6. La acción se realiza, pues, en vista de la contemplación y del objeto a contemplar. De modo que la contemplación es el fin de toda acción, y andamos realmente inciertos alrededor de lo que no podemos aprehender directamente, pero tratando, con todo, de apropiárnoslo. Es así que cuando alcanzamos lo que queremos, hacemos la comprobación de nuestro deseo, que no era precisamente el desconocimiento, sino el conocimiento de este objeto, esto es, su visión presente por el alma, y es claro que desearíamos colocarlo en nosotros para contemplarlo.
Actuamos, indudablemente, en vista del bien. Pero obramos así no para que el bien quede fuera de nosotros y de nuestra posesión, sino para poseer este bien como consecuencia de nuestra acción. Mas, ¿dónde podremos encontrarlo:1 En el alma. Porque el alma es llevada a la contemplación por medio de la acción; y si verdaderamente es una razón, ¿qué otra cosa puede recibir sino una razón que mantiene silencio, y que lo mantiene tanto más cuanto más razón es? Entonces el alma se tranquiliza y no busca nada más, porque se siente ya colmada. La contemplación que se da en ella, nadie más que ella confía en poseerla. Esta fe suya es tanto más clara cuanto más tranquila es la contemplación y más unidad introduce en el alma, pues si la parte con la que el alma conoce forma una sola cosa con el objeto conocido, el asunto ya parece más serio. Si, en cambio, fuesen dos cosas, el sujeto y el objeto serían distintos, como colocados el uno al lado del otro, de manera que el alma no los habría asimilado. Tal es lo que ocurre cuando ella tiene en sí misma razones que no actúan, por lo que conviene que toda razón no sea exterior a nosotros, sino que se una íntimamente a nuestra alma hasta alcanzar una unidad con ella. Así, pues, en el momento en que el alma se asimila esas nociones y se pone en parangón con ellas, obtiene algún provecho y preparación: conoce, al menos, lo que ya poseía de antemano y, al tratarlo, se vuelve realmente distinta, viendo reflexivamente aquellas nociones como algo diferente de ella misma. Como quiera que sea, el alma es una razón y, en cierto modo también, una inteligencia, pero una inteligencia que ve algo distinto de ella. Esto es así, porque el alma no posee la plenitud y se muestra inferior a lo que le antecede. Sin embargo, ve tranquilamente todo lo que declara, pues no se atreve a declarar lo que antes no ha visto de algún modo. Digamos, además, que si declara algo, esto es una muestra de su inferioridad, porque, para aprender lo que sabe, ha debido entregarse a la investigación. En la práctica acomodamos lo que sabemos a las cosas exteriores.
Al poseer el alma más nociones que la naturaleza se muestra también más tranquila que ésta y más deseosa de la contemplación. Pero como este deseo nunca es completo, aspira siempre a aumentar su instrucción y su contemplación valiéndose a tal efecto de la investigación. Es así como abandona la contemplación y se inserta en las cosas, volviendo luego hacia atrás y contemplando por esa parte que ella había dejado. Cosa que no hace, verdaderamente, el alma que permanece en sí misma, y de ahí que el hombre sabio saque de sí mismo lo que descubre a los demás, porque es hacia sí mismo a donde mira. No sólo tiende a ser uno y a mantenerse alejado de las cosas exteriores, sino que se vuelve a sí mismo y encuentra en su interior todas las cosas.