44. Únicamente la contemplación escapa al encantamiento, porque nadie ejercita el encantamiento consigo mismo. Se trata aquí de un solo ser, ya que es también él mismo el objeto que contempla. Y es claro que su razón no puede sufrir engaño, porque ella hace lo que debe hacer y realiza asimismo su vida y su actividad propia. En ésta no son su libertad ni su razón las que le dan el impulso, sino la parte irracional, instituida como principio. Son así, pues, las pasiones las que actúan como premisas.
Tienen indudablemente un claro atractivo el cuidado de los hijos, la inclinación al matrimonio y todos los placeres que seducen a los hombres y halagan sus deseos. Todas nuestras acciones, tanto las que son movidas por la cólera como las afectadas por el deseo, carecen por completo de razón. Toda nuestra pasión política o nuestro deseo del arcontado están provocados por el ansia de dominio que es innata en nosotros. Los actos que realizamos en evitación del sufrimiento tienen como principio el temor, e, igualmente, los que tienden a nuestra utilidad toman su origen del deseo. De tal manera que cuando actuamos para nuestro provecho tratamos de satisfacer nuestros deseos naturales, lo cual constituye claramente una especie de coacción de la naturaleza en su intento de familiarizarnos con la vida.
Podrá decirse tal vez que las acciones bellas escapan al encantamiento, ya que, de no ser así, tampoco escaparía la contemplación, que se refiere de hecho a las cosas hermosas. Si, ciertamente, las acciones bellas se consideran como necesarias, es claro que escapan al encantamiento, aun en el supuesto de que la belleza real sea algo distinto. Porque es indudable que conocemos su necesidad, y la vida, además, no inclina decididamente hacia abajo y hacia la materia, sino en la medida en que la fuerza la naturaleza humana y esa inclinación a conservarla que se da en los demás y en nosotros mismos. Quizá por eso parezca razonable el no privarse de la vida, porque, si todo ocurre así, somos verdadera presa del encantamiento. Mas, si se ama la belleza que hay en esas acciones y se capta engañosamente por la vista los vestigios de hermosura que ellas contienen, lo que realmente perseguimos es la belleza de las cosas de este mundo, dominados como estamos por el encantamiento. Pues entonces, la aplicación a esta imagen de lo verdadero y el mismo atractivo que ella ejerce nos seduce engañosamente con su embeleso irresistible.
Tal es la acción de la magia de la naturaleza. Porque perseguir como un bien lo que no es un bien y dejarse arrastrar a su vista por impulsos irracionales, no es otra cosa que verse llevado inconscientemente a donde uno no quisiera ir. ¿Y puede concebirse la magia de otro modo? Sólo escapa, por tanto, a la acción del encantamiento aquel que, no obstante el atractivo de las partes inferiores de su alma, sostiene firmemente que no es un bien lo que ellas declaran como un bien, ya que el único bien existente es el que él conoce sin engaño posible y sin buscarlo, por la certeza de su posesión. Ya entonces no se ve atraído a él de ninguna manera.