Martínez Hernández
»Al terminar de hablar Agatón, me dijo Aristodemo que todos los 198apresentes aplaudieron estruendosamente, ya que el joven había hablado en términos dignos de sí mismo y del dios. Entonces Sócrates, con la mirada puesta en Erixímaco, dijo:
—¿Te sigue pareciendo, oh hijo de Acúmeno, que mi temor de antes era injustificado, o no crees, más bien, que he hablado como un profeta cuando decía hace un momento que Agatón hablaría admirablemente y que yo me iba a encontrar en una situación difícil?
—Una de las dos cosas, que Agatón hablaría bien —dijo Erixímaco—, creo, en efecto, que la has dicho proféticamente. Pero que tú ibas a estar en una situación difícil, no lo creo.
—¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo —dijo Sócrates—, no bsólo yo, sino cualquier otro, que tenga la intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas? Reflexionando yo, efectivamente, que por mi parte no iba a ser capaz de decir algo ni siquiera aproximado a la belleza de estas palabras, casi me echo a correr y me escapo por vergüenza, si hubiera tenido a dónde ir. Su discurso, ciertamente, me recordaba a cGorgias, de modo que he experimentado exactamente lo que cuenta Homero: temí que Agatón, al término de su discurso, lanzara contra el mío la cabeza de Gorgias, terrible orador, y me convirtiera en piedra por la imposibilidad de hablar. Y entonces precisamente comprendí que había hecho el ridículo cuando me comprometí con vosotros a hacer, llegado mi turno, un encomio a Eros en vuestra compañía y afirmé que era un experto en las cosas de amor, sin saber de hecho nada ddel asunto, o sea, cómo se debe hacer un encomio cualquiera. Llevado por mi ingenuidad, creía, en efecto, que se debía decir la verdad sobre cada aspecto del objeto encomiado y que esto debía constituir la base, pero que luego deberíamos seleccionar de estos mismos aspectos las cosas más hermosas y presentarlas de la manera más atractiva posible. Ciertamente me hacía grandes ilusiones de que iba a hablar bien, como si supiera la verdad de cómo hacer cualquier elogio. Pero, según parece, no era éste el método correcto de elogiar cualquier cosa, sino que, emás bien, consiste en atribuir al objeto elogiado el mayor número posible de cualidades y las más bellas, sean o no así realmente; y si eran falsas, no importaba nada. Pues lo que antes se nos propuso fue, al parecer, que cada uno de nosotros diera la impresión de hacer un encomio a Eros, no que éste fuera realmente encomiado. Por esto, precisamente, supongo, removéis todo tipo de palabras y se las atribuís a Eros, y afirmáis que es de tal naturaleza y causante de tantos bienes, para que parezca el más hermoso y el mejor posible, evidentemente ante los que no le conocen, no, por supuesto, ante los instruidos, con lo que el 199aelogio resulta hermoso y solemne. Pero yo no conocía en verdad este modo de hacer un elogio y sin conocerlo os prometí hacerlo también yo cuando llegara mi turno. «La lengua lo prometió, pero no el corazón.» ¡Que se vaya, pues, a paseo el encomio! Yo ya no voy a hacer un encomio de esta forma, pues no podría. Pero, con todo, estoy bdispuesto, si queréis, a decir la verdad a mi manera, sin competir con vuestros discursos, para no exponerme a ser objeto de risa. Mira, pues, Fedro, si hay necesidad todavía de un discurso de esta clase y queréis oír expresamente la verdad sobre Eros, pero con las palabras y los giros que se me puedan ocurrir sobre la marcha.
»Entonces, Fedro y los demás —me contó Aristodemo— le exhortaron a hablar como él mismo pensaba que debía expresarse.
—Pues bien, Fedro —dijo Sócrates—, déjame preguntar todavía a Agatón unas cuantas cosas, para que, una vez que haya obtenido su conformidad en algunos puntos, pueda ya hablar.
—Bien, te dejo —respondió Fedro—. Pregunta, pues.c
»Después de esto —me dijo Aristodemo—, comenzó Sócrates más o menos así:
—En verdad, querido Agatón, me pareció que has introducido bien tu discurso cuando decías que había que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros mismo y luego sus obras. Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que a propósito de Eros me explicaste, por lo demás, espléndida y formidablemente, cómo era, dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de tal naturaleza que debe ser amor de algo o de nada? Y no dpregunto si es amor de una madre o de un padre —pues sería ridícula la pregunta de si Eros es amor de madre o de padre—, sino como si acerca de la palabra misma «padre» preguntara: ¿es el padre padre de alguien o no? Sin duda me dirías, si quisieras responderme correctamente, que el padre es padre de un hijo o de una hija. ¿O no?
—Claro que sí —dijo Agatón.
—¿Y no ocurre lo mismo con la palabra «madre»?
También en esto estuvo de acuerdo.
—Pues bien —dijo Sócrates— respóndeme todavía un poco más, para que entiendas mejor lo que quiero. Si te preguntara: ¿y qué?, e¿un hermano, en tanto que hermano, es hermano de alguien o no?
Agatón respondió que lo era.
—¿Y no lo es de un hermano o de una hermana?
Agatón asintió.
—Intenta, entonces —prosiguió Sócrates—, decir lo mismo acerca del amor. ¿Es Eros amor de algo o de nada?
—Por supuesto que lo es de algo.
—Pues bien —dijo Sócrates—, guárdate esto en tu mente y acuérdate 200ade qué cosa es el amor. Pero ahora respóndeme sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es amor o no?
—Naturalmente —dijo.
—¿Y desea y ama lo que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo posee?
—Probablemente —dijo Agatón—cuando no lo posee.
—Considera, pues —continuó Sócrates—, si en lugar de probablemente no es necesario que sea así, esto es, lo que desea desea aquello de lo que está falto y no lo desea si no está falto de ello. A mí, en befecto, me parece extraordinario, Agatón, que necesariamente sea así. ¿Y a ti cómo te parece?
—También a mí me lo parece —dijo Agatón.
—Dices bien. Pues, ¿desearía alguien ser alto, si es alto, o fuerte, si es fuerte?
—Imposible, según lo que hemos acordado.
—Porque, naturalmente, el que ya lo es no podría estar falto de esas cualidades.
—Tienes razón.
—Pues si —continuó Sócrates— el que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es rápido, ser rápido, el que está sano, estar sano… —tal vez, en efecto, alguno podría pensar, a propósito de estas cualidades y de todas las similares a éstas, que quienes son así y las poseen cdesean también aquello que poseen; y lo digo precisamente para que no nos engañemos—. Estas personas, Agatón, si te fijas bien, necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades que poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya tiene? Mas cuando alguien nos diga: «Yo, que estoy sano, quisiera también estar sano, y siendo rico quiero también dser rico, y deseo lo mismo que poseo», le diríamos: «Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y fuerza, lo que quieres realmente es tener esto también en el futuro, pues en el momento actual, al menos, quieras o no, ya lo posees. Examina, pues, si cuando dices “deseo lo que tengo” no quieres decir en realidad otra cosa que “quiero tener también en el futuro lo que en la actualidad tengo”». ¿Acaso no estaría de acuerdo?
»Agatón —según me contó Aristodemo— afirmó que lo estaría. Entonces Sócrates dijo:
—¿Y amar aquello que aún no está a disposición de uno ni se posee no es precisamente esto, es decir, que uno tenga también en el futuro la conservación y mantenimiento de estas cualidades?
e—Sin duda —dijo Agatón.
—Por tanto, también éste y cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de lo que está falto. ¿No son éstas, más o menos, las cosas de las que hay deseo y amor?
—Por supuesto —dijo Agatón.
—Ea, pues —prosiguió Sócrates—, recapitulemos los puntos en los que hemos llegado a un acuerdo. ¿No es verdad que Eros es, en primer lugar, amor de algo y, luego, amor de lo que tiene realmente necesidad?
—Sí —dijo.201a
—Siendo esto así, acuérdate ahora de qué cosas dijiste en tu discurso que era objeto Eros. O, si quieres, yo mismo te las recordaré. Creo, en efecto, que dijiste más o menos así, que entre los dioses se organizaron las actividades por amor de lo bello, pues de lo feo no había amor. ¿No lo dijiste más o menos así?
—Así lo dije, en efecto —afirmó Agatón.
—Y lo dices con toda razón, compañero —dijo Sócrates—. Y si esto es así, ¿no es verdad que Eros sería amor de la belleza y no de la fealdad?
Agatón estuvo de acuerdo en esto.
—Pero ¿no se ha acordado que ama aquello de lo que está falto y no posee?
—Sí —dijo.b
—Luego Eros no posee belleza y está falto de ella.
—Necesariamente —afirmó.
—¿Y qué? Lo que está falto de belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que es bello?
—No, por supuesto.
—¿Reconoces entonces todavía que Eros es bello, si esto es así?
—Me parece, Sócrates —dijo Agatón—, que no sabía nada de lo que antes dije.
—Y, sin embargo —continuó Sócrates—, hablaste bien, Agatón. cPero respóndeme todavía un poco más. Las cosas buenas, ¿no te parecen que son también bellas?
—A mí, al menos, me lo parece.
—Entonces, si Eros está falto de cosas bellas y si las cosas buenas son bellas, estará falto también de cosas buenas.
—Yo, Sócrates —dijo Agatón—, no podría contradecirte. Por consiguiente, que sea así como dices.
—En absoluto —replicó Sócrates—; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir, ya que a Sócrates no es nada difícil.
»Pero voy a dejarte por ahora y os contaré el discurso sobre Eros dque oí un día de labios de una mujer de Mantisa, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así, por ejemplo, en cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho un sacrificio por la peste, un aplazamiento de diez años de la epidemia. Ella fue, precisamente, la que me enseñó también las cosas del amor. Intentaré, pues, exponeros, yo mismo por mi cuenta, en la medida en que pueda y partiendo de lo acordado entre Agatón y yo, el discurso que pronunció aquella mujer. En consecuencia, es preciso, Agatón, como tú explicaste, describir eprimero a Eros mismo, quién es y cuál es su naturaleza, y exponer después sus obras. Me parece, por consiguiente, que lo más fácil es hacer la exposición como en aquella ocasión procedió la extranjera cuando iba interrogándome. Pues poco más o menos también yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí: que Eros era un gran dios y que lo era de las cosas bellas. Pero ella me refutaba con los mismos argumentos que yo a él: que, según mis propias palabras, no era ni bello ni bueno.
—¿Cómo dices, Diotima? —le dije yo—. Entonces, ¿Eros es feo y malo?
—Habla mejor —dijo ella—. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo?
202a—Exactamente.
—¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?
—¿Qué es ello?
—¿No sabes —dijo— que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber, pues una cosa de la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser ignorancia? La recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre el conocimiento y la ignorancia.
—Tienes razón —dije yo.
b—No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno, malo. Y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no es ni bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo intermedio entre estos dos —dijo.
—Sin embargo —dije yo—, se reconoce por todos que es un gran dios.
—¿Te refieres —dijo ella— a todos los que no saben o también a los que saben?
—Absolutamente a todos, por supuesto.
»Entonces ella, sonriendo, me dijo:
—¿Y cómo podrían estar de acuerdo, Sócrates, en que es un gran cdios aquellos que afirman que ni siquiera es un dios?
—¿Quiénes son ésos? —dije yo.
—Uno eres tú —dijo— y otra yo.
—¿Cómo explicas eso? —le repliqué yo.
