Enéada III, 2, 14 — A ordem do universo deriva do Intelecto

14- El orden de que hablamos está de acuerdo con la razón, sin que provenga por ello de un acto reflexivo. Y, siendo tal como es, resulta verdaderamente admirable que, aun pudiendo usar de la más perfecta reflexión, no se hubiese alcanzado a realizar nada mejor que lo que conocemos. Este orden es siempre, en todos sus detalles, un orden más inteligible que reflexivo. Y si hay géneros de cosas sujetas siempre al devenir, no debe acusarse de ello a la razón que las hizo, si no se estima que estas mismas cosas han de ser como esos seres no sujetos al devenir y eternos, que se cuentan entre los más inteligibles y sensibles. Entonces, claro está, pídese para ellos un complemento de bien, no considerando suficiente lo que la naturaleza ha dado a cada ser. Y así, surgirá la queja de que un animal no tiene cuernos sin pararse a pensar que la razón no puede extenderse de la misma manera a todas las cosas, sino que conviene que lo que es menor se dé en lo que es mayor y que las partes se contengan en el todo, con lo cual aquéllas no pueden igualarse a éste, a menos que dejen de ser partes.

En el mundo inteligible todo ser es todas las cosas, en tanto en nuestro mundo cada ser no es todas las cosas. El hombre, siendo como es una parte del mundo, es una de estas cosas, pero no el hombre en su totalidad. Si hubiese en alguna parte del mundo un ser que no fuese parte, esa parte ya sería un todo. He aquí, pues, que no hemos de pedir al ser particular que llegue a la cima de la virtud, porque en ese caso no sería ya una parte del todo. Ni hemos de admitir asimismo que el universo siente envidia por el ornato de sus partes y el aumento de su valor, porque el ornato y el aumento de valor de éstas hacen al universo mucho más bello. La alta estimación de las partes se origina por su semejanza, sumisión y adaptación al todo; con ello puede haber, en el lugar que ocupan los hombres, una luz que brille, al igual que ocurre con los astros en el cielo. Desde aquí, en efecto, la visión que tenemos del cielo es la de una grande y hermosa estatua, dotada de vida y engendrada por el arte de Hefaisto: los astros resplandecen sobre su rostro, sobre su pecho y dondequiera que convenga colocarlos.