35. ¿Cuál es, por tanto, el poder de las figuras? Hemos de volver sobre ellas para tratarlas aún con más claridad. Porque, por ejemplo, ¿en qué se diferencia de un triángulo el triángulo de los planetas? ¿Y en virtud de qué y hasta qué punto produce determinado efecto un astro que entra en relación con otro? Estas acciones, en nuestra opinión, no han de atribuirse ni a los cuerpos de los astros, ni siquiera a su voluntad. Y no han de atribuirse a los cuerpos porque los efectos producidos no son tan sólo acciones de los cuerpos; ni tampoco a la voluntad, porque sería ilógico que los dioses hiciesen voluntariamente cosas carentes de sentido.
Si quisiésemos recordar nuestros supuestos, éstos quedarían así: el mundo como un ser animado único, por lo cual ha de estar necesariamente en simpatía consigo mismo; el curso de su vida, si es conforme a la razón, ha de ser también armónico consigo mismo; por otra parte, nada en su vida quedará fiado al azar, sino que se encuadrará en una armonía y un orden únicos; sus esquemas se ajustarán asimismo a la razón, de tal modo que cada una de las partes que intervienen en la danza se interpreten numéricamente. Dos cosas hemos de poner aquí de acuerdo: la actividad misma del universo, con las figuras que se forman en él, y las partes que resultan de estas figuras, con todo lo que de ellas se deriva. De este modo podrá explicarse la vida del universo. Sus potencias contribuirán a ella, en la medida que deben su existencia a la acción de un agente racional. Estas figuras son como las razones, los intervalos, las disposiciones simétricas y las formas mismas, conforme a razón, del ser animado universal; los seres así separados y que componen estas figuras son como otros miembros del mismo animal. Pero éste, a su vez, cuenta con potencias independientes de su voluntad, aunque sean justamente partes suyas, puesto que lo que proviene de la voluntad queda fuera de estas partes y no contribuye ciertamente a la naturaleza del animal. La voluntad de un animal único tiene necesariamente que ser una; pero si ese animal tiene potencias múltiples, nada impedirá que cada una de ellas tienda a un fin distinto. Sin embargo, todas las voluntades contenidas en el animal universal se dirigirán siempre a una misma cosa, como fin exclusivo de la voluntad única del universo. Existirá el deseo de una parte hacia otra, porque alguna de ellas querrá apropiarse de la otra si de ésta tiene necesidad: así, la cólera hacia otro será motivada por la aflicción, en tanto el crecimiento se hará también a expensas de otro ser y la generación, por su parte, nos traerá siempre algo distinto. Pero el universo, que produce en los seres todas estas cosas, busca él mismo el Bien y, aún mejor, lo contempla. Eso mismo hace también la voluntad recta, situada sobre las pasiones, colaborando en tal sentido con la voluntad universal. De este modo, los que trabajan a sueldo de otro realizan muchas cosas ordenadas por sus dueños, pero, no obstante, el deseo del bien les conduce al mismo fin que a ellos.
Si el sol y los demás astros miran realmente a las cosas de aquí, hemos de pensar que el mismo sol — para fijarnos exclusivamente en él — mira también a las cosas inteligibles, produciendo a la vez, de la misma manera que calienta las cosas de la tierra, todo eso que a él se atribuye. Y aun después distribuye algo de su alma, en virtud del alma vegetativa múltiple que se encuentra en él. Por su parte, los demás astros transmiten su poder, como si lo irradiasen, pero sin que en ello intervenga su voluntad. Y todos, en conjunto, forman una sola figura, ofreciendo una u otra disposición según la figura adoptada.
Todas las figuras tienen ciertamente su poder, y a tantas figuras corresponderán por necesidad tantos efectos, aunque a decir verdad algo del efecto proviene de las mismas cosas que forman las figuras, con lo cual a cosas diferentes corresponderán también efectos diferentes. Incluso en las cosas de aquí advertimos claramente el poder de las figuras, existiendo en nosotros el temor de experimentar daño con la percepción de ciertas figuras, mientras otras son vistas sin perjuicio alguno. Tendríamos razón para preguntarnos: ¿por qué unas figuras perjudican a unos y otras a otros? Sin duda, porque en un caso actúan unas figuras y en otro, otras, y precisamente aquellas que pueden hacerlo para lo que naturalmente están dispuestas. Y así, una figura atrae la mirada de una persona, pero otra, en cambio, no tiene atractivo para ella. Si se dijera que es su belleza la que nos atrae, ¿por qué, entonces, un objeto bello es del gusto de uno, y otro del gusto de otro, si la diferencia de figura no tiene poder alguno? ¿Por qué hemos de afirmar que los colores actúan eficazmente, y no del mismo modo las figuras? Porque, hablando en términos generales, resulta absurdo incluir una cosa entre los seres y no atribuirle poder alguno. El ser es lo que es capaz de actuar o de sufrir. Y así, a unos seres atribuimos la acción, y a otros, en cambio, la acción y la pasión; aunque, a decir verdad, se den en ellos otros poderes que los de su, figuras, porque en la misma tierra existen otros muchos poderes que no se derivan del calor o del frío, y hay, por ejemplo, seres que difieren por su cualidad y se ven atenidos en su forma a razones seminales, los cuales participan en el poder de la naturaleza: tal es el caso de las piedras y de las plantas, que producen muchos efectos maravillosos.