—Fácilmente —dijo ella—. Dime, ¿no afirmas que todos los dioses son felices y bellos? ¿O te atreverías a afirmar que algunos de entre los dioses no es bello y feliz?
—¡Por Zeus!, yo no —dije.
—¿Y no llamas felices, precisamente, a los que poseen las cosas buenas y bellas?
—Efectivamente.
»Pero en relación con Eros —al menos— has reconocido que, por dcarecer de cosas buenas y bellas, desea precisamente eso mismo de que está falto.
—Lo he reconocido, en efecto.
—Entonces, ¿cómo podría ser dios el que no participa de lo bello y de lo bueno?
—De ninguna manera, según parece.
—¿Ves, pues —dijo ella—, que tampoco tú consideras dios a Eros?
—¿Qué puede ser, entonces, Eros? —dije yo—. ¿Un mortal?
—En absoluto.
—¿Pues qué entonces?
—Como en los ejemplos anteriores —dijo—, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal.
—¿Y qué es ello, Diotima?
—Un gran demon, Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal.e
—¿Y qué poder tiene? —dije yo.
—Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses, súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo. A través de él funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de mántica y la magia. La divinidad 203ano tiene contacto con el hombre, sino que es a través de este demon como se produce todo contacto y diálogo entre dioses y hombres, tanto como si están despiertos como si están durmiendo. Y así, el que es sabio en tales materias es un hombre demónico, mientras que aquel que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un simple artesano. Estos démones, en efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de ellos es también Eros.
—¿Y quiénes son su padre y su madre? —dije yo.
b»Es más largo —dijo— de contar, pero, con todo, te lo diré. Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar —pues aún no había vino—, entró en el jardín de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es cEros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerme siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie den las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza ede su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro 204alado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.
—¿Quiénes son, Diotima, entonces —dije yo— los que aman la sabiduría, si no son ni los sabios ni los ignorantes?
b—Hasta para un niño es ya evidente —dijo—que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará también Eros. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este demon. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorprendente en cello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama. Por esta razón, me imagino, te parecía Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo verdaderamente bello, delicado, perfecto y digno de ser tenido por dichoso, mientras que lo que ama tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí.
—Sea así, extranjera —dije yo entonces—, pues hablas bien. Pero siendo Eros de tal naturaleza, ¿qué función tiene para los hombres?
—Esto, Sócrates —dijo—, es precisamente lo que voy a intentar denseñarte a continuación. Eros, efectivamente, es como he dicho y ha nacido así, pero a la vez es amor de las cosas bellas, como tú afirmas. Mas si alguien nos preguntara: «¿En qué sentido, Sócrates y Diotima, es Eros amor de las cosas bellas?». O así, más claramente: el que ama las cosas bellas desea, ¿qué desea?
—Que lleguen a ser suyas —dije yo.
—Pero esta respuesta —dijo— exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será de aquel que haga suyas las cosas bellas?
»Entonces le dije que todavía no podía responder de repente a esa pregunta.
e—Bien —dijo ella—. Imagínate que alguien, haciendo un cambio y empleando la palabra «bueno» en lugar de «bello», te preguntara: «Veamos, Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?».
—Que lleguen a ser suyas —dije.
—¿Y qué será de aquel que haga suya las cosas buenas?
—Esto ya —dije yo— puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz.
205a—Por la posesión —dijo—de las cosas buenas, en efecto, los felices son felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la respuesta parece que tiene su fin.
—Tienes razón —dije yo.
—Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?
—Así —dije yo—, que es común a todos.
—¿Por qué entonces, Sócrates —dijo—, no decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?b
—También a mí me asombra eso —dije.
—Pues no te asombres —dijo—, ya que, de hecho, hemos separado una especie particular de amor y, dándole el nombre del todo, la denominamos amor, mientras que para las otras especies usamos otros nombres.
—¿Como por ejemplo? —dije yo.
—Lo siguiente. Tú sabes que la idea de «creación» (poíesis) es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa cdel no ser al ser es creación, de suerte que también los trabajos realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos creadores (poietaí).
—Tienes razón.
—Pero también sabes —continuó ella— que no se llaman creadores, sino que tienen otros nombres y que del conjunto entero de creación se ha separado una parte, la concerniente a la música y al verso, y se la denomina con el nombre del todo. Únicamente a esto se llama, en efecto, «poesía», y «poetas» a los que poseen esta porción de creación.
—Tienes razón —dije yo.
—Pues bien, así ocurre también con el amor. En general, todo deseo dde lo que es bueno y de ser feliz es, para todo el mundo, «el grandísimo y engañoso amor». Pero unos se dedican a él de muchas y diversas maneras, ya sea en los negocios, en la afición a la gimnasia o en el amor a la sabiduría, y no se dice ni que están enamorados ni se les llama amantes, mientras que los que se dirigen a él y se afanan según una sola especie reciben el nombre del todo, amor, y de ellos se dice que están enamorados y se les llama amantes.
—Parece que dices la verdad —dije yo.
—Y se cuenta, ciertamente, una leyenda —siguió ella—, según la cual los que busquen la mitad de sí mismos son los que están enamorados, pero, según mi propia teoría, el amor no lo es ni de una mitad ni de un todo, a no ser que sea, amigo mío, realmente bueno, ya eque los hombres están dispuestos a amputarse sus propios pies y manos, si les parece que esas partes de sí mismos son malas. Pues no es, creo yo, a lo suyo propio a lo que cada cual se aferra, excepto si se identifica lo bueno con lo particular y propio de uno mismo y lo malo, 206aen cambio, con lo ajeno. Así que, en verdad, lo que los hombres aman no es otra cosa que el bien. ¿O a ti te parece que aman otra cosa?
—A mí no, ¡por Zeus!
—Entonces —dijo ella—, ¿se puede decir así simplemente que los hombres aman el bien?
—Sí —dije.
—¿Y qué? ¿No hay que añadir —dijo— que aman también poseer el bien?
—Hay que añadirlo.
—¿Y no sólo —siguió ella— poseerlo, sino también poseerlo siempre?
b—También eso hay que añadirlo.
—Entonces —dijo—, el amor es, en resumen, el deseo de poseer siempre el bien.
—Es exacto —dije yo— lo que dices.
—Pues bien —dijo ella—, puesto que el amor es siempre esto, ¿de qué manera y en qué actividad se podría llamar amor al ardor y esfuerzo de los que lo persiguen? ¿Cuál es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla?
—Si pudiera —dije yo—, no estaría admirándote, Diotima, por tu sabiduría ni hubiera venido una y otra vez a ti para aprender precisamente estas cosas.
—Pues yo te lo diré —dijo ella—. Esta acción especial es, efectivamente, una procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma.
—Lo que realmente quieres decir —dije yo— necesita adivinación, pues no lo entiendo.
—Pues te lo diré más claramente —dijo ella—. Impulso creador, cSócrates, tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo según el cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en cierta edad, nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puede procrear en lo feo, sino sólo en lo bello. La unión de hombre y mujer es, efectivamente, procreación y es una obra divina, pues la fecundidad y la reproducción es lo que de inmortal existe en el ser vivo, que es mortal. Pero es imposible que este proceso llegue a producirse en lo que es incompatible, e incompatible es lo feo con todo lo divino, mientras que lo bello es, en cambio, compatible. Así, pues, la Belleza es la Moira dy la Ilitía del nacimiento. Por esta razón, cuando lo que tiene impulso creador se acerca a lo bello, se vuelve propicio y se derrama contento, procrea y engendra; pero cuando se acerca a lo feo, ceñudo y afligido se contrae en sí mismo, se aparta, se encoge y no engendra, sino que retiene el fruto de su fecundidad y lo soporta penosamente. De ahí, precisamente, que al que está fecundado y ya abultado le sobrevenga el fuerte arrebato por lo bello, porque libera al que lo posee de los grandes dolores del parto. Pues el amor, Sócrates —dijo—, no ees amor de lo bello, como tú crees.
—¿Pues qué es entonces?
—Amor de la generación y procreación en lo bello.
—Sea así —dije yo.
—Por supuesto que es así —dijo—. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la generación es algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y es necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el bien, si realmente el 207aamor tiene por objeto la perpetua posesión del bien. Así, pues, según se desprende de este razonamiento, necesariamente el amor es también amor de la inmortalidad.
»Todo esto, en efecto, me enseñaba siempre que hablaba conmigo sobre cosas del amor. Pero una vez me preguntó:
—¿Qué crees tú, Sócrates, que es la causa de ese amor y de ese deseo? ¿O no te das cuenta de en qué terrible estado se encuentran todos los animales, los terrestres y los alados, cuando desean engendrar, cómo todos ellos están enfermos y amorosamente dispuestos, en pribmer lugar en relación con su mutua unión y luego en relación con el cuidado de la prole, cómo por ella están prestos no sólo a luchar, incluso los más débiles contra los más fuertes, sino también a morir, cómo ellos mismos están consumidos por el hambre para alimentarla y así hacen todo lo demás? Si bien —dijo— podría pensarse que los hombres hacen esto por reflexión, respecto a los animales, sin embargo, c¿cuál podría ser la causa de semejantes disposiciones amorosas? ¿Puedes decírmela?
»Y una vez más, yo le decía que no sabía.
—¿Y piensas —dijo ella— llegar a ser algún día experto en las cosas del amor, si no entiendes esto?
—Pues por eso precisamente, Diotima, como te dije antes, he venido a ti, consciente de que necesito maestros. Dime, por tanto, la causa de esto y de todo lo demás relacionado con las cosas del amor.
—Pues bien, —dijo—, si crees que el amor es por naturaleza amor dde lo que repetidamente hemos convenido, no te extrañes, ya que en este caso, y por la misma razón que en el anterior, la naturaleza mortal busca, en la medida de lo posible, existir siempre y ser inmortal. Pero sólo puede serlo de esta manera: por medio de la procreación, porque siempre deja otro ser nuevo en lugar del viejo. Pues incluso en el tiempo en que se dice que vive cada una de las criaturas vivientes y que es la misma, como se dice, por ejemplo, que es el mismo un hombre desde su niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se dice que es el mismo, ese individuo nunca tiene en sí las mismas cosas, sino que continuamente se renueva y pierde otros elementos, en su pelo, en su carne, en esus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma: los hábitos, caracteres, opiniones, deseos, placeres, tristezas, temores, ninguna de estas cosas jamás permanece la misma en cada individuo, sino que unas nacen y otras mueren. Pero mucho más extraño todavía que esto es que también los conocimientos no sólo nacen unos y mueren otros en nosotros, de modo que nunca somos los 208amismos ni siquiera en relación con los conocimientos, sino que también le ocurre lo mismo a cada uno de ellos en particular. Pues lo que se llama practicar existe porque el conocimiento sale de nosotros, ya que el olvido es la salida de un conocimiento, mientras que la práctica, por el contrario, al implantar un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, mantiene el conocimiento, hasta el punto de que parece que es el mismo. De esta manera, en efecto, se conserva todo lo mortal, no por ser siempre completamente lo mismo, como lo divino, sino porque lo que se marcha y está ya envejecido deja en su lugar otra cosa nueva semejante ba lo que era. Por este procedimiento, Sócrates —dijo—, lo mortal participa de inmortalidad, tanto el cuerpo como todo lo demás; lo inmortal, en cambio, participa de otra manera. No te extrañes, pues, si todo ser estima por naturaleza a su propio vástago, pues por causa de inmortalidad, ese celo y ese amor acompaña a todo ser.
