Enéada III, 2, 17 — O mundo é múltiplo e contem contrários, bons e maus.

17- Si la razón es, en absoluto, tal como decimos, los seres que ella produce serán tanto más contrarios cuanto más separados se encuentren. Así, por ejemplo, el universo sensible contiene menos unidad que su razón, y es, por tanto, más múltiple, y, consiguientemente, más contrario en sus partes: el deseo de vivir y la tendencia a la unidad son mayores en cada uno de los seres. Con frecuencia, el amante que busca su propio bien destruye el ser amado, siempre que éste sea un ser perecedero; el mismo deseo de la parte por integrarse en el todo atrae hacia sí misma todo lo que puede. Esto explica que existan seres buenos y malo, de la misma forma que, obedientes a un mismo arte, las dos partes de un coro proceden en sentido inverso, y decimos entonces que una de las partes es buena y que otra es mala, y que todo, al fin, está bien así. Pero, ¿no hay en tal caso seres malos? No se prescribe ciertamente la existencia de los seres malos, sino tan sólo que su maldad no provenga de ellos. Tal vez convenga la indulgencia con los malos, si es que no se atribuye a la razón la decisión que aquí proceda. La razón, sin embargo, no permite que perdonemos a los malos. Y si el hombre bueno dispone de la parte correspondiente, y lo mismo el hombre malo —éste de una parte realmente mayor—, ocurrirá al igual que en los dramas, donde el autor asigna los papeles sirviéndose de los actores de que dispone. No es él, por tanto, quien señala el protagonista, o el que ocupará el segundo o tercer lugar, pues se limita a dar a cada uno el papel que le conviene, indicándole la posición que debe ocupar. Otro tanto acontece en el universo: hay en él un lugar que conviene al bueno, y otro lugar que conviene al malo. Siguiendo el orden de la naturaleza y de la razón, cada uno se dirige al lugar conveniente que es, al fin, el lugar escogido por él1. Luego, el uno pronuncia palabras impías y realiza actos malos, en tanto el otro hace todo lo contrario. Los actores eran lo que son antes del comienzo del drama, en el que se entregan ya a un determinado papel. En los dramas imaginados por los hombres el autor asigna el papel, mientras sacan de sí mismos la parte buena y la parte mala. ¡Bastante trabajo tienen ya, después de conocidos los pasajes del autor!

En el poema verdadero, que es el que imitan, en parte, los hombres con disposición poética, el alma es el actor y el papel que debe representar lo recibe del autor del universo. Y así como los actores de nuestros dramas reciben sus máscaras, sus vestiduras, sus túnicas amarillas y sus andrajos, así también el alma recibe la suerte correspondiente, sin que en ello intervenga para nada el azar; pues la suerte está de acuerdo con la razón, y el alma se adapta a ella y juega su papel en el drama y en la razón universal. Seguidamente, canta sus propias acciones y todas las demás cosas que el alma realiza según su índole característica. Pero la belleza, la fealdad y el ornato que acompañen a la voz y a la actitud han de atribuirse al actor, que también a veces añade al poema un sonido disonante. Cuando esto ocurre, no es realmente el drama el que desmerece, sino el actor, que se ha desenvuelto torpemente. El autor del drama puede entonces repudiarle, juzgándole indigno según merece; y obra seguramente como un buen juez. En cambio, ensalza lo más posible al buen actor y, si los hay, guarda para él los mejores dramas, reservando para el otro los de menos consistencia. Otro tanto cabe decir del alma que ha penetrado en el poema del universo y toma su parte en la representación del drama, al que trae consigo sus propias virtudes y defectos; en efecto, al entrar aquí es ordenada debidamente y recibe todas las demás cosas, sin que no obstante deje de ser dueña de sus actos, por los que merecerá castigo o recompensa. Hay que añadir que estos actores representan en un teatro de mayores proporciones que el nuestro y que, asimismo, reciben del autor del universo una autoridad y un poder mucho más grandes, que les llevan a recorrer múltiples lugares, pero diferenciando claramente lo que es honroso de lo que no lo es; por si mismos también van en busca de los castigos y recompensas convenientes, cada uno en la región adecuada a sus costumbres. Es así como armonizan con la razón del universo, adaptado cada cual a la parte que en justicia le corresponde; obran en tal caso como las cuerdas de una lira, cuando éstas son colocadas en un lugar particular, de acuerdo con la naturaleza del sonido que ellas mismas son capaces de producir.

Porque en el universo tendrán su sitio la conveniencia y la belleza, si cada ser aparece colocado en su lugar debido. Váyase sin más a la oscuridad del tártaro, si. realmente produce disonancia, porque aquí esta disonancia tiene su belleza. El universo resulta hermoso, no porque cada ser sea una piedra, sino porque con su voz contribuye a la armonía universal. Esta voz no es otra cosa que la vida de cada ser, corta, inferior e imperfecta. Y de igual modo que la flauta pastoril, no da un sonido único, sino también sonidos ligeros y oscuros que, no obstante, concurren a la unidad armónica del conjunto. Porque la armonía se compone de partes desiguales, y los sonidos de que esta formada son asimismo desiguales. Con todo, el sonido perfecto es único y proviene de todos los demás. Lo cual acontece también con la razón universal, que no se compone de partes iguales; de ahí que el universo contenga regiones diferentes, unas buenas y otras malas. Las almas se muestran desiguales por la misma desigualdad de estas regiones, de tal modo que a lugares desemejantes corresponden almas que son también desemejantes. Y así como en la flauta pastoril o en otro instrumento cualquiera hay cañas de desigual dimensión, lo mismo ocurre con las almas, cada una de las cuales está situada en un lugar diferente; pero a cada una corresponde, sin embargo un sonido que acompasa con el lugar y con el conjunto al que ella pertenece.

La maldad de las almas tiene el puesto que le es debido en la belleza del todo universal. Y lo que para las almas resulta contrario a la naturaleza, para el universo esta de acuerdo con ella, pues un sonido más débil no deja de ser tan concordante como cualquier otro. Si hemos de usar aquí de otra imagen, diremos que ocurre como con el verdugo que, siendo un mal, no hace por ello que desmerezca una ciudad bien constituida. Porque conviene que haya un verdugo en cada ciudad, en la que siempre ha de ocupar el puesto adecuado.


  1. Cf. Platón, Leyes, 904 c-e