Igal: Tratado 27 (IV, 3, 9-19) — SOBRE LAS DIFICULTADES ACERCA DEL ALMA I

9. Habrá que investigar ahora cómo se introduce el alma en el cuerpo, mejor dicho, cómo y de qué manera. Esto no puede menos de suscitar nuestra admiración y de estimular nuestra búsqueda. Porque de dos modos puede entrar el alma en el cuerpo. En primer lugar, puede ocurrir que el alma se encuentre ya en un cuerpo y que deba pasar de un cuerpo aéreo o ígneo a un cuerpo terrestre; si se dice que no se da este paso es porque no está manifiesta la acción correspondiente. En segundo lugar, el alma puede pasar a un cuerpo sin haberse encontrado antes en otro; entonces, naturalmente, el alma entra, por primera vez, en comunicación con un cuerpo. Convendrá examinar en este caso con toda atención qué es realmente lo que experimenta el alma cuando, completamente pura de todo contacto con el cuerpo, entra en relación con la naturaleza corpórea.

Deberemos comenzar tal vez por el alma del universo, o mejor será necesario que comencemos por ella. Pero convendrá pensar que tanto la entrada del alma en el cuerpo como la acción de darle vida tiene para nosotros un fin ilustrativo y de esclarecimiento de nuestra mente; porque es claro que este universo nunca ha carecido de alma, ni ha podido existir en ningún momento, estando el alma ausente de él, ya que tampoco ha existido nunca una materia carente de orden. Podemos, sin embargo, imaginar estos términos separándoles mentalmente unos de otros, ya que es posible, en efecto, analizar todo compuesto valiéndonos del pensamiento y de la reflexión. La verdad queda planteada de este modo; caso de no existir un cuerpo, el alma no le precedería, puesto que no hay otro lugar en el que ella asiente por naturaleza. Si debe preceder, tendrá que engendrar un lugar para sí misma, esto es lo que llamamos un cuerpo. Ahora bien, el alma está en reposo y permanece en el Reposo en sí, semejante a una luz que se manifiesta en toda su fuerza, pero cuyo resplandor, una vez llegado a los últimos confines, se convierte en oscuridad; el alma que la ve y que, además, la ha originado, necesariamente ha de darle una forma, porque no sería justo que lo que es vecino del alma estuviese privado de la razón. Tendrá, pues, tanta parte en ella cuanta pueda recibir la oscuridad, comportándose así como una sombra en la sombra engendrada por el alma.

El mundo, que es como una mansión bella y variada, no está separado de su creador ni puede prescindir de la comunicación con él, sino que, muy al contrario, todo entero y en todas partes ha de ser digno de sus cuidados, con los cuales recibirá provecho en su ser y en su belleza, en la medida en que pueda participar en ellos. Con todo, nada perjudicial resultará para el ser que está sobre él, porque este ser que le dirige continúa permaneciendo en lo alto. En estas condiciones se encuentra el universo animado: dispone de un alma que no es suya, pero que está hecha para él. Esa alma realmente le domina, sin que él pueda a su vez dominarla; y, además, le posee, sin que él pueda poseerla a ella. Este mundo asienta en el alma que le sostiene y nada hay en él que no participe en esta alma; es como una red tendida en las aguas, que vive en ellas y no puede, sin embargo, hacerlas suyas. Pero, cuando la mar se extiende, también la red se extiende con ella en la medida que le es posible, ya que cada una de sus partes se encuentra precisamente allí donde debe estar. Del mismo modo, el alma es tan grande por naturaleza que puede abarcar en sí misma a toda la sustancia corpórea. Así, dondequiera que el cuerpo se encuentre, allí se encuentra ella; y si se diese el caso de no existir un cuerpo, en nada afectaría esto a la magnitud del alma, que seguiría siendo lo que es. El universo tiene también tal extensión que se encuentra allí donde se encuentre el alma; sus límites alcanzan precisamente hasta el lugar donde le preserve el alma. La sombra de ésta avanza, pues, tanto como la razón que proviene de ella. Y la razón, a su vez, produce una magnitud comparable a la que su forma quiso producir