»Cuando hube escuchado este discurso, lleno de admiración dije:
—Bien, sapientísima Diotima, ¿es esto así en verdad?
»Y ella, como los auténticos sofistas, me contestó:
—Por supuesto, Sócrates, ya que, si quieres reparar en el amor de clos hombres por los honores, te quedarías asombrado también de su irracionalidad, a menos que medites en relación con lo que yo he dicho, considerando en qué terrible estado se encuentran por el amor de llegar a ser famosos “y dejar para siempre una fama inmortal”. Por esto, aún más que por sus hijos, están dispuestos a arrostrar todos los dpeligros, a gastar su dinero, a soportar cualquier tipo de fatiga y a dar su vida. Pues, ¿crees tú —dijo— que Alcestis hubiera muerto por Admeto o que Aquiles habría seguido en su muerte a Patroclo o que vuestro Codro se hubiera adelantado a morir por el reinado de sus hijos, si no hubiese creído que iba a quedar de ellos el recuerdo inmortal que ahora tenemos por su virtud? Ni mucho menos —dijo—, sino que más bien, creo yo, por inmortal virtud y por tal ilustre renombre todos hacen todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues aman lo que es inmortal. eEn consecuencia, los que son fecundos —dijo— según el cuerpo se dirigen preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose mediante la procreación de hijos inmortalidad, recuerdo 209ay felicidad, según creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos según el alma… pues hay, en efecto —dijo—, quienes conciben en las almas aún más que en los cuerpos lo que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que le corresponde? El conocimiento y cualquier otra virtud, de las que precisamente son procreadores todos los poetas y cuantos artistas se dice que son inventores. Pero el conocimiento mayor y el más bello es, con mucho, la regulación de lo que concierne a las ciudades y familias, cuyo nombre es mesura y justicia. bAhora bien, cuando uno de éstos se siente desde joven fecundo en el alma, siendo de naturaleza divina, y, llegada la edad, desea ya procrear y engendrar, entonces busca también él, creo yo, en su entorno la belleza en la que pueda engendrar, pues en lo feo nunca engendrará. Así, pues, en razón de su fecundidad, se apega a los cuerpos bellos más que a los feos, y si se tropieza con un alma bella, noble y bien dotada por naturaleza, entonces muestra un gran interés por el conjunto; ante esta persona tiene al punto abundancia de razonamientos sobre la virtud, sobre cómo debe ser el hombre bueno y lo que debe practicar, e intenta ceducarlo. En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo bello y tener relación con ello, da a luz y procrea lo que desde hacía tiempo tenía concebido, no sólo en su presencia, sino también recordándolo en su ausencia, y en común con el objeto bello ayuda a criar lo engendrado, de suerte que los de tal naturaleza mantienen entre sí una comunidad mucho mayor que la de los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos más bellos y más inmortales. Y todo el mundo preferiría para sí haber engendrado tales hijos en lugar de los humanos, cuando echa una mirada a Homero, a Hesíodo y demás buenos dpoetas, y siente envidia porque han dejado de sí descendientes tales que les procuran inmortal fama y recuerdo por ser inmortales ellos mismos; o si quieres —dijo—, los hijos que dejó Licurgo en Lacedemonia, salvadores de Lacedemonia y, por así decir, de la Hélade entera. Honrado es también entre vosotros Solón, por haber dado origen a vuestras leyes, y otros muchos hombres lo son en otras muchas partes, tanto entre los griegos como entre los bárbaros, por haber puesto de manifiesto muchas y hermosas obras y haber engendrado toda clase de virtud. eEn su honor se han establecido ya también muchos templos y cultos por tales hijos, mientras que por hijos mortales todavía no se han establecido para nadie.
»Éstas son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías iniciarte. Pero en los ritos finales y suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas, si se procede correctamente, no sé si serías capaz de iniciarte. Por consiguiente, yo misma te los 210adiré —afirmó— y no escatimaré ningún esfuerzo; intenta seguirme, si puedes. Es preciso, en efecto —dijo— que quien quiera ir por el recto camino a ese fin comience desde joven a dirigirse hacia los cuerpos bellos Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse en primer lugar de un solo cuerpo y engendrar en él bellos razonamientos; luego, debe bcomprender que la belleza que hay en cualquier cuerpo es afín a la que hay en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de la forma, es una gran necedad no considerar una y la misma la belleza que hay en todos los cuerpos. Una vez que haya comprendido esto, debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese fuerte arrebato por uno solo, despreciándolo y considerándolo insignificante. A continuación debe considerar más valiosa la belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso de alma, aunque tenga un escaso esplendor, cséale suficiente para amarle, cuidarle, engendrar y buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que sea obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de conducta y en las leyes y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo insignificante. Después de las normas de conducta debe conducirle a las ciencias, para que vea también la belleza de éstas y, fijando dya su mirada en esa inmensa belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu, apegándose, como un esclavo, a la belleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hombre o de una norma de conducta, sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y magníficos discursos y pensamientos en ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido entonces ey crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de una belleza como la siguiente. Intenta ahora —dijo— prestarme la máxima atención posible. En efecto, quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza, a saber, aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos los esfuerzos anteriores: que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un 211aaspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como un razonamiento, ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las otras cosas bbellas participan de ella de una manera tal que el nacimiento y muerte de éstas no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre absolutamente nada. Por consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las cosas de este mundo mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divisar aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues ésta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de caquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí. En este período de la vida, querido Sócrates —dijo la dextranjera de Mantinea—, más que en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en sí. Si alguna vez llegas a verla, te parecerá que no es comparable ni con el oro ni con los vestidos ni con los jóvenes y adolescentes bellos, ante cuya presencia ahora te quedas extasiado y estás dispuesto, tanto tú como otros muchos, con tal de poder ver al amado y estar siempre con él, a no comer ni beber, si fuera posible, sino únicamente a contemplarlo y estar en su compañía. ¿Qué debemos imaginar, pues —dijo—, si le fuera posible a alguno ever la belleza en sí, pura, limpia, sin mezcla y no infectada de carnes humanas, ni de colores ni, en suma, de otras muchas fruslerías mortales, y pudiera contemplar la divina belleza en sí, específicamente única? 212a¿Acaso crees —dijo— que es vana la vida de un hombre que mira en esa dirección, que contempla esa belleza con lo que es necesario contemplarla y vive en su compañía? ¿O no crees —dijo— que sólo entonces, cuando vea la belleza con lo que es visible, le será posible engendrar, no ya imágenes de virtud, al no estar en contacto con una imagen, sino virtudes verdaderas, ya que está en contacto con la verdad? Y al que ha engendrado y criado una virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse amigo de los dioses y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal también él?
b»Esto, Fedro, y demás amigos, dijo Diotima y yo quedé convencido; y convencido intento también persuadir a los demás de que para adquirir esta posesión difícilmente podría uno tomar un colaborador de la naturaleza humana mejor que Eros. Precisamente, por eso, yo afirmo que todo hombre debe honrar a Eros, y no sólo yo mismo honro las cosas del amor y las practico sobremanera, sino que también las recomiendo a los demás y ahora y siempre elogio el poder y la valentía cde Eros, en la medida en que soy capaz. Considera, pues, Fedro, este discurso, si quieres, como un encomio dicho en honor de Eros o, si prefieres, dale el nombre que te guste y como te guste.
Cousin
Quand Agathon eut fini de parler il s’éleva un murmure d’approbation, et tout le monde jugea qu’il avait parlé d’une manière digne du dieu et de lui. Après quoi Socrate s’étant tourné vers Éryximaque :
— Eh bien, dit-il, fils d’Acumènos, crois-tu maintenant que ma crainte était vaine ? et n’étais-je pas bon prophète quand je vous avertissais qu’Agathon ferait un discours merveilleux et me jetterait dans l’embarras?
— Tu as été un bon prophète pour Agathon, mais un mauvais, pour toi, si tu as prédis que tu serais embarrassé, répondit Éryximaque. (198b)
— Et qui, mon cher, reprit Socrate, ne serait embarrassé aussi bien que moi, ayant à parler après un discours si beau, si varié, admirable en toutes ses parties, mais principalement sur la fin, où il y a une élégance et une beauté de diction en vérité surprenante ? Je me trouve si éloigné de pouvoir rien dire d’aussi beau, que me sentant saisi de honte (198c) j’aurais quitté la place, si je l’avais pu ; car l’éloquence d’Agathon m’a rappelé Gorgias, au point que véritablement il m’est arrivé ce que dit Homère : je craignais qu’en finissant son discours Agathon ne lançât sur le mien, pour ainsi dire, la tête de Gorgias, cet orateur terrible, qui m’allait pétrifier et me réduire au silence. J’ai reconnu en même temps combien j’étais ridicule, lorsque je me suis engagé avec vous (198d) à rapporter en mon rang les louanges de l’Amour, et que je me suis vanté d’être savant en amour, moi qui ne sais pas même comment il faut louer quoi que ce soit. En effet, jusqu’ici j’avais eu la folie de croire qu’on ne peut faire entrer dans l’éloge que des choses vraies, que c’était là le fond, et qu’il ne s’agissait plus que de choisir entre toutes ces choses les plus belles, et de les placer le plus convenablement. Je me croyais donc assuré de bien parler, puisque je savais la vraie manière de louer. Mais il paraît que cette méthode n’est pas la bonne, et qu’il faut attribuer (198e) les plus grandes perfections à l’objet qu’on a entrepris de louer, soit qu’elles lui appartiennent, soit qu’elles ne lui appartiennent pas, la vérité ou la fausseté n’étant en cela de nulle importance. Il avait été convenu, à ce qu’il semble, que chacun de nous aurait l’air de louer l’amour et non d’en faire l’éloge réellement.
Voilà pourquoi apparemment vous vous appliquez à lui attribuer toutes les perfections, et vous le faites si grand et la cause de si grandes choses, afin (199a) qu’il paraisse très-beau et très-bon, je veux dire aux ignorants et non certes aux gens éclairés : cette manière de louer est fort belle et fort imposante ; mais elle m’était tout-à-fait inconnue, lorsque je vous ai donné ma parole. C’est donc ma langue et non mon cœur qui a pris cet engagement. Veuillez m’en dispenser ; je ne vous ferai pas encore aujourd’hui un éloge de ce genre, car je ne le pourrais absolument pas. Mais si vous le voulez, je parlerai à ma manière, ne m’attachant qu’à dire des choses vraies, (199b) sans me donner ici le ridicule de prétendre disputer d’éloquence avec vous. Ainsi vois, Phèdre, si tu veux te contenter d’un éloge qui ne passera pas les bornes de la vérité, et dont le style sera tout simple.
Phèdre et l’assemblée répondirent qu’ils approuvaient fort qu’il parlât comme il lui plairait. — Permets-moi donc, Phèdre, reprit Socrate, de faire d’abord quelques questions à Agathon, afin qu’étant d’accord avec lui, je puisse parler avec plus d’assurance. (199c)
— Très-volontiers, répondit Phèdre.
Après quoi Socrate commença.
