiento por ser joven, y abandonarle desdeñosamente corriendo detrás de otro. Sería preciso, incluso, que hubiera una ley que prohibiera enamorarse de los mancebos, para que no se gaste mucha eenergía en algo incierto, ya que el fin de éstos no se sabe cuál será, tanto en lo que se refiere a maldad como a virtud, ya sea del alma o del cuerpo. Los hombres buenos, en verdad, se imponen a sí mismos esta ley voluntariamente, pero sería necesario también obligar a algo semejante a esos amantes vulgares, de la misma manera que les obligamos, en la medida de nuestras posibilidades, a no enamorarse de las mujeres 182alibres. Éstos son, en efecto, los que han provocado el escándalo, hasta el punto de que algunos se atreven a decir que es vergonzoso conceder favores a los amantes. Y lo dicen apuntando a éstos, viendo su falta de tacto y de justicia, ya que, por supuesto, cualquier acción hecha con orden y según la ley no puede en justicia provocar reproche.

»Por lo demás, ciertamente, la legislación sobre el amor en las otras ciudades es fácil de entender, pues está definida de forma simple, bmientras que la de aquí y la de Lacedemonia es complicada. En efecto, en Élide y entre los beocios, y donde no son expertos en hablar, está establecido, simplemente, que es bello conceder favores a los amantes y nadie, ni joven ni viejo, podrá decir que ello es vergonzoso, para no tener dificultades, supongo, al intentar persuadir con la palabra a los jóvenes, pues son ineptos para hablar. Por el contrario, en muchas partes de Jonia y en otros muchos lugares, que viven sometidos al dominio de los bárbaros, se considera esto vergonzoso. Entre los bárbaros, en efecto, debido a las tiranías, no sólo es vergonzoso esto, sino también la filosofía y la afición a la gimnasia, ya que no le conviene, me supongo, a los cgobernantes que se engendren en los gobernados grandes sentimientos ni amistades y sociedades sólidas, lo que, particularmente, sobre todas las demás cosas, suele inspirar precisamente el amor. Y esto lo aprendieron por experiencia propia también los tiranos de aquí, pues el amor de Aristogitón y el afecto de Harmodio, que llegó a ser inquebrantable, destruyeron su poder. De este modo, donde se ha establecido que es vergonzoso conceder favores a los amantes, ello se debe a la maldad de quienes lo han establecido, a la ambición de los gobernantes y a la dcobardía de los gobernados; en cambio, donde se ha considerado, simplemente, que es hermoso, se debe a la pereza mental de los legisladores. Pero aquí está legislado algo mucho más hermoso que todo esto y, como dije, no fácil de entender. Piénsese, en efecto, que se dice que es más hermoso amar a la vista que en secreto, y especialmente a los más nobles y mejores, aunque sean más feos que otros, y que, por otro lado, el estímulo al amante por parte de todos es extraordinario y no como si hiciera algo vergonzoso, al tiempo que considera hermoso si consigue su propósito y vergonzoso si no lo consigue. Y respecto al intentar hacer euna conquista, nuestra costumbre ha concedido al amante la oportunidad de ser elogiado por hacer actos extraños, que si alguien se atreviera a realizar con la intención y el deseo de llevar a cabo cualquier otra cosa que no sea ésta, cosecharía los más grandes reproches. Pues si uno por querer recibir dinero de alguien, desempeñar un cargo público 183au obtener alguna otra influencia, tuviera la intención de hacer las mismas cosas que hacen los amantes con sus amados cuando emplean súplicas y ruegos en sus peticiones, pronuncian juramentos, duermen en su puerta y están dispuestos a soportar una esclavitud como ni siquiera soportaría ningún esclavo, sería obstaculizado para hacer semejante acción tanto por sus amigos como por sus enemigos, ya que los unos le echarían en cara las adulaciones y comportamientos impropios bde un hombre libre y los otros le amonestarían y se avergonzarían de sus actos. En cambio, en el enamorado que hace todo esto hay cierto encanto y le está permitido por la costumbre obrar sin reproche, en la idea de que lleva a término una acción muy hermosa. Y lo que es más extraordinario, según dice la mayoría, es que, incluso cuando jura, es el único que obtiene perdón de los dioses si infringe los juramentos, pues afirman que el juramento de amor no es válido. De esta manera, los dioses y los hombres han concedido toda libertad al amante, como dice cla costumbre de aquí. En este sentido, pues, pudiera uno creer que se considera cosa muy hermosa en esta ciudad amar y hacerse amigo de los amantes. Pero, dado que los padres han puesto pedagogos al cuidado de los amados y no les permiten conversar con los amantes, cosa que se ha impuesto como un deber al pedagogo, y puesto que los jóvenes de su edad y sus compañeros les critican si ven que sucede algo semejante, mientras que a los que critican, a su vez, no se lo impiden