2. Pero dejemos a un lado las artes. Consideremos esas cosas de las que, según se dice, sus obras son meras imitaciones, esto es, las cosas que tienen un origen natural y a las que nosotros llamamos bellezas por su naturaleza, como por ejemplo los animales racionales e irracionales, todos sin excepción y, en especial, aquellos que alcanzaron su perfección porque el que los modeló y los creó consiguió dominar la materia y producir la forma que deseaba. ¿Cómo concebir la belleza de estos seres? No reside ciertamente ni en su sangre ni en sus ciclos menstruales, y no puede confundirse con su color, que es distinto para cada uno de ellos, ni tampoco con su figura. Esta belleza, pues, o no es nada, o es algo que carece de figura. Digamos mejor que es la misma cosa simple, que rodea su objeto como si fuese su materia. ¿De dónde viene, entonces, el fulgor de esa Helena tan disputada, o el de esas mujeres comparables a Afrodita? Y ¿de dónde procede la belleza de la misma Afrodita, o la de los hombres que son absolutamente bellos, o incluso la de dioses que se nos aparecen ante nuestros ojos, o la de los que, sin acercarse hasta nosotros, poseen una belleza visible? ¿No es en todas partes una forma que viene del ser generador al ser engendrado, al igual que, como se decía para las artes, viene de éstas a sus productos? ¿O, acaso, podrían ser bellos los productos del arte y la razón que se la en la materia, y no serlo, en cambio, la razón que no se da en la materia sino en el agente productor, esa razón que es, precisamente, la primera, inmaterial y una? Si fuese a masa material la que, como tal masa, encerrase la belleza, sería necesario, en efecto, que la razón productora no poseyese la belleza, puesto que no es una masa. Pero si contamos con una misma forma que, ya se encuentre en un ser pequeño o en un ser grande, mueve de igual modo y dispone con idéntica fuerza el alma del espectador, entonces ya lo puede atribuirse la belleza a la extensión de la masa. Prueba de ello es el hecho de que no percibimos la belleza cuando es exterior, en tanto nos sentimos afectados por ella cuando constituye algo interno. Por los ojos sólo pasa la forma; porque, ¿cómo iba a pasar la masa a través de algo tan pequeño? Pero la forma arrastra consigo la magnitud, lo ciertamente la magnitud que se da en la masa sino la que, en el objeto creado, proviene de la forma. Por otra parte, conviene que el agente productor de la belleza sea, o indiferente, o bello. Feo no podría serlo porque no hubiera podido producir su contrario, y, de ser indiferente, ¿por qué se habría inclinado más a lo bello que a lo feo? Seguramente, la naturaleza que produce cosas tan bellas es ya de por sí hermosa mucho antes que ellas; ahora bien, nosotros, que no tenemos costumbre de mirar al interior de las cosas y que, por tanto, no lo conocemos, perseguimos tan sólo lo externo y desconocemos que es lo interno lo que nos mueve como en el caso de un hombre que, mirando hacia su propia imagen, tratase de darle alcance sin saber de dónde proviene. Otra prueba de que es algo distinto de lo que se busca y de que la belleza no reside en la magnitud, nos la ofrece la belleza de las ciencias, la de las ocupaciones y, en general, la que se da en las almas; porque no hay belleza más verdadera que la que se ve en el que posee la sabiduría, a quien realmente se ama sin considerar para nada su rostro, que podría, incluso, ser feo. Se desprecia, entonces, toda su apariencia exterior y se busca únicamente su belleza interior. Porque si no es esta belleza la que os mueve y la que os hace decir que ese ser es bello. Tampoco seréis capaces de consideraros como algo bello al mirar hacia vosotros mismos. Si esto es así, en vano trataréis de buscar la belleza, porque es a la fealdad y a la impureza a donde debieran encaminarse vuestros pasos. Por ello, las razones que aquí exponemos no se dirigen a todos los hombres. Recordad, pues, sí os habéis contemplado como algo bello.