— « Je trouve, mon cher Agathon, que tu débutes fort bien en disant qu’il faut montrer d’abord quelle est la nature de l’amour, et ensuite quels sont ses effets. J’aime tout-à-fait ce début. Voyons, après tout ce que tu as dit de beau et de magnifique sur la nature de l’amour, dis-moi aussi, (199d) je te prie, s’il est l’amour de quelque chose ou de rien. Et je ne te demande pas s’il est fils d’un père ou d’une mère ; car ce serait une question ridicule. Mais suppose qu’à propos d’un père, je te demande s’il est père de quelqu’un ou non, ta réponse, pour être juste, devrait être, qu’il est père d’un fils ou d’une fille : n’en conviens-tu pas?
— Oui sans doute, dit Agathon.
— Et il en serait de même d’une mère?
Agathon en convint encore. (199e)
— Souffre donc, ajouta Socrate, que je te fasse encore quelques interrogations, pour te découvrir mieux ma pensée. Un frère est-il frère de quelqu’un?
— Oui.
— Et d’un frère ou d’une sœur?
— Sans contredit.
— Tâche donc, reprit Socrate, de nous montrer si l’Amour est l’amour de quelque chose ou de rien.
— De quelque chose certainement. (200a)
— Retiens bien ce que tu avances là, et souviens-toi de quoi l’Amour est amour selon toi. Mais, avant d’aller plus loin, dis-moi si l’Amour désire la chose dont il est amour.
— Il la désire.
— Mais reprit Socrate, est-il possesseur de la chose qu’il désire et qu’il aime ; ou bien ne la possède-t-il pas?
— Vraisemblablement, reprit Agathon, il ne la possède pas.
— Vraisemblablement ! Vois plutôt s’il ne faut pas nécessairement que celui qui désire une chose, manque de la chose qu’il désire, (200b) ou bien qu’il ne le désire pas, s’il n’en manque pas. Pour moi, je trouve cela tout-à-fait nécessaire. Et toi que t’en semble?
— Je suis de ton avis.
— À merveille. Par exemple, celui qui est grand, voudrait-il être grand, et celui qui est fort, être fort?
— Impossible, d’après ce dont nous sommes convenus.
— Car étant grand et fort, il ne manque ni de grandeur ni de force.
— Tu as raison.
— Si celui qui est fort, reprit Socrate, voulait être fort, celui qui est agile, agile, et celui qui est bien portant, bien portant… car peut-être y a-t-il quelqu’un qui ne trouverait pas cette hypothèse absurde, savoir qu’il y a des gens qui possédant la force, l’agilité et la santé, (200c) désirent encore ce qu’ils possèdent ; j’insiste sur ce point, de peur d’illusion : réfléchis bien, Agathon ? ce que ces gens possèdent, il est de toute nécessité qu’ils le possèdent, bon gré mal gré ; comment donc s’aviseraient-ils de le désirer ? Et si on objectait qu’un homme riche et sain pourrait dire : Je souhaite (200d) les richesses et la santé, et par conséquent je désire ce que je possède, nous lui répondrions : Mon cher, ton désir ne peut tomber que sur l’avenir : car présentement, il est certain que tu possèdes ces biens, bon gré mal gré ; vois donc si lorsque tu dis, je désire une chose que j’ai présentement, cela ne signifie pas ; je désire d’avoir encore à l’avenir ce que j’ai en ce moment. N’en conviendrait-il pas?
— Il le faudrait, reprit Agathon.
— Eh bien, continua Socrate, cela n’est-il pas aimer et désirer ce dont on n’est pas sûr, ce qu’on ne possède pas encore, savoir la conservation de ce qu’on possède présentement ? (200e)
— Oui, vraiment.
— Ainsi désirer dans ce cas, comme toujours, c’est désirer ce dont on n’est pas sûr, ce qui n’est pas encore présent, ce qu’on ne possède pas, ce qu’on n’est pas, ce dont on manque ; voilà ce qui constitue le désir et l’amour.
— Il est vrai.
— Repassons, ajouta Socrate, tout ce que nous venons de dire. Premièrement l’Amour est amour de quelque chose, en second lieu, d’une chose qui lui manque. (201a) — J’en conviens, dit Agathon.
— Souviens-toi maintenant, reprit Socrate, de quoi tu as dit que l’Amour est amour. Si tu veux, je t’en ferai souvenir. Tu as dit, ce me semble, que les différends des dieux ont été arrangés par l’amour de la beauté, car il n’y a pas d’amour de la laideur. N’est-ce pas ce que tu disais?
— Oui.
— Et avec raison. Selon tes propres paroles l’amour est l’amour de la beauté ? — Sans doute. (201b)
— Or, ne sommes-nous pas convenus que l’Amour désire les choses qu’il n’a pas ? — Nous en sommes convenus.
— Donc l’Amour manque de beauté.
— Il le faut conclure.
— Eh bien, appelles-tu beau ce qui manque de beauté, ce qui ne possède la beauté d’aucune manière?
— Non certainement.
— S’il en est ainsi, reprit Socrate, assures-tu encore que l’Amour est beau?
— J’avoue, répondit Agathon, que je n’avais pas bien compris ce que je disais. (201c)
— Tu parles sagement, Agathon, reprit Socrate : mais continue un peu à me répondre. Te paraît-il que les bonnes choses soient belles?
— Il me le paraît.
— Si l’Amour manque de beauté, et que le beau soit inséparable du bon, l’Amour manque donc aussi de bonté.
— Il en faut demeurer d’accord, Socrate ; car il n’y a pas moyen de te résister. (201d)
— Ô mon cher ami, c’est à la vérité qu’il est impossible de résister ; car pour Socrate, c’est bien facile. Mais je quitte Agathon, et je vais vous rapporter le discours que j’ai entendu tenir à une femme de Mantinée, à Diotime. Elle était savante en amour et sur beaucoup d’autres choses. Ce fut elle qui prescrivit aux Athéniens les sacrifices qui suspendirent dix ans une peste dont ils étaient menacés. Je tiens d’elle tout ce que je sais sur l’amour. Je vais essayer de vous rapporter comme je pourrai les instructions qu’elle m’a données d’après les principes dont nous venons de convenir, Agathon et moi ; et, pour ne point m’écarter de ta méthode, Agathon, (201e) j’expliquerai d’abord ce que c’est que l’amour, et ensuite quels sont ses effets. Je trouve plus commode de vous rendre fidèlement la conversation entre l’étrangère et moi, comme elle eut lieu. J’avais dit à Diotime presque les mêmes choses qu’Agathon vient de dire : que l’Amour était un dieu grand et beau ; et elle se servait des mêmes raisons que je viens d’employer contre Agathon, pour me prouver que l’Amour n’était ni beau ni bon. Je lui répliquai : Qu’entends-tu, Diotime ? quoi, l’Amour serait-il laid et mauvais !
— Parle mieux, me répondit-elle. Crois-tu que tout ce qui n’est pas beau soit nécessairement laid ? (202a)
— Je le crois.
— Et crois-tu qu’on ne puisse manquer de science sans être absolument ignorant, ou ne penses-tu pas qu’il y a un milieu entre la science et l’ignorance?
— Quel milieu?
— Avoir une opinion vraie sans pouvoir en rendre raison, ne sais-tu pas que cela n’est ni science, puisque la science doit être fondée sur des raisons, ni ignorance, puisque ce qui participe du vrai ne peut s’appeler ignorance. L’opinion vraie tient donc le milieu entre la science et l’ignorance.
— J’avouai à Diotime qu’elle disait vrai. (202c)
— Ne conclus donc pas, reprit-elle, que tout ce qui n’est pas beau est laid, et que tout ce qui n’est pas bon est mauvais ; et conviens que pour avoir reconnu que l’amour n’est ni beau ni bon, tu n’es pas dans la nécessité de le croire laid et mauvais.
— Mais pourtant, lui répliquai-je, tout le monde est d’accord que l’amour est un grand dieu. — Par tout le monde, entends-tu, Socrate, les savants ou les ignorants?
— J’entends tout le monde, lui dis-je, sans exception.
— Comment, reprit-elle en souriant, (202c) pourrait-il passer pour un grand dieu parmi ceux qui ne le reconnaissent pas même pour un dieu?
— Qui peuvent être ceux-là ? dis-je.
— Toi et moi, répondit-elle.
— Comment, repris-je, peux-tu assurer que je t’aie rien dit d’approchant?
— Je te le montrerai aisément. Réponds-moi, je te prie. Ne dis-tu pas que tous les dieux sont beaux et heureux ? ou oserais-tu dire qu’il y a un dieu qui ne soit ni heureux ni beau?
— Non, par Jupiter.
— N’appelles-tu pas heureux ceux qui possèdent les belles et bonnes choses ? — Ceux-là seulement. (202d)
— Mais précédemment tu es convenu que l’amour désire les belles et. les bonnes choses, et que le désir est une marque de privation.
— J’en suis convenu en effet.
— Comment donc, reprit Diotime, se peut-il que l’amour soit dieu, étant privé de ce qui est bon et beau?
— Il faut que j’avoue que cela ne se peut
— Ne vois-tu donc pas bien que tu penses que l’amour n’est pas un dieu?
— Quoi, lui répondis-je, est-ce que l’amour est mortel?
— Je ne dis pas cela.
— Mais enfin, Diotime, dis moi qu’est-il donc?
— C’est comme je te le disais tout à l’heure, quelque chose d’intermédiaire entre le mortel et l’immortel.
— Mais quoi enfin?
— C’est un grand démon, Socrate, et tout démon tient le milieu (202e) entre les dieux et les hommes.
— Quelle est, lui demandai-je, la fonction d’un démon?
— D’être l’interprète et l’entremetteur entre les dieux et les hommes apportant au ciel les vœux et les sacrifices des hommes, et rapportant aux hommes les ordres des dieux et les récompenses qu’ils leur accordent pour leurs sacrifices. Les démons entretiennent l’harmonie de ces deux sphères : ils sont le lien qui unit le grand tout. C’est d’eux que procède toute la science divinatoire et l’art des prêtres relativement aux sacrifices, aux initiations, (203a) aux enchantements, aux prophéties et à la magie. Dieu ne se manifeste point immédiatement à l’homme, et c’est par l’intermédiaire des démons que les dieux commercent avec les hommes et leur parlent, soit pendant la veille soit pendant le sommeil. Celui qui est savant dans toutes ces choses est un homme démoniaque ou inspiré ; et celui qui excelle dans le reste, dans les arts et métiers, est appelé manœuvre. Les démons sont en grand nombre, et de plusieurs sortes ; et l’Amour est l’un d’eux.
— De quels parents tire-t-il sa naissance ? dis-je à Diotime.
— Le récit en est un peu long, reprit-elle, mais je vais toujours te le faire.
« À la naissance de Vénus, il y eut chez les dieux un festin où se trouvait, entre autres, Poros, fils de Métis. Après le repas, comme il y avait eu grande chère, Penia s’en vint demander quelque chose, et se tint auprès de la porte. En ce moment, Poros, enivré de nectar (car il n’y avait pas encore de vin), se retira dans le jardin de Jupiter, et là, ayant la tête pesante, il s’endormit. Alors Penia, s’avisant qu’elle ferait bien dans sa détresse d’avoir un enfant de Poros, (203c) s’alla coucher auprès de lui, et devint mère de l’Amour. Voilà d’abord comment, ayant été conçu le jour même de la naissance de Vénus, l’Amour devint son compagnon et son serviteur, outre que de sa nature il aime la beauté, et que Vénus est belle. Maintenant, comme fils de Poros et de Penia, voici quel fut son partage. D’un coté, il est toujours pauvre, et non pas délicat et beau comme la plupart des gens se l’imaginent, mais maigre, (203d) défait, sans chaussure, sans domicile, point d’autre lit que la terre, point de couverture, couchant à la belle étoile auprès des portes et dans les rues, enfin, en digne fils de sa mère, toujours misérable. D’un autre côté, suivant le naturel de son père, il est toujours à la piste de ce qui est beau et bon ; il est mâle, entreprenant, robuste, chasseur habile, sans cesse combinant quelque artifice, jaloux de savoir et mettant tout en œuvre pour y parvenir, passant toute sa vie à philosopher, enchanteur, magicien, sophiste. Sa nature n’est (203e) ni d’un immortel, ni d’un mortel : mais tour à tour dans la même journée il est florissant, plein de vie, tant que tout abonde chez lui ; puis il s’en va mourant, puis il revit encore, grâce à ce qu’il tient de son père.