10. Luego de haber escuchado esto conviene volver a la idea de que el universo es siempre tal cual es, tomando con él todas las cosas, como el aire, la luz y el sol, o la luna, la luz y de nuevo el sol, que se dan todos ellos a la vez, salvo que el uno (el sol) ocupa el primer lugar, la otra (la luz), el segundo, y la última (la luna), el tercero. Así podemos imaginar al alma, luego a las cosas que primero la siguen y, por último, a las que vienen a continuación. Son éstas como las últimas luces de un fuego, posteriores en todo a él y provenientes de la sombra de este último fuego inteligible; pero esta sombra se ilumina y surge como una forma que la cierra, que es la oscuridad total y primera. Todo ello queda ordenado racionalmente por el alma, la cual posee en sí misma la potencia de ordenar la oscuridad según razones determinadas. Es lo que ocurre igualmente con las razones seminales, que modelan e informan a los seres animados como si fueran pequeños mundos.

Lo que tiene relación con el alma es modelado según lo pide naturalmente su misma sustancia; pero el alma no actúa con reflexión extraña, ni esperando pacientemente determinación o encuesta natural, sino producto de una técnica importada. Mas el arte es posterior a la naturaleza y, aunque la imita, lo hace con imitaciones oscuras y muy débiles, con juguetes de poco valor, no obstante las numerosas máquinas de que se sirve para la producción de esas imágenes. El alma es señora de los cuerpos por la misma potencia de su ser; los hace nacer y los conduce al estado que desea, sin que los cuerpos puedan oponerse en un principio a su voluntad. Posteriormente, estos mismos cuerpos se interponen con frecuencia y se ven privados así de alcanzar la forma propia a la que apunta, aunque todavía en germen, la razón de cada uno. Digamos que la forma del universo es producida por el alma y que, con esta ordenación, nacen a la vez todas las cosas sin esfuerzo alguno. Lo que es producido de esta manera, y libre naturalmente de todo impedimento, habrá de resultar bello. Ahí se han construido por el alma santuarios para los dioses, moradas para los hombres y todos los demás objetos para los otros seres; porque, ¿qué otra cosa podría venir del alma que no fuese precisamente lo que ella tiene posibilidad de hacer? Si el poder del fuego es el calor y el de algún otro cuerpo el enfriamiento, el poder del alma debe considerarse en dos sentidos: o ejerciéndose sobre otro ser o actuando sobre ella misma. En cuanto a los seres inanimados su acción es cual un sueño, si no sale de ellos mismos; y, si realmente tiende a otra cosa, hará semejante a ella todo aquello que pueda recibirla. Porque es algo común a cualquier ser el hacer que los otros se le semejen. La acción del alma — y nos referimos aquí a la que permanece en su interior — se mantiene siempre tan despierta como la que se ejerce sobre otra cosa. Produce la vida en todos aquellos seres que, por sí mismos, no la poseerían, y hace además que esa vida sea en un todo semejante a la suya. Como vive en la razón, da también al cuerpo una razón que es imagen de la que ella tiene — porque todo lo que da al cuerpo es una imagen de su vida — y todas aquellas formas de los cuerpos cuyas razones ella posee. Pero, como ella posee (las razones) de los dioses y de todas las cosas, habrá que admitir que las posee igualmente el universo.

11. Me parece que han comprendido bien la naturaleza del universo esos antiguos sabios que han querido tener presentes a los dioses fabricándoles templos y estatuas. Comprendieron, en efecto, que es fácil atraerse en todas partes la naturaleza del alma universal, pero que resulta todavía más sencillo hacerse con ella si se construye un objeto que pueda recibir su influjo o siquiera su participación. La representación en imagen de una cosa sufre siempre el influjo de esta, al modo como un espejo es también capaz de aprehender la imagen. Porque la naturaleza, actuando de una manera muy hábil, hace todas las cosas imitando aquellos seres cuyas razones posee. Así nace realmente todo, como una razón que se da en la materia, pero que recibe una forma de algo que está sobre la materia; (la naturaleza) lo pone en contacto con la divinidad según la cual fue engendrado, mientras el alma universal lo contempla para que todo se haga según ella. No es posible, pues, que haya alguna cosa que no participe de la divinidad, pero tampoco lo es que la divinidad descienda hasta nosotros. La inteligencia de que hablamos viene a ser como el sol inteligible — que es precisamente lo .que nosotros tomamos como ejemplo — , pero a continuación de él hemos de colocar un alma que de él depende y que permanece en el mundo inteligible. Esta alma da al sol los límites que ciertamente le convienen, operándose, por medio de ella, la unión más íntima entre el sol sensible y el sol inteligible. También por su intermedio se transmiten al sol sensible las voluntades del sol inteligible, así como al sol inteligible los deseos del sol sensible, todo ello en la medida en que, por medio del alma, pueden esos deseos llegar hasta aquél.