las personas dde mayor edad ni les reprenden por no hablar con corrección, podría uno pensar, por el contrario, atendiendo a esto, que aquí se considera tal comportamiento sumamente escandaloso. Mas la situación es, creo yo, la siguiente: no es cosa simple, como se dijo al principio, y de por sí no es ni hermosa ni fea, sino hermosa si se hace con belleza y fea si se hace feamente. Por consiguiente, es obrar feamente el conceder favores a un hombre pérfido pérfidamente, mientras que es obrar bellamente el concederlos a un hombre bueno y de buena manera. Y es pérfido eaquel amante vulgar que se enamora más del cuerpo que del alma, pues ni siquiera es estable, al no estar enamorado tampoco de una cosa estable, ya que tan pronto como se marchita la flor del cuerpo del que estaba enamorado, “desaparece volando”, tras violar muchas palabras y promesas. En cambio, el que está enamorado de un carácter que es bueno permanece firme a lo largo de toda su vida, al estar íntimamente unido a algo estable. Precisamente a éstos quiere nuestra costumbre someter a prueba bien y convenientemente, para así complacer a los unos y evitar a los otros. Ésta es, pues, la razón por la que ordena a 184alos amantes perseguir y a los amados huir, organizando una competición y poniéndolos a prueba para determinar de cuál de los dos es el amante y de cuál el amado. Así, justo por esta causa se considera vergonzoso, en primer lugar, dejarse conquistar rápidamente, con el fin de que transcurra el tiempo, que parece poner a prueba perfectamente a la mayoría de las cosas; en segundo lugar, el ser conquistado por dinero y por poderes políticos, bien porque se asuste uno por malos tratos y no pueda resistir, bien porque se le ofrezcan favores en dinero o acciones políticas y no los desprecie. Pues nada de esto parece firme ni bestable, aparte de que tampoco nace de ello una noble amistad. Queda, pues, una sola vía, según nuestra costumbre, si el amado tiene la intención de complacer bellamente al amante. Nuestra norma es, efectivamente, que de la misma manera que, en el caso de los amantes, era posible ser esclavo del amado voluntariamente en cualquier clase de esclavitud, sin que constituyera adulación ni cosa criticable, así también queda otra única esclavitud voluntaria, no vituperable: la que se crefiere a la virtud. Pues está establecido, ciertamente, entre nosotros que si alguno quiere servir a alguien, pensando que por medio de él va a ser mejor en algún saber o en cualquier otro aspecto de la virtud, ésta su voluntaria esclavitud no se considere, a su vez, vergonzosa ni adulación. Es preciso, por tanto, que estos dos principios, el relativo a la pederastia y el relativo al amor a la sabiduría y a cualquier otra forma de virtud, coincidan en uno solo, si se pretende que resulte hermoso el dque el amado conceda sus favores al amante. Pues cuando se juntan amante y amado, cada uno con su principio, el uno sirviendo en cualquier servicio que sea justo hacer al amado que le ha complacido, el otro colaborando, igualmente, en todo lo que sea justo colaborar con quien le hace sabio y bueno, puesto que el uno puede contribuir en cuanto a inteligencia y virtud en general y el otro necesita hacer adquisiciones en cuanto a educación y saber en general, al coincidir justamente eentonces estos dos principios en lo mismo, sólo en éste caso, y en ningún otro, acontece que es hermoso que el amado conceda sus favores al amante. En estas condiciones, incluso el ser engañado no es nada vergonzoso, pero en todas las demás produce vergüenza, tanto para el que es engañado como para el que no lo es. Pues si uno, tras haber complacido a un amante por dinero en la idea de que era rico, fuera engañado y no lo recibiera, al descubrirse que el amante era pobre, la 185aacción no sería menos vergonzosa, puesto que el que se comporta así parece poner de manifiesto su propia naturaleza, o sea, que por dinero haría cualquier servicio a cualquiera, y esto no es hermoso. Y por la misma razón, si alguien, pensando que ha hecho un favor a un hombre bueno y que él mismo iba a ser mejor por la amistad de su amante, fuera engañado, al ponerse de manifiesto que aquél era malo y no tenía bvirtud, tal engaño, sin embargo, es hermoso, pues también éste parece haber mostrado por su parte que estaría dispuesto a todo con cualquiera por la virtud y por llegar a ser mejor, y esto, a su vez, es lo más hermoso de todo. Así, complacer en todo por obtener la virtud es, en efecto, absolutamente hermoso. Éste es el amor de la diosa celeste, celeste también él y de mucho valor para la ciudad y para los individuos, porque obliga al amante y al amado, igualmente, a dedicar mucha atención a sí mismo con respecto a la virtud. Todos los demás amores son cde la otra diosa, de la vulgar. Ésta es, Fedro —dijo— la mejor contribución que improvisadamente te ofrezco sobre Eros.