Tout ce qu’il acquiert lui échappe sans cesse : de sorte que l’Amour n’est jamais ni absolument opulent ni absolument misérable ; de même qu’entre la sagesse et l’ignorance (204a) il reste sur la limite, et voici pourquoi : aucun dieu ne philosophe et ne songe à devenir sage, attendu qu’il l’est déjà ; et en général quiconque est sage n’a pas besoin de philosopher. Autant en dirons-nous des ignorants : ils ne sauraient philosopher ni vouloir devenir sages : l’ignorance a précisément l’inconvénient de rendre contents d’eux-mêmes des gens qui ne sont cependant ni beaux, ni bons, ni sages ; car enfin nul ne désire les choses dont il ne se croit point dépourvu.
— Mais, Diotime, lui dis-je, quels sont donc les gens qui font de la philosophie, si ce ne sont ni les sages ni les ignorants ? (204b)
— Il est tout simple, même pour un enfant, répondit-elle, que ce sont ceux qui tiennent le milieu entre les uns et les autres, et l’Amour est de ce nombre. La sagesse est une des plus belles choses du monde, or l’Amour est amoureux de ce qui est beau, d’où il suit que l’Amour est amoureux de la sagesse, c’est-à-dire philosophe, et qu’à ce titre il tient le milieu entre sage et ignorant. Tout cela, par le fait de sa naissance : car il vient d’un père sage et qui est dans l’abondance, et d’une mère qui n’est ni l’un ni l’autre. Telle est, mon cher Socrate, la nature de ce démon. (204c) Quant à l’idée que tu t’en formais, elle ne me surprend point. Tu te figurais, si j’ai bien saisi le sens de tes paroles, que l’Amour est l’objet aimé, non le sujet aimant ; et c’est, je pense, pour cela que l’Amour t’a semblé si beau ; car tout objet aimable est par cela même beau, charmant, accompli, céleste ; mais ce qui aime doit être conçu autrement, et je l’ai peint sous ses vraies couleurs.
— Eh bien, soit, étrangère. Tu raisonnes à merveille : mais l’Amour étant tel que tu viens de le dire, de quelle utilité est-il aux hommes ? (204d)
— C’est à présent, Socrate, reprit-elle, ce que je vais tâcher de t’apprendre. Nous savons ce que c’est que l’Amour, d’où il vient, et que la beauté, comme tu le dis, est son objet. Si quelqu’un maintenant venait nous dire : Socrate, Diotime, qu’est-ce que l’amour de la beauté ? Ou, pour me faire mieux entendre : Celui qui aime ce qui est beau, que lui veut-il ? — Il veut se l’approprier, répondis-je.
— Cette réponse attend une, nouvelle question, dit-elle : s’il se l’approprie, que lui en adviendra-t-il?
— Je convins que je n’étais pas en état de répondre à cela. (204e)
— Eh bien, reprit-elle, si l’on change de terme, et qu’en mettant le bon à la place du beau on te demande : Socrate, celui qui aime ce qui est bon, que lui veut-il?
— Il veut se l’approprier.
— Et s’il se l’approprie, que lui en adviendra-t-il?
— Je trouve, lui dis-je, la réponse plus facile cette fois : c’est qu’il deviendra heureux. (205a) — Bien, répondit-elle ; c’est par la possession des bonnes choses que les heureux sont heureux. Et il n’est plus besoin de demander en outre pour quelle raison celui qui veut être heureux veut l’être : tout est fini, je pense, par ta réponse.
— Il est vrai, Diotime.
— Mais cette volonté, cet amour, dis-moi, penses-tu qu’ils soient communs à tous les hommes, et que tous veuillent avoir toujours ce qui est bon ? qu’en penses-tu?
— Oui, Diotime, cela me paraît commun à tous les hommes.
— Pourquoi donc, Socrate, ne disons-nous pas de tous les hommes qu’ils aiment, (205b) puisqu’ils aiment tous et toujours la même chose ? et pourquoi le disons-nous de quelques-uns plutôt que d’autres?
— C’est ce dont je suis moi-même surpris.
— Il ne faut point t’en étonner : nous distinguons une espèce particulière de l’Amour et nous l’appelons amour, du nom de tout le genre, tandis que pour les autres espèces nous employons divers autres termes.
— Je voudrais quelque exemple de ceci.
— Un exemple ? Le voici. Tu sais que poésie est un mot qui renferme bien des choses : il exprime en général la cause qui fait passer du non être à l’être quoi que ce soit : de sorte que toute invention est poésie, et que tous les inventeurs sont poètes.
— Cela est vrai.
— Tu vois cependant qu’on ne les qualifie pas tous de poètes, mais qu’on leur donne divers autres noms ; et, que de tout ce qui est poésie, une seule partie prise à part, celle de la musique et de la métrique a reçu le nom de tout le genre. C’est cette partie seule, et ceux qui s’y livrent, qu’on appelle poésie et poètes.
— À merveille, Diotime. (205d)
— De même en est-il de l’amour : en somme, c’est tout désir des bonnes choses, c’est pour tout le monde ce grand et industrieux amour du bonheur : et pourtant d’une foule de gens qui tendent à ce même but dans mille directions diverses, soit par une profession lucrative, soit par la gymnastique, soit par la philosophie, on ne dit pas qu’ils aiment, qu’ils sont amants ; mais ceux-là seuls qui se livrent tout entiers à une espèce particulière de l’amour reçoivent les noms de tout le genre : amour, aimer, amants.
— Tu me parais avoir raison, lui dis-je.
— On a dit, reprit-elle, que chercher la moitié de soi-même, (205e) c’est aimer ; pour moi je dirais plutôt qu’aimer ce n’est chercher, mon cher, ni la moitié ni le tout de soi-même, quand ni cette moitié ni ce tout ne sont bons, témoin tous ceux qui se font couper le bras ou la jambe à cause du mal qu’ils y trouvent, bien que ces membres leur appartiennent. En effet ce n’est pas ce qui est nôtre que nous aimons ; je pense ; à moins que l’on n’appelle sien et personnel tout ce qui est bon, et étranger tout ce qui est mauvais, (206a) car ce qu’aiment les hommes c’est uniquement le bon : n’est-ce pas ton avis?
— Assurément.
— Maintenant donc, suffît-il d’affirmer simplement que les hommes aiment le bon?
— Oui.
— Comment ! ne faut-il pas ajouter qu’ils aiment que le bon soit à eux?
— Oui.
— Et de plus encore, qu’il soit toujours à eux?
— Soit. posséder toujours le bon?
— Rien de plus juste, répondis-je. (206b)
— Tel est l’amour en général, reprit-elle ; mais quelle est la recherche et la poursuite particulière du bon à laquelle s’applique proprement le nom d’amour ? que peut-ce être ? Pourrais-tu me le dire?
— Non, Diotime : autrement je ne serais pas en admiration devant ta sagesse, et je ne viendrais pas vers toi pour que tu m’apprennes ces secrets.
— C’est donc à moi de te le dire : c’est la production dans la beauté, selon le corps et selon l’esprit.
— Ceci demanderait un devin, lui dis-je : pour moi, je ne comprends point. (206c)
— Eh bien, je vais m’expliquer. Oui, Socrate, tous les hommes sont féconds selon le corps et selon l’esprit ; et à peine arrivés à un certain âge, notre nature demande à produire. Or elle ne peut produire dans la laideur, mais dans la beauté ; l’union de l’homme et de la femme est production : et cette production est œuvre divine ; fécondation, génération, voilà ce qui fait l’immortalité de l’animal mortel. Mais ces effets ne sauraient s’accomplir dans ce qui est discordant ; or, il y a désaccord de tout ce qui est divin avec le laid ; il y a accord au contraire avec le beau. Ainsi la beauté est comme la déesse de la conception et comme celle de l’enfantement. C’est pourquoi, lorsque l’être fécond s’approche de la beauté, il éprouve du contentement, il se répand dans sa joie, il engendre, il produit. (206d) Si au contraire il s’approche du laid, alors, triste et découragé, il se retire, se détourne, se contracte, il ne produit point, et porte le poids de son germe avec douleur. De là, chez tous ceux qui sont féconds et que presse le besoin de produire, (206e) cette inquiète poursuite de la beauté, qui doit les délivrer des douleurs de l’enfantement. Par conséquent, Socrate, l’objet de l’amour, ce n’est pas la beauté, comme tu l’imagines.
— Et qu’est-ce donc?
— C’est la génération, et la production dans la beauté.
— J’y consens, Diotime.
— Il le faut bien, reprit-elle.
— Mais, dis-je, pourquoi l’objet de l’amour est-il la génération?
— Parce que ce qui nous rend impérissable, toute l’immortalité que comporte notre nature mortelle, c’est la génération. Or, d’après ce que nous avons reconnu précédemment, (207a) il est nécessaire que le désir de l’immortalité s’attache à ce qui est bon, puisque l’amour consiste à vouloir posséder toujours le bon. D’où il résulte évidemment que l’immortalité est aussi l’objet de l’amour.
Telles étaient les explications que Diotime me donnait dans nos entretiens sur l’amour. Une fois elle me dit : D’où proviennent, à ton avis, Socrate, cet amour et ce désir ? N’as-tu pas observé dans quelle crise étrange se trouvent tous les animaux volatiles et terrestres, quand arrive le désir d’engendrer ? comme ils sont malades, (207b) et en peine d’amour, d’abord quand ils ont à s’accoupler entre eux ; ensuite quand il s’agit de nourrir leur progéniture ; toujours prêts pour sa défense, même les plus faibles, à combattre contre les plus forts et à mourir pour elle, s’imposant la faim et mille autres sacrifices pour la faire vivre ? À l’égard des hommes, on pourrait dire que c’est par raison qu’ils agissent ainsi : mais les animaux ! pourrais-tu me dire d’où leur viennent (207c) ces dispositions si amoureuses?
Je répondis que je l’ignorais.
Et te flatterais-tu, reprit-elle, d’entendre jamais rien à l’amour, si tu ignores une pareille chose?
— Mais, Diotime, je te le répète, c’est pour cela même que je m’adresse à toi, sachant que j’ai besoin de leçons. Explique-moi donc la cause de ce phénomène et de tous ceux qui se rapportent à l’amour.
