Fedro:262c – Verificação no exemplo do discurso de Lysias

SÓCRATES.—En el discurso de Lisias, que tienes en la mano, y en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres ver qué diferencia hacemos entre el arte y lo que sólo tiene la apariencia de tal?

FEDRO.—Con mucho gusto, tanto más cuanto que nuestros razonamientos tienen algo de vago no apoyándose en algún ejemplo positivo.

SÓCRATES.—En verdad, es una fortuna la casualidad de haber pronunciado dos discursos muy acomodados para probar que el que posee la verdad puede, mediante el juego de palabras, deslumbrar a sus oyentes. Yo, mi querido Fedro, no dudo en achacarlos a las divinidades que habitan estos sitios; quizá también los cantores inspirados por las musas1, que habitan por cima de nuestras cabezas, nos han comunicado su inspiración; porque he sido siempre absolutamente extraño al arte oratorio.

FEDRO.—Pase, puesto que te place decirlo; pero pasemos al examen de los dos discursos.

SÓCRATES.—Lee el principio del discurso de Lisias.

FEDRO.—”Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos por que no soy tu amante. Porque los amantes desde el momento en que se ven satisfechos

SÓCRATES.—Detente. Es preciso examinar en qué se engaña Lisias y en qué carece de arte; ¿no es cierto?

FEDRO.—Sí.

SÓCRATES.—¿No es cierto que estamos siempre de acuerdo sobre ciertas cosas, y que sobre otras estamos siempre discutiendo?

FEDRO.—Creo comprender lo que dices, pero explícamelo más claramente.

SÓCRATES.—Por ejemplo, cuando delante de nosotros se pronuncian las palabras hierro o plata, ¿no tenemos todos la misma idea?

FEDRO.—Sin duda.

SÓCRATES.—Pero que se nos hable de lo justo y de lo injusto y estas palabras despiertan ideas diferentes, y nos ponemos en el momento en desacuerdo con los demás y con nosotros mismos.

FEDRO.—Seguramente.

SÓCRATES.—Luego hay cosas sobre las que todo el mundo conviene, y otras sobre las que todo el mundo disputa.

FEDRO.—Es cierto.

SÓCRATES.—¿Cuáles son las materias en que más fácilmente podemos extraviarnos, y en las que la retórica tiene la mayor influencia?

FEDRO.—Evidentemente, en las cosas inciertas y dudosas.

SÓCRATES.—El que se propone abordar el arte oratorio deberá haber hecho antes metódicamente esta distinción, y haber aprendido a distinguir, según sus caracteres diferentes, las cosas sobre las que fluctúa naturalmente la opinión del vulgo, y sobre las que la duda es imposible.

FEDRO.—El que sepa hacer esta distinción será un hombre hábil.

SÓCRATES.—Esto hecho, yo creo que antes de tratar un objeto particular, debe ver con ojo penetrante, y evitando toda confusión, a qué especie pertenece este objeto.

FEDRO.—Sin duda.

SÓCRATES.—Y el amor, ¿es de las cosas sujetas a disputa o no?

FEDRO.—Es de las cosas disputables, seguramente. De no ser así, ¿hubieras podido hablar como hablaste, sosteniendo tan pronto que el amor es un mal para el amante y para el objeto amado, como que es el más grande de los bienes?

SÓCRATES.—Perfectamente. Pero dime, porque en el furor divino que me poseía he perdido el recuerdo, ¿comencé mi discurso definiendo el amor?

FEDRO.—¡Por Zeus!, sí; no pudo ser mejor la definición.

SÓCRATES.—¿Qué dices?, las ninfas hijas de Aqueloo y Pan, hijo de Hermes2), ¿son más hábiles en el arte de la palabra que Lisias, hijo de Céfalo? ¿O bien yo me engaño, y Lisias, comenzando su discurso sobre el amor, nos ha precisado a aceptar una definición, a la que ha referido toda la trabazón de su discurso y la conclusión misma? ¿Quieres que volvamos a leer el principio?

FEDRO.—Como quieras. Sin embargo, lo que buscas no se halla allí.

SÓCRATES.—Lee sin parar. Quiero oírlo no obstante.

FEDRO.—”Conoces todos mis sentimientos, y sabes que miro la realización de mis deseos como provechosa a ambos. No sería justo rechazar mis votos porque no soy tu amante. Porque los amantes, apenas se ven satisfechos, cuando sienten ya todo lo que han hecho por el objeto de su pasión.”

SÓCRATES.—Estamos muy distantes de encontrar lo que buscábamos. No comienza por el principio, sino por el fin, como un hombre que nada de espaldas contra la corriente. El amante que se dirige a la persona que ama, ¿no comienza por donde debería concluir, o me engaño yo, Fedro, mi muy querido amigo?

FEDRO.—Ten presente, Sócrates, que no ha querido hacer más que el final de un discurso.

SÓCRATES.—Sea así; pero ¿no ves que sus ideas aparecen hacinadas confusamente? Lo que dice en segundo lugar, ¿debe estar en el punto que ocupa o más bien en otro lugar de su discurso? Yo, si bien confieso mi ignorancia, creo que el autor, muy a la ligera, ha arrojado sobre el papel cuanto le ha venido al espíritu. ¿Pero tú has descubierto en su composición un plan, según el que ha debido disponer todas las partes en el orden en que se encuentran?

FEDRO.—Me haces demasiado favor al creerme en estado de penetrar todos los artificios de la elocuencia de un Lisias.

SÓCRATES.—Por lo menos me concederás que todo discurso debe, como un ser vivo, tener un cuerpo que le sea propio, cabeza y pies y medio y extremos exactamente proporcionados entre sí y en exacta relación con el conjunto.

FEDRO.—Eso es evidente.

SÓCRATES.—¡Y bien! Examina un poco el discurso de tu amigo, y dime si reúne todas estas condiciones. Confesarás que se parece mucho a la inscripción que dicen se puso sobre la tumba de Midas, rey de Frigia.

FEDRO.—¿Que epitafio es ése, y qué tiene de particular?

SÓCRATES.—Helo aquí:

Soy una virgen de bronce, colocada sobre
la tumba de Midas;
mientras las aguas corran y los árboles
reverdezcan, de pie sobre esta tumba,
regada de lágrimas,
anunciaré a los pasajeros que Midas
reposa en este sitio3.

Ya ves que se puede leer indiferentemente esta inscripción comenzando tanto por el primer verso como por el último.

FEDRO.—Tú te burlas de nuestro discurso, Sócrates.

[Edición Electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS]
  1. Las cigarras. 

  2. Los griegos dicen que Pan es hijo de Penélope y de Hermes (Herodoto, lib. II, núm. 145 

  3. El autor de la Vida de Homero atribuye el epitafio a este poeta. Pero Diógenes Laercio se apoya en el testimonio de Simónides para achacarlo a Cleóbulo.