Enéada V, 3, 10 — A visão intelectual que o Intelecto tem dele mesmo

10. Pero ya con estas cosas hay bastante. Si las formas producidas existiesen solas, no ocuparían, entonces, el último lugar. Si existen (tal como son) es porque en el mundo inteligible existen igualmente unas causas productoras, que son las causas primeras. Conviene realmente que esas causas productoras sean a la vez las causas primeras, esto es, que constituyan ambas una sola cosa; porque, de otro modo, habría que acudir de nuevo a otro principio. ¿Pues qué? ¿No tendremos ya necesidad de otra cosa más allá de la Inteligencia? La necesitaremos, desde luego, porque de no ser así, la Inteligencia sería ese principio que buscamos. Pero, entonces, ¿ese principio no se ve a sí mismo? No, no tiene necesidad de verse.

Bien; dejemos la cuestión para más adelante. Ahora, sigamos de nuevo el hilo de nuestro tema — “puesto que no se trata de resolver sobre algo intrascendente ” — y afirmemos una vez más que la Inteligencia tiene necesidad de verse a sí misma, o mejor que se ve a sí misma, primeramente porque ella es múltiple, y luego porque está ligada a otro principio, ya que, necesariamente, su facultad de ver no tiene otro objeto que este principio, y su esencia consiste en la visión de él; porque la visión, o no es nada consistente, o tiene que ser en realidad visión de algo. Se necesita, pues, más de una cosa para que haya visión, y ésta debe coincidir con el objeto visible. Por otra parte, el objeto visible ha de ser múltiple y no absolutamente uno; porque lo que es absolutamente uno no tiene nada sobre lo que actuar y ha de permanecer en reposo y en completo aislamiento, si un ser actúa, hay que contar, entonces, con una cosa y luego con otra; de otro modo, ¿qué es lo que él podría hacer? ¿Hasta dónde podría avanzar? Porque es claro que su acción, o bien recae sobre otra cosa, o bien ha de quedar encerrada en sí misma, lo que exige su multiplicidad. Y si no avanza hacia otro objeto, tendrá necesariamente que detenerse, y, una vez detenido, no podrá ya pensar. Pues conviene que el ser pensante, cuando piensa, disponga de dos términos, uno de los cuales tendrá que ser exterior a él, salvo que ambos términos se den en el mismo ser, en cuyo caso el pensamiento versará siempre sobre una diferencia, y necesariamente también sobre una identidad. Así ocurre con los objetos esenciales, que son pensados al volverse a la Inteligencia y encierran en sí la mismidad y la alteridad. Cada uno de estos objetos se ve acompañado sucesivamente de la identidad y de la diferencia; porque, ¿qué objeto podríamos pensar que no contenga una cosa y luego otra? Si cada uno de ellos es una palabra, entonces, es múltiple; pues, una cosa se percibe a sí misma si es en realidad un ojo múltiple o si consta de variados colores. En el caso de que tuviese que aplicarse a un objeto uno e indivisible, la palabra ya no sería necesaria, porque ¿qué podría decir de este objeto y cómo lo comprendería? Porque si lo absoluto indivisible necesitase decir lo que es, tendría que decir primeramente lo que no es; de modo que sería múltiple para poder ser uno. Y así, cuando dijese: soy esto, o bien esto designaría algo diferente de él, y entonces mentiría, o bien esto designaría un accidente suyo, y entonces diría varias cosas de sí mismo. Parece, pues, que debiera decir: yo soy, yo soy, y yo, yo. Pero, ¿y si fuese realmente dos cosas y dijese: yo y esto? Entonces sería necesariamente múltiple y contaría con elementos diferentes, que tendrían a la vez sus caracteres propios; sería un número y también muchas otras cosas.

Es, preciso, pues, que el ser que piensa aprehenda primero una cosa y luego otra; y es necesario, asimismo, que el ser pensado lo sea según su variedad. En otro caso no podrá darse todavía el pensamiento, sino tan sólo un contacto o una especie de tacto superficial, inefable e ininteligente, anterior, por supuesto, a la Inteligencia y que tiene lugar cuando ella aún no ha nacido, esto es, cuando únicamente es posible el acto y no el pensamiento. Conviene, por lo demás, que el ser que piensa no subsista como un ser simple y mucho menos que se piense a sí mismo; porque al pensarse a sí mismo ya se divide, incluso aunque él silencie lo que encierra en sí mismo.

Por otra parte, lo que es absoluto e indivisible no necesita ocuparse de sí mismo; porque, ¿qué aprendería con ello? ¿Acaso a pensar? Lo que él es para sí mismo, eso le pertenece ya con prioridad a todo pensamiento. Porque el conocimiento es como un cierto deseo, algo así como un descubrimiento con el que culmina una búsqueda. De donde resulta que lo que carece en absoluto de diferencia permanece inmóvil con respecto a sí mismo y nada tiene que buscar en torno a lo que él es; en tanto que lo que se despliega, eso precisamente es múltiple.