»Y habiendo hecho una pausa Pausanias —pues así me enseñan los sabios a hablar con términos isofónicos—, me dijo Aristodemo que debía hablar Aristófanes, pero que al sobrevenirle casualmente un hipo, bien por exceso de comida o por alguna otra causa, y no poder dhablar, le dijo al médico Erixímaco, que estaba reclinado en el asiento de al lado:

—Erixímaco, justo es que me quites el hipo o hables por mí hasta que se me pase.

»Y Erixímaco le respondió:

—Pues haré las dos cosas. Hablaré, en efecto, en tu lugar y tú, cuando se te haya pasado, en el mío. Pero mientras hablo, posiblemente reteniendo la respiración mucho tiempo se te quiera pasar el hipo; en caso contrario, haz gárgaras con agua. Pero si es realmente emuy fuerte, toma algo con lo que puedas irritar la nariz y estornuda. Si haces esto una o dos veces, por muy fuerte que sea, se te pasará.

—No tardes, pues, en hablar, dijo Aristófanes. Yo voy a hacer lo que has dicho.

Jowett

This, or something like this, was the speech of Phaedrus; and some other speeches followed which Aristodemus did not remember; the next which he repeated was that of Pausanias. Phaedrus, he said, the argument has not been set before us, I think, quite in the right form;—we should not be called upon to praise Love in such an indiscriminate manner. If there were only one Love, then what you said would be well enough; but since there are more Loves than one, you should have begun by determining which of them was to be the theme of our praises. I will amend this defect; and first of all I will tell you which Love is deserving of praise, and then try to hymn the praiseworthy one in a manner worthy of him. For we all know that Love is inseparable from Aphrodite, and if there were only one Aphrodite there would be only one Love; but as there are two goddesses there must be two Loves. And am I not right in asserting that there are two goddesses? The elder one, having no mother, who is called the heavenly Aphrodite—she is the daughter of Uranus; the younger, who is the daughter of Zeus and Dione—her we call common; and the Love who is her fellow–worker is rightly named common, as the other love is called heavenly. All the gods ought to have praise given to them, but not without distinction of their natures; and therefore I must try to distinguish the characters of the two Jowett1892: 181Loves. Now actions vary according to the manner of their performance. Take, for example, that which we are now doing, drinking, singing and talking—these actions are not in themselves either good or evil, but they turn out in this or that way according to the mode of performing them; and when well done they are good, and when wrongly done they are evil; and in like manner not every love, but only that which has a noble purpose, is noble and worthy of praise. The Love who is the offspring of the common Aphrodite is essentially common, and has no discrimination, being such as the meaner sort of men feel, and is apt to be of women as well as of youths, and is of the body rather than of the soul—the most foolish beings are the objects of this love which desires only to gain an end, but never thinks of accomplishing the end nobly, and therefore does good and evil quite indiscriminately. The goddess who is his mother is far younger than the other, and she was born of the union of the male and female, and partakes of both. But the offspring of the heavenly Aphrodite is derived from a mother in whose birth the female has no part,—she is from the male only; this is that love which is of youths, and the goddess being older, there is nothing of wantonness in her. Those who are inspired by this love turn to the male, and delight in him who is the more valiant and intelligent nature; any one may recognise the pure enthusiasts in the very character of their attachments. For they love not boys, but intelligent beings whose reason is beginning to be developed, much about the time at which their beards begin to grow. And in choosing young men to be their companions, they mean to be faithful to them, and pass their whole life in company with them, not to take them in their inexperience, and deceive them, and play the fool with them, or run away from one to another of them. But the love of young boys should be forbidden by law, because their future is uncertain; they may turn out good or bad, either in body or soul, and much noble enthusiasm may be thrown away upon them; in this matter the good are a law to themselves, and the coarser sort of lovers ought to be restrained by force, as we restrain or Jowett1892: 182attempt to restrain them from fixing their affections on women of free birth. These are the persons who bring a reproach on love; and some have been led to deny the lawfulness of such attachments because they see the impropriety and evil of them; for surely nothing that is decorously and lawfully done can justly be censured. Now here and in Lacedaemon the rules about love are perplexing, but in most cities they are simple and easily intelligible; in Elis and Boeotia, and in countries having no gifts of eloquence, they are very straightforward; the law is simply in favour of these connexions, and no one, whether young or old, has anything to say to their discredit; the reason being, as I suppose, that they are men of