— Eh bien, dit-elle, ma question ne doit point t’embarrasser, si tu crois que naturellement l’objet de l’amour est celui que nous lui avons plusieurs fois reconnu : (207c) car c’est encore ici, comme précédemment, le même principe d’après lequel la nature mortelle tend à se perpétuer autant que possible et à se rendre immortelle ; et son seul moyen c’est la naissance, laquelle substitue un individu jeune à un autre plus vieux. On dit bien d’un individu, en particulier, qu’il vit et qu’il est le même, et l’on en parle comme d’un être identique depuis sa première enfance jusqu’à sa vieillesse ; et cela sans considérer qu’il ne présente plus les mêmes parties, qu’il naît et se renouvelle sans cesse, et meurt sans cesse dans son ancien état, et dans les cheveux et dans la chair, et dans les os (207e) et dans le sang, en un mot dans le corps tout entier. Et non-seulement le corps, mais l’âme change aussi bien d’habitudes, de mœurs, d’opinions, de désirs, de plaisirs, de chagrins, de craintes : de toutes ces choses nulle ne demeure la même, chacune naît et meurt à son tour.
Et, ce qui est plus singulier encore, non-seulement les connaissances (208a) naissent et meurent en nous de la même façon (car, à cet égard encore, nous changeons sans cesse), mais chacune de ces connaissances subit en particulier les mêmes métamorphoses que nous. En effet, ce qu’on appelle réflexion se rapporte à une connaissance qui s’en va : car l’oubli est la fuite d’une connaissance ; or la réflexion formant en nous un nouveau souvenir à la place de celui qui n’est plus, maintient la connaissance, si bien que nous croyons que c’est la même. Telle est la manière dont tous les êtres mortels se conservent ; ils ne restent pas constamment et absolument les mêmes comme (208b) ce qui est divin, mais ceux qui s’en vont et vieillissent laissent après eux de nouveaux individus semblables à ce qu’ils ont été eux-mêmes !
Voilà, Socrate, par quel arrangement l’être mortel participe de l’immortalité, et quant au corps et à tout autre égard. Pour l’être immortel, c’est autre chose. Ne t’étonne donc plus que naturellement tous les êtres attachent tant de prix à leurs rejetons ; car l’ardeur et l’amour dont chacun est tourmenté sans cesse, a pour but l’immortalité.
Après qu’elle m’eut parlé de la sorte, je lui dis, plein d’admiration :
— À merveille, ô sage Diotime ; mais se peut-il bien qu’il en soit réellement ainsi ? (208c)
Elle, du ton d’un sophiste parfait :
— N’en fais aucun doute, répondit-elle. Et, maintenant, Socrate, pour peu que tu veuilles réfléchir sur l’ambition des hommes, tu ne saurais manquer de la trouver bizarre et inconséquente, si tu ne songes au désir puissant qui les domine de se faire un nom et d’acquérir une gloire impérissable. C’est ce motif, plus encore que l’amour (208d) de leurs enfants, qui leur fait braver tous les dangers, sacrifier leur fortune, endurer toutes les fatigues, et donner même leur vie. Penses-tu en effet qu’Alceste eût souffert la mort à la place d’Admète ; qu’Achille l’eût cherchée pour venger Patrocle, ou que votre Codrus s’y fût dévoué pour assurer la royauté à ses enfants, s’ils n’eussent point compté sur cet immortel souvenir de leur vertu qui vit encore parmi nous ? Non certes, et il s’en faut de beaucoup. Pour cette immortalité de la vertu, pour cette noble renommée, il n’est rien, ce me, semble, que chacun ne fasse, et les plus gens de bien sont les plus empressés à ce dévouement, (208e) car ils désirent l’immortalité.
Maintenant, continua Diotime, ceux qui sont féconds selon le corps, préfèrent s’adresser aux femmes, et leur manière d’être amoureux c’est de procréer des enfants pour s’assurer l’immortalité, la perpétuité de leur nom et le bonheur, à ce qu’ils s’imaginent, dans un avenir sans fin. Mais pour ceux qui sont féconds selon (209a) l’esprit… Et, ajouta Diotime en s’interrompant, il en est qui sont plus féconds d’esprit que de corps, pour les choses qu’il appartient à l’esprit de produire. Or, qu’appartient-il à l’esprit de produire ? La sagesse et les vertus, qui doivent leur naissance aux poètes, et généralement à tous les artistes doués du génie de l’invention. Mais la plus haute et la plus belle de toutes les sagesses est celle qui établit l’ordre et les lois dans les cités et les sociétés humaines : elle se nomme prudence et justice. Quand donc un mortel (209b) divin porte en son âme dès l’enfance les nobles germes de ces vertus, et qu’arrivé à l’âge mûr il éprouve le désir d’engendrer et de produire, alors il s’en va aussi cherchant de côté et d’autre la beauté dans laquelle il pourra exercer sa fécondité, ce qu’il ne pourrait jamais faire dans la laideur. Pressé de ce besoin, il aime les beaux corps de préférence aux laids, et s’il y rencontre une âme belle, généreuse et bien née, cette réunion en un même sujet lui plaît souverainement. Auprès d’un être pareil, il lui vient en foule d’éloquents discours sur la vertu, sur les devoirs et les occupations (209c) de l’homme de bien ; enfin il se voue à l’instruire.
Ainsi, par le contact et la fréquentation de la beauté, il développe et met au jour les fruits dont il portait le germe ; absent ou présent il y pense sans cesse et les nourrit en commun avec son bien-aimé. Leur lien est bien plus intime que celui de la famille, et leur affection bien plus forte, puisque leurs enfants sont bien plus beaux et plus immortels. Il n’est point d’homme qui ne préfère de tels enfants à toute autre postérité, s’il vient à considérer, avec une noble jalousie, la renommée et la mémoire immortelle (209d) que garantissent à Homère, à Hésiode et aux grands poètes leurs immortelles productions ; ou bien encore, s’il considère quels enfants un Lycurgue a laissés après lui à Sparte, pour le salut de sa patrie, et je dirai presque de la Grèce entière. Telle a été parmi vous la gloire d’un Solon, père des lois, et d’autres grands hommes, (209e) en diverses contrées, soit en Grèce, soit chez les Barbares, pour avoir accompli de nombreux et admirables travaux, et enfanté toutes sortes de vertus. De tels enfants leur ont valu des temples ; ceux des hommes, qui sortent du sein d’une femme, n’en ont jamais fait élever à personne.
J’ai bien pu, Socrate, t’initier jusque-là (210a) dans les mystères de l’amour : mais pour les derniers degrés de ces mystères, et les révélations les plus secrètes auxquelles tout ce que je viens de te dire n’est qu’une préparation, je ne sais trop si tu pourrais suivre même un bon guide. Toutefois je ne laisserai point de continuer, et il ne manquera rien du moins à ma bonne volonté. Tâche de me suivre du mieux qu’il te sera possible.
Elle continua en ces termes :
— Celui qui veut s’y prendre comme il convient, doit, dès son jeune âge, commencer par rechercher les beaux corps. D’abord, s’il est bien dirigé, il doit n’en aimer qu’un seul, et là concevoir et enfanter de beaux discours. Ensuite il doit reconnaître que la beauté (210b) qui réside dans un corps est sœur de la beauté qui réside dans les autres. Et s’il est juste de rechercher ce qui est beau en général, notre homme serait bien peu sensé de ne point envisager la beauté de tous les corps comme une seule et même chose. Une fois pénétré de cette pensée, il doit faire profession d’aimer tous les beaux corps, et dépouiller toute passion exclusive, qu’il doit dédaigner et regarder comme une petitesse.
Après cela, il doit considérer la beauté de l’âme comme bien plus relevée que celle du corps, de sorte qu’une âme belle, d’ailleurs accompagnée de peu d’agréments extérieurs, (210c) suffise pour attirer son amour et ses soins, et pour qu’il se plaise à y enfanter les discours qui sont le plus propres à rendre la jeunesse meilleure. Par là il sera amené à considérer le beau dans les actions des hommes et dans les lois, et à voir que la beauté morale est partout de la même nature ; alors il apprendra à regarder la beauté physique comme peu de chose. De la sphère de l’action il devra passer à celle de l’intelligence et contempler la beauté des sciences ; ainsi (210d) arrivé à une vue plus étendue de la beauté, libre de l’esclavage et des étroites pensées du servile amant de la beauté de tel jeune garçon ou de tel homme ou de telle action particulière, lancé sur l’océan de la beauté, et tout entier à ce spectacle, il enfante avec une inépuisable fécondité les pensées et les discours les plus magnifiques et les plus sublimes de la philosophie ; jusqu’à ce que, grandi et affermi dans ces régions supérieures, il n’aperçoive plus qu’une science, celle du beau dont (210e) il me reste à parler.
Donne-moi, je te prie, Socrate, toute l’attention dont tu es capable. Celui qui dans les mystères de l’amour s’est avancé jusqu’au point où nous en sommes par une contemplation progressive et bien conduite, parvenu au dernier degré de l’initiation, verra tout-à-coup apparaître à ses regards une beauté merveilleuse, celle, ô Socrate, qui est la fin de tous ses travaux précédents : (211a) beauté éternelle, non engendrée et non périssable, exempte de décadence comme d’accroissement, qui n’est point belle dans telle partie et laide dans telle autre, belle seulement en tel temps, dans tel lieu, dans tel rapport, belle pour ceux-ci, laide pour ceux-là ; beauté qui n’a point de forme sensible, un visage, des mains, rien de corporel ; qui n’est pas non plus telle pensée ni telle science particulière ; qui ne réside dans aucun être différent d’avec lui-même, comme un animal ou la terre (211b) ou le ciel ou toute autre chose ; qui est absolument identique et invariable par elle-même ; de laquelle toutes les autres beautés participent, de manière cependant que leur naissance ou leur destruction ne lui apporte ni diminution ni accroissement ni le moindre changement.
Quand de ces beautés inférieures on s’est élevé, par un amour bien entendu des jeunes gens, jusqu’à la beauté parfaite, et qu’on commence à l’entrevoir, on n’est pas loin du but de l’amour. (211c) En effet, le vrai chemin de l’amour, qu’on l’ait trouvé soi-même ou qu’on y soit guidé par un autre, c’est de commencer par les beautés d’ici-bas, et les yeux attachés sur la beauté suprême, de s’y élever sans cesse en passant pour ainsi dire par tous les degrés de l’échelle, d’un seul beau corps à deux, de deux à tous les autres, des beaux corps aux beaux sentiments, des beaux sentiments aux belles connaissances, jusqu’à ce que, de connaissances en connaissances, on arrive à la connaissance par excellence, qui n’a d’autre objet que le beau lui-même, et qu’on finisse (211d) par le connaître tel qu’il est en soi.
Ô mon cher Socrate ! continua l’étrangère de Mantinée, ce qui peut donner du prix à cette vie, c’est le spectacle de la beauté éternelle. Auprès d’un tel spectacle, que seraient l’or et la parure, les beaux enfants et les beaux jeunes gens, dont la vue aujourd’hui te trouble, et dont la contemplation et le commerce ont tant de charme pour toi et pour beaucoup d’autres que vous consentiriez à perdre, s’il se pouvait, le manger et le boire, pour ne faire que les voir et être avec eux. Je le demande, (211e) quelle ne serait pas la destinée d’un mortel à qui il serait donné de contempler le beau sans mélange, dans sa pureté et simplicité, non plus revêtu de chairs et de couleurs humaines, et de tous ces vains agréments condamnés à périr, à qui il serait donné de voir face à face, sous sa forme unique, la beauté divine !