Nada está lejos de nada, porque el estar lejos supondría la diferencia y la mezcla entre los seres; pero es que, además, en esta misma separación hay unidad. No de otro modo ocurre con los dioses, que no se encuentran nunca separados de los seres inteligibles, sino que, por el contrario, aparecen unidos al alma primitiva, que proviene en cierta manera de la inteligencia. Por medio de esta alma, que les hace ser lo que se dice que ellos son, los dioses contemplan la inteligencia, hacia la cual, y sólo a ella, dirige el alma sus miradas.

12. En cuanto a las almas de los hombres ven sus imágenes como en el espejo de Dionisos y se lanzan hacia ellas desde lo alto, pero sin cortar por ello con su principio, que es la inteligencia.

No descienden, pues, con su propia inteligencia, sino que se dirigen hacia la tierra, pero con la cabeza fija por encima del cielo. Si ocurre en realidad que descienden demasiado, ello será debido a que su parte intermedia viene obligada a procurar el cuidado del cuerpo en el que aquéllas se han precipitado. El padre Zeus, en este caso, se compadece de sus trabajos y hace temporales las ligaduras que les atan a ellos, dando a las almas un descanso en el tiempo y liberándolas a la vez de sus cuerpos para que puedan alcanzar la región inteligible, donde permanece ya para siempre el alma del universo sin tener que volverse a las cosas de aquí abajo. Porque el universo dispone verdaderamente de cuanto es posible para bastarse a sí mismo, y así es y será, ya que su ciclo se cumple según razones fijas y, al cabo de un cierto tiempo, vuelve de nuevo al mismo estado conforme a un movimiento periódico. De este modo pone también de acuerdo las cosas de arriba con las de este mundo, ordenándolo todo con sujeción a una razón única. Y todo queda perfectamente regulado, no sólo en lo que atañe al descenso y al ascenso de las almas, sino también en cuanto a las demás cosas. Lo prueba el acuerdo de las almas con el orden del universo, pues éstas no actúan separadamente sino que coordinan sus descensos y manifiestan una armonía con el movimiento circular del mundo. La condición de las almas, sus vidas y sus mismas voluntades, tiene una explicación en las figuras formadas por los planetas, que emiten una sola nota y en las debidas proporciones (mejor lo daríamos a entender con las palabras musical y armonioso). Esto no sería posible, desde luego, si el universo no actuase conforme a los inteligibles y no tuviese pasiones adecuadas a los períodos de las almas, a sus regulaciones y a sus vidas en los distintos géneros de carreras que ellas realizan, bien en el mundo inteligible, bien en el cielo, bien en esos lugares terrestres a los que ellas se vuelven.

La inteligencia, por su parte, permanece siempre y por entero en lo alto, sin que en ninguna ocasión salga fuera de sí misma; no obstante, aun asentada como está en el mundo inteligible, deja sentir su influencia en las cosas de aquí abajo por intermedio del alma. El alma, colocada más cerca de ella, se dispone según la forma que recibe de la inteligencia; da, a su vez, esta forma a las cosas que dependen de ella, haciéndolo de una o de otra manera, según una ordenación firme, aunque variable. No desciende nunca de un modo igual, sino en un grado mayor o menor, bien que se dirija a un mismo género de seres. Cada alma desciende a un cuerpo que le es apropiado, conforme al carácter de su disposición. Y así todas ellas son llevadas al cuerpo que más se les semeja, unas, por ejemplo, al cuerpo de un hombre, otras al cuerpo de un animal, y cada una, en fin, a un cuerpo diferente.