few words in those parts, and therefore the lovers do not like the trouble of pleading their suit. In Ionia and other places, and generally in countries which are subject to the barbarians, the custom is held to be dishonourable; loves of youths share the evil repute in which philosophy and gymnastics are held, because they are inimical to tyranny; for the interests of rulers require that their subjects should be poor in spirit 1 , and that there should be no strong bond of friendship or society among them, which love, above all other motives, is likely to inspire, as our Athenian tyrants learned by experience; for the love of Aristogeiton and the constancy of Harmodius had a strength which undid their power. And, therefore, the ill–repute into which these attachments have fallen is to be ascribed to the evil condition of those who make them to be ill–reputed; that is to say, to the self–seeking of the governors and the cowardice of the governed; on the other hand, the indiscriminate honour which is given to them in some countries is attributable to the laziness of those who hold this opinion of them. In our own country a far better principle prevails, but, as I was saying, the explanation of it is rather perplexing. For, observe that open loves are held to be more honourable than secret ones, and that the love of the noblest and highest, even if their persons are less beautiful than others, is especially honourable. Consider, too, how great is the encouragement which all the world gives to the lover; neither is he supposed to be doing anything dishonourable; but if he succeeds he is praised, and if he fail he is blamed. And in the pursuit of his love the custom of mankind allows him to do many strange things, which philosophy would Jowett1892: 183bitterly censure if they were done from any motive of interest, or wish for office or power. He may pray, and entreat, and supplicate, and swear, and lie on a mat at the door, and endure a slavery worse than that of any slave—in any other case friends and enemies would be equally ready to prevent him, but now there is no friend who will be ashamed of him and admonish him, and no enemy will charge him with meanness or flattery; the actions of a lover have a grace which ennobles them; and custom has decided that they are highly commendable and that there is no loss of character in them; and, what is strangest of all, he only may swear and forswear himself (so men say), and the gods will forgive his transgression, for there is no such thing as a lover’s oath. Such is the entire liberty which gods and men have allowed the lover, according to the custom which prevails in our part of the world. From this point of view a man fairly argues that in Athens to love and to be loved is held to be a very honourable thing. But when parents forbid their sons to talk with their lovers, and place them under a tutor’s care, who is appointed to see to these things, and their companions and equals cast in their teeth anything of the sort which they may observe, and their elders refuse to silence the reprovers and do not rebuke them—any one who reflects on all this will, on the contrary, think that we hold these practices to be most disgraceful. But, as I was saying at first, the truth as I imagine is, that whether such practices are honourable or whether they are dishonourable is not a simple question; they are honourable to him who follows them honourably, dishonourable to him who follows them dishonourably. There is dishonour in yielding to the evil, or in an evil manner; but there is honour in yielding to the good, or in an honourable manner. Evil is the vulgar lover who loves the body rather than the soul, inasmuch as he is not even stable, because he loves a thing which is in itself unstable, and therefore when the bloom of youth which he was desiring is over, he takes wing and flies away, in spite of all his words and promises; whereas the love of the noble disposition is life–long, for it becomes one with the everlasting. The custom of our country would have both of Jowett1892: 184them proven well and truly, and would have us yield to the one sort of lover and avoid the other, and therefore encourages some to pursue, and others to fly; testing both the lover and beloved in contests and trials, until they show to which of the two classes they respectively belong. And this is the reason why, in the first place, a hasty attachment is held to be dishonourable, because time is the true test of this as of most other things; and secondly there is a dishonour in being overcome by the love of money, or of wealth, or of political power, whether a man is frightened into surrender by the loss of them, or, having experienced the benefits of money and political corruption, is unable to rise above the seductions of them. For none of these things are of a permanent or lasting nature; not to mention that no generous friendship ever sprang from them. There remains, then, only one way of honourable attachment which custom allows in the beloved, and this is the way of virtue; for as we admitted that any service which the lover does to him is not to be accounted flattery or a dishonour to himself, so the beloved has one way only of voluntary service which is not dishonourable, and this is virtuous service.