Penses-tu (212a) qu’il eût à se plaindre de son partage celui qui, dirigeant ses regards sur un tel objet, s’attacherait à sa contemplation et à son commerce ? Et n’est-ce pas seulement en contemplant la beauté éternelle avec le seul organe par lequel elle soit visible, qu’il pourra y enfanter et y produire, non des images de vertus, parce que ce n’est pas à des images qu’il s’attache, mais des vertus réelles et vraies, parce que c’est la vérité seule qu’il aime ? Or c’est à celui qui enfante la véritable vertu et qui la nourrit, qu’il appartient d’être chéri de Dieu ; c’est à lui plus qu’à tout autre homme qu’il appartient d’être immortel.
Mon cher Phèdre, et vous tous qui m’écoutez, tels furent les discours de Diotime ; ils m’ont persuadé, je l’avoue, et je voudrais à mon tour persuader à d’autres que, pour atteindre un si grand bien, nous n’avons guère, ici-bas d’auxiliaire plus puissant que l’Amour. Aussi je prétends que tout homme doit honorer l’Amour, et pour moi je rends hommage à tout ce qui s’y rapporte, je m’y adonne d’un zèle tout particulier, je le recommande à autrui, et, en ce moment même, je viens, selon ma coutume, de célébrer de mon mieux l’énergie toute-puissante de l’Amour.
Jowett
I cannot refute you, Socrates, said Agathon:—Let us assume that what you say is true.
Say rather, beloved Agathon, that you cannot refute the truth; for Socrates is easily refuted.
The argument was communicated to Socrates by Diotima.Love is not to be esteemed foul and evil because he is not fair and good:but, on the other hand, he is not a god who does not possess the good and the fair.
And now, taking my leave of you, I will rehearse a tale of love which I heard from Diotima of Mantineia 1 , a woman wise in this and in many other kinds of knowledge, who in the days of old, when the Athenians offered sacrifice before the coming of the plague, delayed the disease ten years. She was my instructress in the art of love, and I shall repeat to you what she said to me, beginning with the admissions made by Agathon, which are nearly if not quite the same which I made to the wise woman when she questioned me: I think that this will be the easiest way, and I shall take both parts myself as well as I can 2 . As you, Agathon, suggested 3 , I must speak first of the being and nature of Love, and then of his works. First I said to her in nearly the same words which he used to me, that Love was a mighty god, and likewise fair; and she proved to me as I proved to him that, by my own showing, Love was neither fair nor good. ‘What do you mean, Diotima,’ I said, ‘is love then evil and foul?’ ‘Hush,’ she cried; ‘must that be foul which is not fair?’ ‘Certainly,’ I said. ‘And is that which is not wise, ignorant? Jowett1892: 202do you not see that there is a mean between wisdom and ignorance?’ ‘And what may that be?’ I said. ‘Right opinion,’ she replied; ‘which, as you know, being incapable of giving a reason, is not knowledge (for how can knowledge be devoid of reason? nor again, ignorance, for neither can ignorance attain the truth), but is clearly something which is a mean between ignorance and wisdom.’ ‘Quite true,’ I replied. ‘Do not then insist,’ she said, ‘that what is not fair is of necessity foul, or what is not good evil; or infer that because love is not fair and good he is therefore foul and evil; for he is in a mean between them.’ ‘Well,’ I said, ‘Love is surely admitted by all to be a great god.’ ‘By those who know or by those who do not know?’ ‘By all.’ ‘And how, Socrates,’ she said with a smile, ‘can Love be acknowledged to be a great god by those who say that he is not a god at all?’ ‘And who are they?’ I said. ‘You and I are two of them,’ she replied. ‘How can that be?’ I said. ‘It is quite intelligible,’ she replied; ‘for you yourself would acknowledge that the gods are happy and fair—of course you would—would you dare to say that any god was not?’ ‘Certainly not,’ I replied. ‘And you mean by the happy, those who are the possessors of things good or fair?’ ‘Yes.’ ‘And you admitted that Love, because he was in want, desires those good and fair things of which he is in want?’ ‘Yes, I did.’ ‘But how can he be a god who has no portion in what is either good or fair?’ ‘Impossible.’ ‘Then you see that you also deny the divinity of Love.’
He is a great spirit who mediates between gods and men;the son of Plenty and Poverty;a shoeless, houseless, ill–favoured vagabond, who is always conspiring against the fair and good;not wise, but a lover of wisdom.
‘What then is Love?’ I asked; ‘Is he mortal?’ ‘No.’ ‘What then?’ ‘As in the former instance, he is neither mortal nor immortal, but in a mean between the two.’ ‘What is he, Diotima?’ ‘He is a great spirit (δαίμων), and like all spirits he is intermediate between the divine and the mortal.’ ‘And what,’ I said, ‘is his power?’ ‘He interprets,’ she replied, ‘between gods and men, conveying and taking across to the gods the prayers and sacrifices of men, and to men the commands and replies of the gods; he is the mediator who spans the chasm which divides them, and therefore in him all is bound together, and through him the arts of the prophet and the priest, their sacrifices and Jowett1892: 203mysteries and charms, and all prophecy and incantation, find their way. For God mingles not with man; but through Love all the intercourse and converse of God with man, whether awake or asleep, is carried on. The wisdom which understands this is spiritual; all other wisdom, such as that of arts and handicrafts, is mean and vulgar. Now these spirits or intermediate powers are many and diverse, and one of them is Love.’ ‘And who,’ I said, ‘was his father, and who his mother?’ ‘The tale,’ she said, ‘will take time; nevertheless I will tell you. On the birthday of Aphrodite there was a feast of the gods, at which the god Poros or Plenty, who is the son of Metis or Discretion, was one of the guests. When the feast was over, Penia or Poverty, as the manner is on such occasions, came about the doors to beg. Now Plenty, who was the worse for nectar (there was no wine in those days), went into the garden of Zeus and fell into a heavy sleep; and Poverty considering her own straitened circumstances, plotted to have a child by him, and accordingly she lay down at his side and conceived Love, who partly because he is naturally a lover of the beautiful, and because Aphrodite is herself beautiful, and also because he was born on her birthday, is her follower and attendant. And as his parentage is, so also are his fortunes. In the first place he is always poor, and anything but tender and fair, as the many imagine him; and he is rough and squalid, and has no shoes, nor a house to dwell in; on the bare earth exposed he lies under the open heaven, in the streets, or at the doors of houses, taking his rest; and like his mother he is always in distress. Like his father too, whom he also partly resembles, he is always plotting against the fair and good; he is bold, enterprising, strong, a mighty hunter, always weaving some intrigue or other, keen in the pursuit of wisdom, fertile in resources; a philosopher at all times, terrible as an enchanter, sorcerer, sophist. He is by nature neither mortal nor immortal, but alive and flourishing at one moment when he is in plenty, and dead at another moment, and again alive by reason of his father’s nature. But that which is always flowing in is always flowing out, and so he is never in want and never in wealth; and, further, he is in a mean between ignorance and knowledge. The truth of the matter is this: No god is a philosopher or seeker after wisdom, for he is wise already; nor does any man who is wise seek after wisdom. Neither do the ignorant seek after wisdom. For herein is the evil of ignorance, that he who is Jowett1892: 204neither good nor wise is nevertheless satisfied with himself: he has no desire for that of which he feels no want.’ ‘But who then, Diotima,’ I said, ‘are the lovers of wisdom, if they are neither the wise nor the foolish?’ ‘A child may answer that question,’ she replied; ‘they are those who are in a mean between the two; Love is one of them. For wisdom is a most beautiful thing, and Love is of the beautiful; and therefore Love is also a philosopher or lover of wisdom, and being a lover of wisdom is in a mean between the wise and the ignorant. And of this too his birth is the cause; for his father is wealthy and wise, and his mother poor and foolish. Such, my dear Socrates, is the nature of the spirit Love. The error in your conception of him was very natural, and as I imagine from what you say, has arisen out of a confusion of love and the beloved, which made you think that love was all beautiful. For the beloved is the truly beautiful, and delicate, and perfect, and blessed; but the principle of love is of another nature, and is such as I have described.’
Love is of the beautiful, but in what?Of the possession of the beautiful, which is also the possession of the good, which is happiness.Yet love is not commonly used in this general sense.
I said: ‘O thou stranger woman, thou sayest well; but, assuming Love to be such as you say, what is the use of him to men?’ ‘That, Socrates,’ she replied, ‘I will attempt to unfold: of his nature and birth I have already spoken; and you acknowledge that love is of the beautiful. But some one will say: Of the beautiful in what, Socrates and Diotima?—or rather let me put the question more clearly, and ask: When a man loves the beautiful, what does he desire?’ I answered her ‘That the beautiful may be his.’ ‘Still,’ she said, ‘the answer suggests a further question: What is given by the possession of beauty?’ ‘To what you have asked,’ I replied, ‘I have no answer ready.’ ‘Then,’ she said, ‘let me put the word “good” in the place of the beautiful, and repeat the question once more: If he who loves loves the good, what is it then that he loves?’ ‘The possession of the good,’ I said. ‘And what does he gain who possesses the good?’ ‘Happiness,’ I replied; ‘there is less difficulty in Jowett1892: 205answering that question.’ ‘Yes,’ she said, ‘the happy are made happy by the acquisition of good things. Nor is there any need to ask why a man desires happiness; the answer is already final.’ ‘You are right,’ I said. ‘And is this wish and this desire common to all? and do all men always desire their own good, or only some men?—what say you?’ ‘All men,’ I replied; ‘the desire is common to all.’ ‘Why, then,’ she rejoined, ‘are not all men, Socrates, said to love, but only some of them? whereas you say that all men are always loving the same things.’ ‘I myself wonder,’ I said, ‘why this is.’ ‘There is nothing to wonder at,’ she replied; ‘the reason is that one part of love is separated off and receives the name of the whole, but the other parts have other names.’ ‘Give an illustration,’ I said. She answered me as follows: ‘There is poetry, which, as you know, is complex and manifold. All creation or passage of non–being into being is poetry or making, and the processes of all art are creative; and the masters of arts are all poets or makers.’ ‘Very true.’ ‘Still,’ she said, ‘you know that they are not called poets, but have other names; only that portion of the art which is separated off from the rest, and is concerned with music and metre, is termed poetry, and they who possess poetry in this sense of the word are called poets.’ ‘Very true,’ I said. ‘And the same holds of love. For you may say generally that all desire of good and happiness is only the great and subtle power of love; but they who are drawn towards him by any other path, whether the path of money–making or gymnastics or philosophy, are not called lovers—the name of the whole is appropriated to those whose affection takes one form only—they alone are said to love, or to be lovers.’ ‘I dare say,’ I replied, ‘that you are right.’ ‘Yes,’ she added, ‘and you hear people say that lovers are seeking for their other half; but I say that they are seeking neither for the half of themselves, nor for the whole, unless the half or the whole be also a good. And they will cut off their own hands and feet and cast them away, if they are evil; for they love not what is their own, unless perchance there be some one who calls what belongs to him the good, and what belongs to another Jowett1892: 206the evil. For there is nothing which men love but the good. Is there anything?’ ‘Certainly, I should say, that there is nothing.’ ‘Then,’ she said, ‘the simple truth is, that men love the good.’ ‘Yes,’ I said. ‘To which must be added that they love the possession of the good?’ ‘Yes, that must be added.’ ‘And not only the possession, but the everlasting possession of the good?’ ‘That must be added too.’ ‘Then love,’ she said, ‘may be described generally as the love of the everlasting possession of the good?’ ‘That is most true.’
Love is birth, is creation; is the divine power of conception or parturition;is not the love of the beautiful only, but of birth in beauty.
