Los historiadores de la religión han señalado que Eros tuvo un culto muy antiguo en Tespias de Beocia, al pie del monte Helicón, aunque no aparezca por ninguna parte como una divinidad objeto de culto en tiempos primitivos. Dado que también Hesíodo tenía una especial relación personal con las Musas de este su propio solar, el hecho de que adjudique a Eros un papel tan importante pudiera explicarse por una natural parcialidad hacia el dios de su propia vecindad. Pero esta explicación me parece más bien superficial. Es mucha verdad que el culto pudo haberle dado una buena razón para meditar sobre esta deidad; pero esto no es bastante para dar cuenta del papel que desempeña Eros en la Teogonia. El dios objeto de culto en Tespias es simplemente un fecundador de ganados y de los matrimonios humanos; no se tornó una fuerza cósmica hasta que ocupa su puesto a la cabeza de la serie de procreaciones que dan nacimiento al ancho mundo y a los dioses mismos. Aislando así el poder productor de estas procreaciones, para colocarlo al comienzo de la serie entera como la divina causa de ésta, lleva a cabo Hesíodo una hipóstasis como las que encontramos en análogas etapas del pensamiento teológico de todos los tiempos y todos los pueblos. Esto es precisamente lo que hacen los teólogos hebreos cuando toman la frase “y dijo Dios” (la frase repetida a cada nuevo acto creador de Yahveh en el relato mosaico de la creación) y la hipostatan como Palabra creadora, como Logos, tratándola como un ser primordial de suyo y colocándola a la cabeza de la serie de actos creadores que proceden de ella. El hecho de que Eros recibiese ya los homenajes de un culto no era más importante para Hesíodo que el problema de si también eran divinidades objeto de culto el Cielo y la Tierra o Cronos y Rea. Lo importante es que la introducción de Eros es de todo punto típica del pensar teológico de Hesíodo. Enteramente aparte de los filósofos naturales a quienes ya mencionamos, encontraremos que este método de hipóstasis míticas se vuelve un procedimiento singularmente importante de explicar el mundo en la cosmología teológica de los tiempos post-hesiódicos, donde el Eros primieval de Hesíodo vuelve a tener una poderosa influencia.
Pero en otros aspectos, si comparamos esta hispóstasis griega del Eros creador del mundo con la del Logos en el relato hebreo de la creación, podemos observar una profunda diferencia en la manera de ver de los dos pueblos. El Logos es la sustancialización de una propiedad o poder intelectual del Dios creador, que está situado fuera del mundo y trae este mundo a la existencia por obra de su propio y personal fiat. Los dioses griegos están situados dentro del mundo; son descendientes del Cielo y de la Tierra, las dos mayores y más relevantes partes del universo; y se generan por obra del ingente poder de Eros, el cual pertenece igualmente al mundo como una primitiva fuerza omnigeneratriz. Están, pues, sujetos ya o lo que llamaríamos una ley natural, aun cuando el espíritu hipostático de Hesíodo se represente esta ley como un dios entre otros más bien que como un principio gobernador de todas las cosas. Pero en la concepción hesiódica encontramos ya el germen de la busca de un principio natural único con que nos tropezamos en los filósofos posteriores. La influencia de la concepción resultará especialmente clara en las nuevas formas que toma el Eros de Hesíodo en las obras de Parménides y Empédocles. Cuando el pensamiento hesiódico acaba por dejar paso a un pensar verdaderamente filosófico, se busca lo Divino dentro del mundo, no fuera de éste, como en la teología judeo-cristiana que se desarrolla a partir del libro del Génesis. Entonces se reconocerá en Hesíodo más bien un cosmogonista que un teogonista y se buscará la naturaleza divina en aquellas fuerzas por obra de las cuales se engendran todas las cosas. En esta filosofía resultará Eros más importante que todos los dioses a quienes Hesíodo le hace dar el ser. Los dioses son parte de la tradición mitológica; y como el pensar de Hesíodo está íntegramente enraizado en el mito, esto es todo lo que se necesita para hacer de ellos algo real en su teología. Como consecuencia, nunca tiene razón alguna para indagar la naturaleza de lo Divino en cuanto tal. Esta fundamental cuestión es una cuestión que no puede plantearse hasta tiempos en que se han vuelto problemáticas todas las divinas figuras individuales de Hesíodo y hasta los mitos mismos. Y semejante etapa no llega hasta el momento en que el hombre cae en la cuenta de que su única fuente de certidumbre al tratar con lo real reside en la experiencia y en un pensar fundado en ésta y consecuente consigo mismo. Si bien esta posición es sumamente distinta de la de Hesíodo, creo haber mostrado que no es absolutamente ajena a ella, sino que está en estrecha relación con su explicación teológica del mundo, que aporta en realidad el fondo a los problemas propios y peculiares de la nueva posición. Por eso es perfectamente natural que este nuevo pensar no deje de interesarse por el problema de lo Divino de una manera tan radical como se ha supuesto con frecuencia; por el contrario, acepta este problema como una de las herencias esenciales del período anterior, al mismo tiempo que lo replantea en una nueva y más general forma filosófica.