Love is fellow–service; and the love of youth and the practice of philosophy should meet in one.

For we have a custom, and according to our custom any one who does service to another under the idea that he will be improved by him either in wisdom, or in some other particular of virtue—such a voluntary service, I say, is not to be regarded as a dishonour, and is not open to the charge of flattery. And these two customs, one the love of youth, and the other the practice of philosophy and virtue in general, ought to meet in one, and then the beloved may honourably indulge the lover. For when the lover and beloved come together, having each of them a law, and the lover thinks that he is right in doing any service which he can to his gracious loving one; and the other that he is right in showing any kindness which he can to him who is making him wise and good; the one capable of communicating wisdom and virtue, the other seeking to acquire them with a view to education and wisdom; when the two laws of love are fulfilled and meet in one—then, and then only, may the beloved yield with honour to the lover. Nor when love is of this disinterested sort is there any disgrace in being deceived, but in every other case there is equal disgrace in being or Jowett1892: 185not being deceived. For he who is gracious to his lover under the impression that he is rich, and is disappointed of his gains because he turns out to be poor, is disgraced all the same: for he has done his best to show that he would give himself up to any one’s ‘uses base’ for the sake of money; but this is not honourable. And on the same principle he who gives himself to a lover because he is a good man, and in the hope that he will be improved by his company, shows himself to be virtuous, even though the object of his affection turn out to be a villain, and to have no virtue; and if he is deceived he has committed a noble error. For he has proved that for his part he will do anything for anybody with a view to virtue and improvement, than which there can be nothing nobler. Thus noble in every case is the acceptance of another for the sake of virtue. This is that love which is the love of the heavenly goddess, and is heavenly, and of great price to individuals and cities, making the lover and the beloved alike eager in the work of their own improvement. But all other loves are the offspring of the other, who is the common goddess. To you, Phaedrus, I offer this my contribution in praise of love, which is as good as I could make extempore.

Aristophanes has the hiccough, and Eryximachus speaks in his turn.

Pāusănĭās cāme tŏ ă pāuse—this is the balanced way in which I have been taught by the wise to speak; and Aristodemus said that the turn of Aristophanes was next, but either he had eaten too much, or from some other cause he had the hiccough, and was obliged to change turns with Eryximachus the physician, who was reclining on the couch below him. Eryximachus, he said, you ought either to stop my hiccough, or to speak in my turn until I have left off.

I will do both, said Eryximachus: I will speak in your turn, and do you speak in mine; and while I am speaking let me recommend you to hold your breath, and if after you have done so for some time the hiccough is no better, then gargle with a little water; and if it still continues, tickle your nose with something and sneeze; and if you sneeze once or twice, even the most violent hiccough is sure to go. I will do as you prescribe, said Aristophanes, and now get on.

Cousin

[180c] Phèdre finit de la sorte. Aristodème passa par-dessus quelques autres dont il avait oublié les discours, et il vint à Pausanias, qui parla ainsi :

— « Je n’approuve point, ô Phèdre, la simple proposition qu’on a faite de louer l’Amour ; cela serait bon s’il n’y avait qu’un Amour. Mais, comme il y en a plus d’un, il eût été mieux de dire, avant tout, quel est celui [180d] que l’on doit louer. C’est ce que je vais essayer de faire. Je dirai d’abord quel est l’Amour qui mérite qu’on le loue, puis je le louerai le plus dignement que je pourrai. Il est constant que Vénus ne va point sans l’Amour. S’il n’y avait qu’une Vénus, il n’y aurait qu’un Amour ; mais puisqu’il y a deux Vénus, il faut nécessairement qu’il y ait aussi deux Amours. Qui doute qu’il n’y ait deux Vénus ? L’une ancienne, fille du Ciel, et qui n’a point de mère : nous la nommons Vénus Uranie. L’autre, plus moderne, fille de Jupiter et de Dionée : [180e] nous l’appelons Vénus Populaire. Il s’ensuit que des deux Amours qui sont les ministres de ces deux Vénus, il faut nommer l’un céleste, et l’autre populaire. Or, tout dieu sans doute est digne d’être honoré ; cependant distinguons bien les fonctions de ces deux Amours.