13. La justicia y la necesidad descansan así en una naturaleza que impone a las almas, a tenor de su misma ordenación, que se dirijan hacia la imagen engendrada y arquetípica, pues todas las almas de la misma especie son vecinas de aquel objeto hacia el cual les inclina su propia disposición. De este modo, en un momento determinado no hay siquiera necesidad de que alguien las envíe o las conduzca para que entren en un cierto cuerpo, ya que, cuando el momento así lo exige, descienden por sí mismas y entran allí donde es preciso que lo hagan. Digamos que el momento es diferente para cada alma y que, una vez llegado éste, cada una desciende al cuerpo conveniente, cual si fuese llamada por un heraldo. Pudiera creerse que el alma es movida y dirigida por un poder mágico, que ejerce sobre ella una fuerte y vigorosa atracción. De igual modo se verifica en cada animal el gobierno del alma, porque, en el tiempo apropiado, el alma mueve y engendra cada una de las partes, y así produce el crecimiento de la barba o de los cuernos, o desarrolla nuevas tendencias y floraciones, no existentes con anterioridad. Y lo mismo acontece con los árboles: sus almas los gobiernan con arreglo a disposiciones prefijadas.

Las almas no vienen hasta aquí por su voluntad, ni tampoco son enviadas. Lo que en ellas se considera como voluntario no es en realidad una voluntad de elección, puesto que se mueven naturalmente y tienden al cuerpo de manera instintiva, cual ocurre con el deseo del matrimonio y, a veces, incluso, con algunas hermosas acciones, no cumplidas de modo racional. Tal es siempre el destino de este ser, unas veces el que ahora decimos y otras veces otro.

En cuanto a la inteligencia, que es anterior al mundo, tiene también su destino, el cual consiste en permanecer en el mundo inteligible, enviando desde él su luz y sus rayos de conformidad con una ley universal. Esta ley es absoluta para cada individuo y, para realizarse, no saca su fuerza de algo extraño, sino que se da a los individuos, que se sirven de ella y la transportan en sí mismos. Cuando el tiempo es llegado, su voluntad se cumple por las almas individuales que la retienen, hasta el punto de que son éstas las que realizan la ley, por llevarla precisamente consigo y disponer de su fuerza. La ley que se da en las almas es como una carga que pesa sobre ellas y que les infunde el deseo doloroso de dirigirse allí donde se les indica que vayan.

14. Este mundo nuestro se ilumina con muchas luces, adornado como está de muchas almas. Además de su primera ordenación, acoge en sí mismo otros muchos mundos que provienen de los dioses inteligibles y de esas inteligencias que le dan las almas. Así es posible interpretar el mito siguiente: Prometeo modeló una mujer, a la que los otros dioses llenaron de adornos; Afrodita y las Gracias aportaron algún don e, igualmente, cada uno de los demás dioses, por lo que muy justamente se la llamó Pandora, de resultas de los dones recibidos y del hecho de que todos los habían dado. Porque todos los dioses, en efecto, dieron algo a este ser modelado por Prometeo y que es imagen de la providencia. Ahora bien, el que Prometeo rechace los dones de los dioses, ¿podrá significar que él escoge la vida intelectual como una vida mejor? El mismo, en realidad, se ve encadenado por esto, por mantenerse en contacto con la obra realizada. El lazo en cuestión proviene de fuera y la liberación es alcanzada por Hércules, que tiene el poder de conseguir su rescate. Cualquiera que sea la interpretación que se dé al mito, se convendrá que significa el don divino de las almas introducidas en el mundo, lo cual está de acuerdo con nuestras afirmaciones.