‘Then if this be the nature of love, can you tell me further,’ she said, ‘what is the manner of the pursuit? what are they doing who show all this eagerness and heat which is called love? and what is the object which they have in view? Answer me.’ ‘Nay, Diotima,’ I replied, ‘if I had known, I should not have wondered at your wisdom, neither should I have come to learn from you about this very matter.’ ‘Well,’ she said, ‘I will teach you:—The object which they have in view is birth in beauty, whether of body or soul.’ ‘I do not understand you,’ I said; ‘the oracle requires an explanation.’ ‘I will make my meaning clearer,’ she replied. ‘I mean to say, that all men are bringing to the birth in their bodies and in their souls. There is a certain age at which human nature is desirous of procreation—procreation which must be in beauty and not in deformity; and this procreation is the union of man and woman, and is a divine thing; for conception and generation are an immortal principle in the mortal creature, and in the inharmonious they can never be. But the deformed is always inharmonious with the divine, and the beautiful harmonious. Beauty, then, is the destiny or goddess of parturition who presides at birth, and therefore, when approaching beauty, the conceiving power is propitious, and diffusive, and benign, and begets and bears fruit: at the sight of ugliness she frowns and contracts and has a sense of pain, and turns away, and shrivels up, and not without a pang refrains from conception. And this is the reason why, when the hour of conception arrives, and the teeming nature is full, there is such a flutter and ecstacy about beauty whose approach is the alleviation of the pain of travail. For love, Socrates, is not, as you imagine, the love of the beautiful only.’ ‘What then?’ ‘The love of generation and of birth in beauty.’ ‘Yes,’ I said. ‘Yes, indeed,’ she replied. ‘But why of generation?’ ‘Because to the mortal creature, generation is a sort of eternity and immortality,’ she replied; ‘and if, as has been already admitted, love is of the everlasting possession Jowett1892: 207of the good, all men will necessarily desire immortality together with good: Wherefore love is of immortality.’
Whence arises the great power of love in men and animals?The mortal nature is always changing and generating, body and soul alike;the sciences come and go, and are preserved by recollection; and all human things, unlike the divine, are made immortal by a law of succession.
All this she taught me at various times when she spoke of love. And I remember her once saying to me, ‘What is the cause, Socrates, of love, and the attendant desire? See you not how all animals, birds, as well as beasts, in their desire of procreation, are in agony when they take the infection of love, which begins with the desire of union; whereto is added the care of offspring, on whose behalf the weakest are ready to battle against the strongest even to the uttermost, and to die for them, and will let themselves be tormented with hunger or suffer anything in order to maintain their young. Man may be supposed to act thus from reason; but why should animals have these passionate feelings? Can you tell me why?’ Again I replied that I did not know. She said to me: ‘And do you expect ever to become a master in the art of love, if you do not know this?’ ‘But I have told you already, Diotima, that my ignorance is the reason why I come to you; for I am conscious that I want a teacher; tell me then the cause of this and of the other mysteries of love.’ ‘Marvel not,’ she said, ‘if you believe that love is of the immortal, as we have several times acknowledged; for here again, and on the same principle too, the mortal nature is seeking as far as is possible to be everlasting and immortal: and this is only to be attained by generation, because generation always leaves behind a new existence in the place of the old. Nay even in the life of the same individual there is succession and not absolute unity: a man is called the same, and yet in the short interval which elapses between youth and age, and in which every animal is said to have life and identity, he is undergoing a perpetual process of loss and reparation—hair, flesh, bones, blood, and the whole body are always changing. Which is true not only of the body, but also of the soul, whose habits, tempers, opinions, desires, pleasures, pains, fears, never remain the same in any one of us, but are always coming and going; and equally true of knowledge, and what is still more surprising to us mortals, not only do the sciences in general spring Jowett1892: 208up and decay, so that in respect of them we are never the same; but each of them individually experiences a like change. For what is implied in the word “recollection,” but the departure of knowledge, which is ever being forgotten, and is renewed and preserved by recollection, and appears to be the same although in reality new, according to that law of succession by which all mortal things are preserved, not absolutely the same, but by substitution, the old worn–out mortality leaving another new and similar existence behind—unlike the divine, which is always the same and not another? And in this way, Socrates, the mortal body, or mortal anything, partakes of immortality; but the immortal in another way. Marvel not then at the love which all men have of their offspring; for that universal love and interest is for the sake of immortality.’
The struggles and sufferings of human life are all of them animated by the desire of immortality.
I was astonished at her words, and said: ‘Is this really true, O thou wise Diotima?’ And she answered with all the authority of an accomplished sophist: ‘Of that, Socrates, you may be assured;—think only of the ambition of men, and you will wonder at the senselessness of their ways, unless you consider how they are stirred by the love of an immortality of fame. They are ready to run all risks greater far than they would have run for their children, and to spend money and undergo any sort of toil, and even to die, for the sake of leaving behind them a name which shall be eternal. Do you imagine that Alcestis would have died to save Admetus, or Achilles to avenge Patroclus, or your own Codrus in order to preserve the kingdom for his sons, if they had not imagined that the memory of their virtues, which still survives among us, would be immortal? Nay,’ she said, ‘I am persuaded that all men do all things, and the better they are the more they do them, in hope of the glorious fame of immortal virtue; for they desire the immortal.
The creations of the soul,—conceptions of wisdom and virtue, the works of poets and legislators,—are fairer far than any mortal children.
‘Those who are pregnant in the body only, betake themselves to women and beget children—this is the character of their love; their offspring, as they hope, will preserve their memory and give them the blessedness and immortality which Jowett1892: 209they desire in the future. But souls which are pregnant—for there certainly are men who are more creative in their souls than in their bodies—conceive that which is proper for the soul to conceive or contain. And what are these conceptions?—wisdom and virtue in general. And such creators are poets and all artists who are deserving of the name inventor. But the greatest and fairest sort of wisdom by far is that which is concerned with the ordering of states and families, and which is called temperance and justice. And he who in youth has the seed of these implanted in him and is himself inspired, when he comes to maturity desires to beget and generate. He wanders about seeking beauty that he may beget offspring—for in deformity he will beget nothing—and naturally embraces the beautiful rather than the deformed body; above all when he finds a fair and noble and well–nurtured soul, he embraces the two in one person, and to such an one he is full of speech about virtue and the nature and pursuits of a good man; and he tries to educate him; and at the touch of the beautiful which is ever present to his memory, even when absent, he brings forth that which he had conceived long before, and in company with him tends that which he brings forth; and they are married by a far nearer tie and have a closer friendship than those who beget mortal children, for the children who are their common offspring are fairer and more immortal. Who, when he thinks of Homer and Hesiod and other great poets, would not rather have their children than ordinary human ones? Who would not emulate them in the creation of children such as theirs, which have preserved their memory and given them everlasting glory? Or who would not have such children as Lycurgus left behind him to be the saviours, not only of Lacedaemon, but of Hellas, as one may say? There is Solon, too, who is the revered father of Athenian laws; and many others there are in many other places, both among Hellenes and barbarians, who have given to the world many noble works, and have been the parents of virtue of every kind; and many temples have been raised in their honour for the sake of children such as theirs; which were never raised in honour of any one, for the sake of his mortal children.
He who would be truly initiated should pass from the concrete to the abstract, from the individual to the universal, from the universal to the universe of truth and beauty.
‘These are the lesser mysteries of love, into which even you, Socrates, may enter; to the greater and more hidden Jowett1892: 210ones which are the crown of these, and to which, if you pursue them in a right spirit, they will lead, I know not whether you will be able to attain. But I will do my utmost to inform you, and do you follow if you can. For he who would proceed aright in this matter should begin in youth to visit beautiful forms; and first, if he be guided by his instructor aright, to love one such form only—out of that he should create fair thoughts; and soon he will of himself perceive that the beauty of one form is akin to the beauty of another; and then if beauty of form in general is his pursuit, how foolish would he be not to recognize that the beauty in every form is one and the same! And when he perceives this he will abate his violent love of the one, which he will despise and deem a small thing, and will become a lover of all beautiful forms; in the next stage he will consider that the beauty of the mind is more honourable than the beauty of the outward form. So that if a virtuous soul have but a little comeliness, he will be content to love and tend him, and will search out and bring to the birth thoughts which may improve the young, until he is compelled to contemplate and see the beauty of institutions and laws, and to understand that the beauty of them all is of one family, and that personal beauty is a trifle; and after laws and institutions he will go on to the sciences, that he may see their beauty, being not like a servant in love with the beauty of one youth or man or institution, himself a slave mean and narrow–minded, but drawing towards and contemplating the vast sea of beauty, he will create many fair and noble thoughts and notions in boundless love of wisdom; until on that shore he grows and waxes strong, and at last the vision is revealed to him of a single science, which is the science of beauty everywhere. To this I will proceed; please to give me your very best attention:
He should view beauty, not relatively, but absolutely; and he should pass by stepping–stones from earth to heaven.
‘He who has been instructed thus far in the things of love, and who has learned to see the beautiful in due order and succession, when he comes toward the end will suddenly perceive a nature of wondrous beauty (and this, Socrates, is Jowett1892: 211the final cause of all our former toils)—a nature which in the first place is everlasting, not growing and decaying, or waxing and waning; secondly, not fair in one point of view and foul in another, or at one time or in one relation or at one place fair, at another time or in another relation or at another place foul, as if fair to some and foul to others, or in the likeness of a face or hands or any other part of the bodily frame, or in any form of speech or knowledge, or existing in any other being, as for example, in an animal, or in heaven, or in earth, or in any other place; but beauty absolute, separate, simple, and everlasting, which without diminution and without increase, or any change, is imparted to the ever–growing and perishing beauties of all other things. He who from these ascending under the influence of true love, begins to perceive that beauty, is not far from the end. And the true order of going, or being led by another, to the things of love, is to begin from the beauties of earth and mount upwards for the sake of that other beauty, using these as steps only, and from one going on to two, and from two to all fair forms, and from fair forms to fair practices, and from fair practices to fair notions, until from fair notions he arrives at the notion of absolute beauty, and at last knows what the essence of beauty is. This, my dear Socrates,’ said the stranger of Mantineia, ‘is that life above all others which man should live, in the contemplation of beauty absolute; a beauty which if you once beheld, you would see not to be after the measure of gold, and garments, and fair boys and youths, whose presence now entrances you; and you and many a one would be content to live seeing them only and conversing with them without meat or drink, if that were possible—you only want to look at them and to be with them. But what if man had eyes to see the true beauty—the divine beauty, I mean, pure and clear and unalloyed, not clogged with the pollutions of mortality and all the colours and vanities of human life—thither looking, and holding converse with the true beauty simple and divine? Remember how in that communion only, Jowett1892: 212beholding beauty with the eye of the mind, he will be enabled to bring forth, not images of beauty, but realities (for he has hold not of an image but of a reality), and bringing forth and nourishing true virtue to become the friend of God and be immortal, if mortal man may. Would that be an ignoble life?’
Such, Phaedrus—and I speak not only to you, but to all of you—were the words of Diotima; and I am persuaded of their truth. And being persuaded of them, I try to persuade others, that in the attainment of this end human nature will not easily find a helper better than love. And therefore, also, I say that every man ought to honour him as I myself honour him, and walk in his ways, and exhort others to do the same, and praise the power and spirit of love according to the measure of my ability now and ever.
The words which I have spoken, you, Phaedrus, may call an encomium of love, or anything else which you please.