Toute action est de soi indifférente ; [181a] ce que nous faisons présentement, boire, manger, discourir, rien de tout cela n’est bon en soi, mais peut le devenir par la manière dont on le fait ; bon si on le fait selon les règles de l’honnêteté, mauvais si on le fait contre ces règles. Il en est de même d’aimer : tout amour, en général, n’est ni bon ni louable, mais seulement celui qui nous fait aimer honnêtement. L’Amour de la Vénus populaire est populaire aussi [181b] et n’inspire que des actions basses : c’est l’amour qui règne parmi les gens du commun. Ils aiment sans choix, pas moins les femmes que les hommes, plutôt le corps que l’âme ; plus on est déraisonnable et plus ils vous recherchent, car ils n’aspirent qu’à la jouissance : pourvu qu’ils y parviennent, il ne leur importe par quels moyens ; de là vient qu’ils s’attachent à tout ce qui se présente, bon ou mauvais : car leur amour est celui d’une déesse plus jeune [181c] que l’autre, et née du mâle et de la femelle. Mais la Vénus Uranie n’ayant point eu de mère, l’Amour qui marche à sa suite n’a qu’un sexe pour objet. Attaché à une déesse plus âgée, et qui n’a point la fougue de la jeunesse, ceux qu’il inspire n’aiment que le sexe le plus généreux et qui participe davantage de l’intelligence. C’est à l’amour des jeunes gens que se reconnaissent les serviteurs du véritable amour. Et ils ne s’attachent point à une trop grande jeunesse, mais à l’âge où l’intelligence commence à se développer, c’est-à-dire quand la barbe est venue : car ils ne veulent pas mettre à profit l’imprudence d’un trop jeune ami, pour le laisser aussitôt après [181d] et courir à quelque autre objet, mais ils se lient dans le dessein de ne se plus séparer, et de passer toute leur vie avec ce qu’ils aiment. Il serait vraiment à souhaiter qu’il y eût une loi, par laquelle il fut défendu d’aimer de trop jeunes gens, afin qu’on ne donnât point son temps à une chose si incertaine : en effet, qui sait ce que deviendra un jour cette jeunesse, quel pli prendront et le corps et l’esprit, de quel côté ils tourneront, vers le vice ou vers la vertu?

Les gens sages s’imposent eux-mêmes [181e] une loi si juste. Mais il faudrait la faire observer rigoureusement par les amants populaires dont nous parlions, et leur défendre ces sortes d’engagements comme on les empêche, autant [182a] que cela est possible, d’aimer les femmes de condition libre. Ce sont eux qui ont déshonoré l’Amour ; ils ont fait dire qu’il était honteux de bien traiter un amant ; c’est leur amour déplacé et injuste de la trop grande jeunesse qui seul a donné lieu à une pareille opinion, tandis que rien de ce qui se fait par des principes de sagesse et d’honnêteté ne saurait être honteux. Il n’est pas difficile de comprendre les principes qui règlent l’amour dans les autres pays, car ils sont clairs et simples. Il n’y a que les villes d’Athènes [182b] et de Lacédémone où la coutume est sujette à explication. Dans l’Élide, par exemple, et dans la Béotie, où l’on n’est pas habile dans l’art de parler, on dit simplement qu’il est bien d’accorder ses faveurs à qui nous aime. Personne ne le trouve mal, ni jeune ni vieux ; il faut croire qu’on a ainsi autorisé l’amour pour en aplanir les difficultés, et afin qu’on n’ait pas besoin, pour se faire aimer, de recourir à des délicatesses de langage dont on n’est pas capable dans ces pays. Les choses vont autrement dans l’Ionie, et dans les pays soumis à la domination des Barbares : là on proscrit et l’amour, [182c] et la philosophie, et la gymnastique. D’où vient cela ? C’est que les tyrans n’aiment point à voir qu’il se forme parmi leurs sujets de grands courages ou de fortes amitiés : or, c’est ce que l’amour sait faire merveilleusement. Les tyrans d’Athènes en firent autrefois l’expérience : la passion d’Aristogiton et la fidélité d’Harmodius renversa leur domination. Il est donc visible que, dans les états où il est honteux [182d] d’accorder ses faveurs à qui nous aime, cette excessive sévérité vient de l’iniquité de ceux qui l’ont établie, de la tyrannie des gouvernants et de la lâcheté des gouvernés ; et que dans les pays où l’on dit simplement qu’il est bien de se rendre à qui nous aime, cette indulgence outrée est une preuve de grossièreté.

