Enéada V, 8, 11 — O êxtase da alma no inteligível

11. Si somos incapaces de vernos a nosotros mismos y tan sólo después de poseídos por el dios producimos en nosotros su visión, de tal modo que, transferida a nosotros esta imagen la veamos notoriamente embellecida; si, dejando entonces imagen, por muy bella que sea, tendemos a la unidad nosotros mismos y no dividimos ya esa unidad que es uno, hermanados con el dios presente en el silencio, en la medida misma de nuestro poder y de nuestro querer; si, recobramos de nuevo la dualidad, puede decirse que nos encontramos purificados para permanecer junto a él, hasta el punto de que él mismo se encuentra de nuevo en nosotros, desde el momento que nos volvemos hacia él. Y en este como obtenemos la ganancia siguiente: comenzamos a tener conciencia de nosotros mismos en tanto somos diferentes al dios, y luego, dirigiéndonos a nuestro interior, poseemos una vez más el todo, abandonando asimismo la conciencia en este proceso hacía atrás, temerosos de ser distintos al dios, con el que, sin embargo, constituimos una unidad en el mundo inteligible. Claro que, si deseamos verlo como algo diferente, nuevamente nos ponemos fuera de él. Y entonces, por un lado, conviene que le comprendamos permaneciendo en la misma belleza y que formemos juicio de él por medio de la búsqueda, en tanto, por otro lado, conociendo ya el lugar de penetramos y seguros de que se trata de una mansión bienaventurada, conviene que nos llenemos de nuestra intimidad y que, en vez de un ser vidente, nos convirtamos en espectáculo para todo aquel que nos contemple tal como irnos hacia él procedentes del mundo inteligible, iluminándole con nuestros pensamientos. Pero, ¿cómo podremos encontrarnos en lo bello si nosotros mismos no lo vemos? Porque verlo como algo diferente, esto no es encontrarse en bello, lo cual se logra precisamente convirtiéndose en lo bello. Si, pues, lo vemos exterior a nosotros, no deberemos persistir en esa visión, salvo que nos consideremos como algo idéntico a la cosa vista. Es entonces cuando se da una comprensión y una conciencia de nosotros mismos, siempre que procuremos no alejarnos de él en el deseo de aumentar nuestra conciencia. Hemos de pensar para ello que las sensaciones de los enfermos producen todavía choques más fuertes hasta el punto de disminuir los conocimientos; porque, por lo pronto, la enfermedad nos inspira terror y la salud, en cambio, trayéndonos a un estado de calma, nos ofrece en mayor grado el conocimiento de nosotros mismos. No en vano la salud preside nuestro estado natural y en ese sentido se une a nosotros, mientras la enfermedad nos resulta un estado extraño y no natural, que se hace manifiesto precisamente por la gran diferencia que presenta con nosotros. Ahora bien; de lo que hay en nosotros, nosotros mismos no tenemos sensación alguna. Y, siendo así sobre todo, poseemos la inteligencia y la ciencia de nosotros mismos, y nos unimos también a nosotros mismos. En el mundo inteligible nos parece que lo desconocemos todo cuando, en realidad, nos encontramos más de acuerdo con la Inteligencia. Y es que esperaríamos la impresión sensible, que dice no ver nada de lo que allí ocurre. Porque, en efecto, no ve ni puede ver en modo alguno tales cosas. Es, pues, la sensación la que duda de ellas, y es otro también distinto a la sensación el ser que las ve. Si dudase de esas cosas, tendría a la vez que dudar de sí mismo; porque este ser no puede colocarse fuera de sí para contemplarse como un ser sensible, valiéndose de los ojos del cuerpo.