Enéada III, 2, 8 — O universo é bem constituído

8- Queda por averiguar, sin embargo, que puedan ser un bien y en qué forma participan en el orden del mundo, o, si acaso, como es que no constituyen un mal. las partes superiores de todo ser vivo, esto es, la cabeza y la cara, son siempre las más hermosas; las partes medias y las inferiores no se igualan, en cambio, a aquéllas. En el mundo, los hombres se encuentran en las partes media e inferior, en tanto el cielo y los dioses que se dan en él se hallan en la parte superior. Estos dioses y el cielo todo que rodea nuestro planeta abarcan la mayor parte del mundo, pues la tierra no es mas que su centro y uno de los astros del universo. Nos sorprendemos de que exista la injusticia entre los hombres porque pensamos que el hombre es la parte más noble del mundo y el ser más sabio de todos. Mas el lugar de los hombres está entre los dioses y las bestias, y unas veces se inclina a los unos y otras veces a las otras; así unos hombres se hacen semejantes a los dioses, otros a las bestias, y la mayoría se mantienen en medio. Aquellos cuya perversión les acerca a los animales irracionales y feroces arrastran consigo y violentan a los hombres que están en medio, y si éstos, que son mejores, se ven forzados y dominados por los que les son inferiores es porque, en efecto, son ellos también seres inferiores, que no pueden incluirse entre los buenos ni se hallan en verdad preparados para no sufrir tales cosas.

Si unos muchachos bien conformados en cuanto a su cuerpo, pero inferiores por la falta de educación de sus almas, dominasen en la lucha a otros que no fueron educados ni física ni moralmente y, además, les robasen sus alimentos y les quitasen sus hermosas vestiduras, ¿qué otra cosa podríamos hacer sino reír? ¿No es realmente justo que el legislador acepte que sufran todo esto como un castigo adecuado a su pereza y a su indolencia? Porque si se les habían enseñado ejercicios físicos, y por su pereza y su vida muelle y disoluta los miraron con indiferencia, ¿qué sorprenderá ahora el verles como corderos bien cebados y presa ya segura de los lobos?1. Y en cuanto a los que hacen estas cosas, bastante castigo significa para ellos el ser lobos y hombres desgraciados. Hay, además, unas penas que deben sufrir y que no terminan con la muerte, puesto que de las acciones primeras se siguen unas consecuencias conformes con la razón y la naturaleza, esto es, el mal para los malos y el bien para los buenos. La vida, sin embargo, no habrá de ser considerada una palestra aunque aquí tratábamos de un juego de niños. Los muchachos de que hablamos crecen en un clima de ignorancia, unos y otros preocupados por ceñir sus espadas y manejar sus armas, lo cual constituye un espectáculo más hermoso que el de un simple ejercicio gimnástico. Si entre ellos los hay que no disponen de armas, los que estén armados alcanzarán la victoria. No corresponde a Dios, ciertamente, luchar en defensa de los pacíficos, pues la ley impone que ganen en la guerra los hombres esforzados y no los suplicantes. Porque no se consiguen frutos con rogativas sino con el cuidado de la tierra, como tampoco se puede estar fuerte descuidando la salud propia. No convendrá enojarse si los malos obtienen mejores frutos, bien porque sean los únicos que cultivan la tierra o porque la cultiven mejor. Ya que sería, en efecto, ridículo que habiendo acatado la voluntad de estos en todos los actos de la vida, sin tener en cuenta para nada lo que es grato a los dioses, quisiéramos encontrar precisamente nuestra salvación con la ayuda de los dioses, aun sin hacer ninguna de esas cosas que los dioses mismos ordenan para poder ser salvados.

Digamos que es preferible la muerte a la vida para los que no quieren vivir conforme a las leyes del universo. De modo que, si surgen adversarios y la paz es conservada no obstante su locura y todos sus males, bien descuidada juzgaríamos a una providencia que permitiese dominar a los peores. Si los malos disponen de su poder es por la cobardía de sus súbditos: he aquí lo realmente justo, esto y no lo otro.


  1. Dice Platón en el libro VIII de La República. 565 e, 566 a que cuando el protector del pueblo tiene a su cargo una multitud sumisa no perdona la sangre de su misma raza; “su labor se cifra en desterrar y matar y en proponer el perdón de las deudas y el reparto de las tierras, por lo que no es extraño deba perecer a manos de sus enemigos o convertirse en tirano y en lobo, de hombre que era”.