Tout cela est bien plus sagement ordonné parmi nous. Mais, comme j’ai dit, il n’est pas facile de comprendre l’esprit de nos mœurs. D’un côté, on y dit qu’il est mieux d’aimer aux yeux de tout le monde que d’aimer en cachette, et qu’il faut aimer, de préférence les plus généreux et les plus vertueux, alors, même qu’ils seraient moins beaux que d’autres. Tout le monde s’intéresse au succès d’un homme qui aime ; on l’encourage ; ce qu’on ne ferait point si l’on croyait qu’il ne fût pas honnête d’aimer ; [182e] on l’estime quand il a réussi dans son amour ; on le méprise quand il n’a pas réussi. On permet à l’amant de se servir de mille moyens pour parvenir à son but ; et il n’y a pas un seul de ces moyens qui ne fut capable de le perdre dans l’esprit de tous les honnêtes gens, [183a] s’il s’en servait pour toute autre chose que pour se faire aimer : car, si un homme, dans le dessein de s’enrichir, ou d’obtenir un emploi, ou de se faire quelque autre établissement de cette nature, osait avoir pour quelqu’un la moindre des complaisances qu’un amant a pour ce qu’il aime, s’il employait les mêmes supplications, s’il avait la même assiduité, s’il faisait les mêmes serments, s’il couchait à sa porte, s’il descendait à mille bassesses où un esclave aurait honte de descendre, il n’aurait ni un ennemi ni un ami qui le laissât en repos : [183b] les uns lui reprocheraient sa turpitude, les autres en rougiraient et s’efforceraient de l’en corriger.

Cependant tout cela sied merveilleusement à un homme qui aime ; tout lui est permis : non-seulement ses bassesses ne le déshonorent pas, mais on l’en estime comme un homme qui fait très-bien son devoir. Et ce qu’il y a de plus merveilleux, c’est qu’on veut que les amants soient les seuls parjures que les dieux ne punissent point ; car on dit que les serments n’engagent point en amour : dans nos mœurs, [183c] les hommes et les dieux permettent tout à un amant. Il n’y a personne qui là-dessus ne demeure persuadé qu’il est très louable en cette ville et d’aimer et de vouloir du bien à ceux qui nous aiment.

Cependant, si l’on regarde, d’un autre côté, avec quel soin un père met auprès de ses enfants un gouverneur qui veille sur eux, et que le plus grand devoir de ce gouverneur est d’empêcher qu’ils ne parlent à ceux qui les aiment, que leurs camarades même, s’ils les voient entretenir de pareils commerces, les accablent de railleries, et que [183d] les gens plus âgés ne s’opposent point à ces railleries et ne blâment pas ceux qui s’y livrent, à examiner cet usage de notre ville, ne croirait-on pas que nous sommes dans un pays où il y a de la honte à aimer et à se laisser aimer?

Voici comme il faut accorder cette contradiction. L’amour, comme je disais d’abord, n’est de soi-même ni bon ni mauvais ; il est bon, si l’on aime selon les règles de l’honnêteté ; il est mauvais, si l’on aime contre ces règles. Or, il est déshonnête d’accorder ses faveurs à un homme vicieux pour de mauvais motifs ; il est honnête de se rendre à l’amour d’un homme qui a de la vertu et pour des motifs vertueux. J’appelle homme vicieux, cet amant populaire [183e] qui aime le corps plutôt que l’âme ; car son amour ne saurait être de durée, puisqu’il aime une chose qui ne dure point ; dès que la fleur de la beauté qu’il aimait est passée, vous le voyez qui s’envole ailleurs, sans se souvenir de ses beaux discours et de toutes ses belles promesses. Il n’en est pas ainsi de l’amant d’une belle âme : il reste fidèle toute la vie, car ce qu’il aime ne change point. Telle est donc l’opinion [184a] parmi nous : elle veut qu’on examine avant de s’engager, qu’on se rende aux uns, et qu’on fuie les autres ; elle encourage à se donner à ceux-ci, à éviter ceux-là ; elle examine et discerne de quelle espèce est celui qui aime et celui qui est aimé. Il s’ensuit qu’il y a de la honte à se rendre promptement, et qu’on exige l’épreuve du temps.

