Enéada III, 8, 11 — O Intelecto deseja e alcança o Bem

11. Pero todavía hay más: como quiera que la inteligencia es una visión y una visión que contempla, es también una potencia que ha pasado al acto. Contará con una materia y una forma, ya que el ser una visión en acto implica precisamente estas dos cosas. Antes de ver, la inteligencia era una; de una ha pasado a ser dos, aunque estas dos cosas sean sólo una. En cuanto al sentido de la vista alcanza su plenitud y perfección con las cosas sensibles, pero la visión de la inteligencia culmina precisamente en el Bien.

Mas, si ella fuese el Bien, ¿qué le quedaría por ver o por hacer? Todas las demás cosas actúan por el Bien o en razón del Bien; el Bien, sin embargo, no tiene necesidad de nada, pues se basta consigo mismo. Al hablar del Bien, nada podréis añadirle por el pensamiento; porque si algo añadieseis, todo eso iría en su demérito. No conviene atribuirle el pensamiento, para no introducir en El algo extraño, haciendo así de El dos cosas, la inteligencia y el Bien. Porque es claro que la inteligencia tiene necesidad del Bien, pero el Bien no tiene necesidad de la inteligencia. De ahí que la inteligencia tome su forma del Bien y reciba de El su perfección, pues la forma que ella tiene proviene del Bien y la hace semejante al Bien. He aquí la huella del Bien que se ve -en la inteligencia y, según la cual, hemos de concebir su modelo. Conviene que pensemos el Bien verdadero de acuerdo con su huella en la inteligencia. El Bien dejó en la inteligencia que ve una señal de sí mismo; de modo que siempre se da en ella algún deseo, un deseo constante, que alcanza siempre su cumplimiento. El Bien, sin embargo, nada tiene que desear, porque, ¿cuál podría ser su deseo? Nada le queda por obtener, puesto que nada desea. No es, por tanto, la inteligencia, porque en la inteligencia hay un deseo y una tendencia a su propia forma.

Digamos que la inteligencia es bella y el más bello de todos los seres. En la luz y en el resplandor puros en que permanece abarca la naturaleza de los seres, y este mundo nuestro, realmente tan bello, no es más que una sombra y -una imagen suyas. Subsistente en la plenitud de su esplendor, no conoce lo no inteligible ni las tinieblas, ni lo que carece de medida; vive, pues, una vida feliz, y el estupor se apodera de quien la ve, si ha de penetrar en ella y hacerse también uno con ella. Lo mismo que el que levanta los ojos al cielo y advierte el resplandor de los astros piensa en seguida en su creador y trata de encontrarlo, así también el que ha visto y admirado el mundo inteligible debe intentar buscar a su creador; porque, ¿quién constituye su fundamento, y dónde está y cómo es el que ha engendrado un hijo como ]a inteligencia, hermoso en su plenitud, que ha recibido por entero de su padre? Este padre no es la inteligencia, ni la propia plenitud de ser, sino algo anterior a ambas cosas, puesto que éstas son posteriores a él y tienen necesidad de alcanzar su plenitud y de pensar. Son vecinas, sin embargo, de aquello que no tiene necesidad de nada, ni siquiera de pensar. (La inteligencia) posee la verdadera plenitud y el pensamiento, porque ocupa el primer lugar (después del Bien). Antes de ella está el principio que de nada tiene necesidad y que nada posee; de otro modo, no sería verdaderamente el Bien.