15. Las almas, pues, se precipitan fuera del mundo inteligible, descendiendo primero al cielo y tomando en él un cuerpo; luego, en su recorrido por el cielo, se acercan más o menos a los cuerpos de la tierra, a medida de su mayor o menor longitud. Así, unas pasan del cielo a los cuerpos inferiores y otras verifican el tránsito de unos a otros cuerpos porque no tienen el poder de elevarse de la tierra, siempre atraídas hacia ella por su misma pesadez y por el olvido que arrastran tras de sí, carga que verdaderamente las entorpece. Las diferencias existentes entre las almas habrá que atribuirlas a varias causas: o a los cuerpos en que ellas han penetrado, o a las condiciones que les han tocado en suerte, o a sus regímenes de vida, o al carácter particular que ellas traen consigo, incluso, si se quiere, a todas estas razones juntas, o solamente a algunas de ellas. Unas almas, por su parte, se someten enteramente al destino; otras, en cambio, unas veces se someten y otras veces son dueñas de sí mismas; otras almas, en fin, conceden al destino todo cuanto es preciso darle, pero, en lo tocante a sus acciones, son realmente dueñas de sí mismas. Viven, por tanto, según otra ley, que es la ley que abarca a todos los seres y a la cual se entregan sin excepción todas las almas. La ley de que hablamos está formada de las razones seminales, que son las causas de todos los seres, de los movimientos de las almas y de sus leyes, provenientes del mundo inteligible. De ahí que concuerde con ese mundo y que tome de él sus propios principios, tejiendo la trama de todo lo que a él está ligado. En este sentido, mantiene sin modificación alguna todas las cosas que pueden conservarse conforme a su modelo inteligible, y lleva también a todas las demás allí donde lo exige su naturaleza. De modo que podemos decir que en el descenso de las almas ella es la causa, precisamente, de que ocupen una u otra posición.

16. Los castigos que, en orden a la justicia, acontecen a los malos, conviene referirlos a esta ordenación, que es la verdaderamente debida. Pero, ¿y en cuanto a los males que, en forma de castigos, de escasez de recursos o de enfermedades, suceden contra toda justicia a los hombres de bien? ¿No convendría atribuirlos a una falta anterior? Porque hemos de tener en cuenta que todos estos males, ligados de algún modo a las cosas y anunciados por ciertos signos, se manifiestan conforme a la razón del universo. Aunque también pudiera decirse que no se ajustan a razones naturales y que nada tienen que ver con los hechos precedentes, de los que son meros acompañantes. Esto es lo que ocurre cuando una casa se cae: perece realmente aquel que está debajo de ella, sea éste quien sea. Y lo mismo acontece cuando dos cosas, o simplemente una sola, avanzan según un cierto orden: deshacen y pisotean a todo el que encuentran en su camino. Tal vez pudiera pensarse que esto no constituye un mal para quien lo sufre, si miramos de modo general á la trama provechosa del universo. No hay entonces tal injusticia, sino más bien una justificación que se basa por entero en los hechos acaecidos anteriormente. Pero no deberemos creer, de todos modos, que unos hechos responden a un cierto orden, y otros, en cambio, quedan fuera de toda ley y determinación. Porque si todas las cosas han de ocurrir según causas y consecuencias naturales, y, asimismo, de acuerdo con una razón y un orden, tendremos que convenir en que este orden y esta trama deben extenderse hasta lo más pequeño. La injusticia cometida por un individuo es realmente una injusticia para el mismo que la comete, y éste, de cualquier modo que sea, no se ve descargado de su falta; ahora bien, considerada en el orden universal, la injusticia carece de sentido e incluso no lo tiene para el que la ha sufrido, porque se trata de algo que debía ocurrir así. Si es un hombre bueno el que la sufre, concluirá necesariamente en un bien. Pues no hemos de pensar que este orden sea injusto y extraño a la divinidad, sino que, al contrario, hace donación a cada uno de lo que es justo y conveniente. Es cierto que las causas no están del todo claras para nosotros, y el hecho de desconocerlas es motivo de que las censuremos.

17. Podría probarse, por el razonamiento que ligue, que las almas, al abandonar la región inteligible, se dirigen primeramente al cielo. Porque si, realmente, el cielo es lo mejor que hay en la región sensible, ello habrá que atribuirlo a su proximidad a los últimos seres inteligibles. Los seres celestes son, en efecto, los primeros que reciben la vida del mundo inteligible, por su favorable disposición a participar en él; en tanto los seres de la tierra son los últimos y participan en menor grado del alma por el carácter de su naturaleza y su distancia al ser incorpóreo.