Il est encore honteux de céder à un homme riche ou puissant, [184b] soit qu’on se rende par crainte et par faiblesse, ou qu’on se laisse éblouir par l’argent, ou par l’espérance d’entrer dans les emplois : car, outre que des raisons de cette nature ne peuvent jamais lier une amitié généreuse, elles portent d’ailleurs sur des fondements trop peu durables. Reste un seul motif pour lequel, chez nous, on peut favoriser un amant ; car, tout de même que la servitude volontaire [184c] d’un homme amoureux envers celui qu’il aime, ne passe point pour de l’adulation et ne lui est point reprochée, de même y a-t-il une autre espèce de servitude volontaire qui ne peut jamais être blâmée : c’est celle où l’on s’engage pour la vertu. On croit chez nous que, si un homme s’attache à en servir un autre, dans l’espérance de se perfectionner par son moyen dans une science ou dans quelque partie de la vertu, cette servitude n’est point honteuse et ne s’appelle point de l’adulation. Il faut que l’amour se traite [184d] comme la philosophie et la vertu, si l’on veut qu’il soit honnête de favoriser celui qui nous aime ; car, si l’amant et l’aimé s’aiment tous deux à ces conditions, savoir que l’amant, en reconnaissance des faveurs de celui qu’il aime, sera prêt à lui rendre tous les services qu’il pourra lui rendre convenablement ; que l’aimé, de son côté, pour reconnaître le soin que son amant aura pris de le rendre sage et vertueux, aura pour lui toutes les complaisances convenables;

[184e] et si l’amant est véritablement capable d’inspirer la vertu et la sagesse à ce qu’il aime, et que l’aimé ait un véritable désir de se faire instruire ; si, dis-je, toutes ces conditions se rencontrent, c’est alors uniquement qu’il est honnête de se donner à qui nous aime. L’amour ne peut pas être permis pour quelque autre raison que ce soit. Alors il n’est point honteux d’être trompé. Partout ailleurs il y a de la honte, qu’on soit trompé, ou qu’on ne le soit point : [185a] car si, dans l’espérance du gain, on s’abandonne à un amant que l’on croyait riche, et qu’on reconnaisse que cet amant est pauvre et qu’il ne peut tenir parole, la honte n’est pas moins grande ; on a découvert ce que l’on était ; on a montré que pour le gain on pouvait tout faire pour tout le monde, et cela n’est guère beau. Au contraire, si, après s’être confié à un amant que l’on avait cru honnête, dans l’espérance de devenir meilleur par le moyen de son amitié, on vient à reconnaître que cet amant n’est point honnête homme [185b] et qu’il est lui-même sans vertu, il y a encore de l’honneur à être trompé de la sorte : car on a fait voir le fond de son cœur ; on a montré que pour la vertu, et dans l’espérance de parvenir à une plus grande perfection, on était capable de tout entreprendre ; et il n’y a rien de plus glorieux. La conclusion est donc qu’il est beau d’aimer pour la vertu.

Cet amour est celui de la Vénus céleste, céleste lui-même, utile aux particuliers et aux états, et digne de leur principale étude, puisqu’il oblige l’amant et l’aimé de veiller sur eux-mêmes, et d’avoir soin de [185c] se rendre mutuellement vertueux. Tous les autres amours appartiennent à la Vénus populaire. Voilà, Phèdre, tout ce que je puis improviser pour toi sur l’amour. »

Pausanias ayant fait ici une pause (et voilà un de ces jeux de mots qu’enseignent nos sophistes), c’était à Aristophane à parler ; mais il en fut empêché par un hoquet qui lui était survenu, apparemment pour avoir trop mangé, ou pour quelque autre raison. [185d] Il s’adressa donc au médecin Éryximaque, auprès de qui il était, et lui dit : Il faut, Éryximaque, ou que tu me délivres de ce hoquet, ou que tu parles pour moi jusqu’à ce qu’il ait cessé.

— Je ferai l’un et l’autre, répondit Éryximaque, car je vais parler à ta place, et tu parleras à la mienne quand ton incommodité sera finie ; elle le sera bientôt si tu veux retenir quelque temps ton haleine pendant que je parlerai, et, si cela ne suffit pas, il faut te gargariser la gorge [185e] avec de l’eau. Si le hoquet était trop violent, prends quelque chose pour te frotter le nez une ou deux fois et te procurer l’éternuement : il cessera infailliblement, quelque violent qu’il puisse être.

— Commence toujours, dit Aristophane.

— Je vais le faire, dit Éryximaque, et il s’exprima ainsi :