9- Pero la providencia no debe ser considerada así hasta el punto de que nosotros no seamos nada. Porque si la providencia lo fuese todo y ella misma fuese sola, ninguna cosa tendría que hacer. ¿De qué debería, en efecto, preocuparse? Porque entonces sólo existiría el ser divino. Mas ahora, si decimos que existe ese ser, no es menos cierto que su acción se dirige a otro ser y no para destruirlo; y así se acerca a algún ser, como por ejemplo el hombre, para conservarle lo que es propio de él, esto es, una vida conforme a la ley de la providencia, que se adapta en todo a la norma que ella dicta.
Esa ley significa para los hombres de bien que gozarán de una vida buena, incluso en el más allá, y para los hombres malvados que tendrán todo lo contrario. No permite, por otra parte, la ley divina que, si nos hemos vuelto malos, pidamos a otros que se olviden de sí mismos para salvarnos. Pues los dioses no deben desdeñar su propia vida para atender nuestras cosas, al igual que no corresponde a los hombres de bien, que viven una vida mejor que la vida de los poderosos, tomar sobre sí el gobierno de los hombres malos. Por lo demás, los mismos hombres malos no se han preocupado nunca de tener buenos gobernantes, ni de encontrar quienes se encarguen de ellos; sólo sienten envidia de aquellos que, precisamente, son buenos por naturaleza. ¡Más abundarían los buenos si ellos les tomasen por sus guías!
No es el hombre, en verdad, el mejor de los seres vivos, sino que está situado en un rango intermedio, pero escogido por él. La providencia no permite que se pierda y hace, al contrario, que se eleve el hombre hacia lo alto por todos los medios de que dispone el ser divino para que la virtud resalte más; con esto, el linaje humano no ve destruido su carácter racional y, si no lo mantiene en el más alto grado, participa al menos de la sabiduría, de la inteligencia, del arte y de la justicia en las relaciones que unos hombres sostienen con otros —pues es claro que, cuando se trata injustamente a alguno, se cree en realidad obrar bien y según lo que es justo—. El hombre es, así, una hermosa creación1, tan hermosa como es posible. Tiene también, en la trama del universo, una parte mejor que los demás animales que habitan sobre la tierra.
Nadie, por lo demás, con buen sentido censuraría a la providencia por el hecho de que existan en la tierra animales inferiores al hombre. Son ciertamente el ornamento de ella, y sería cosa de risa que alguien reprochase a los dioses que ofenden a los hombres, en la idea de que éstos no han de hacer otra cosa que pasar la vida en un sueño. Esos animales habrán de existir necesariamente; algunos, incluso, prestan una manifiesta utilidad, en tanto la que otros puedan ofrecer sólo se descubre con el tiempo. Ninguno de ellos, pues, es inútil para el hombre. Ridículo sería hablar de bestias salvajes cuando hay hombres de esta misma condición. ¿Y por qué considerar sorprendente que estas bestias desconfíen de los hombres y se defiendan contra ellos?