Es así que todas las almas iluminan el cielo y le dan su propia multiplicidad y lo primero que surge de ellas; todas las demás cosas resultan a su vez iluminadas por lo que viene después. Algunas almas descienden todavía más abajo para ejercer su acción iluminativa, pero este avance no constituye para ellas lo mejor. En tal sentido, podríamos imaginamos un centro y, a su alrededor, un círculo que desprende rayos de luz; sobre estos dos tendríamos que imaginar otro, que sería como una luz surgida de la luz. Fuera de éstos cabría pensar en un nuevo círculo sin luz, carente, por decirlo así, de luz propia, pero que tiene necesidad de una luz extraña. Hagámonos a la idea de que se trata de una rueca, o mejor de una esfera que recibe su luz del tercer círculo, por su proximidad a él, y en tanto éste la ilumine. He aquí, pues, que la gran luz lo ilumina todo y, a la vez, permanece inmóvil; de ella proviene razonablemente la luz que ilumina todas las cosas; pero las demás luces también iluminan como ella, aunque unas permanezcan inmóviles y otras sean atraídas por el brillante reflejo de las cosas. Estas, a su vez, exigen el mayor cuidado de parte de las almas, pues así como en un navío azotado por la tormenta el piloto que lo dirige se aplica por entero a la dirección de éste, con menosprecio y olvido de sí mismo, hasta el punto de verse envuelto en el naufragio, así también las almas se inclinan a veces más de lo necesario y (no se preocupan) de sus propios asuntos. Ocurre ciertamente que son retenidas por sus cuerpos y encadenadas por lazos mágicos, quedando así por completo al cuidado de la naturaleza corpórea. Es claro que si todo ser animado tuviese, como el universo, un cuerpo perfecto y suficiente, inaccesible al sufrimiento, el alma que se dice está presente en él no se encontraría entonces a su lado y, aunque le diese la vida, permanecería toda entera en lo alto.

18. ¿Podremos decir acaso que el alma se sirve del razonamiento antes de entrar en el cuerpo, y luego, una vez salida de él? Aquí, en esta morada, el alma usa, en efecto, del razonamiento, por ejemplo en sus estados de incertidumbre, de inquietud y, sobre todo, en sus períodos de debilidad; porque la necesidad de razonar le viene dada por la disminución de su inteligencia, que ya ni siquiera se basta a sí misma. Acontece lo mismo en las artes, donde se hace presente el razonamiento por la perplejidad misma de los artistas; y tanto es así que, cuando no existe dificultad, el arte se nos muestra en toda su fuerza y sazón. Ahora bien, si las almas que radican en el mundo inteligible no se sirven para nada del razonamiento, ¿cómo puede llamárselas almas razonables? Podría contestarse tal vez que, si la ocasión es llegada, estas almas son capaces también de una seria reflexión. Pero convendría, para ello, que tomásemos la palabra razonamiento en el sentido que nosotros le damos; pues si se considera el razonamiento como una disposición interna que deriva siempre de la inteligencia y, a la vez, como un acto estable que es reflejo de ella, tendremos que afirmar que las almas se sirven, en efecto, del razonamiento, incluso en el mundo inteligible.

En mi opinión, sin embargo, no debe creerse que las almas se sirven del lenguaje, en tanto permanezcan en el mundo inteligible o con sus cuerpos apegados al cielo. Todas cuantas necesidades o incertidumbres nos obligan en este mundo a hacer uso del lenguaje, no existen realmente en el mundo inteligible. Las almas que en él se encuentran actúan conforme a un orden y a su propia naturaleza y no tienen, por tanto, que disponer o aconsejar nada, ya que lo conocen todo unas de otras por su misma inteligencia. Aun aquí conocemos a los hombres sin necesidad de que ellos hablen; cuánto más ocurrirá en el mundo inteligible, donde todo cuerpo es puro y cada uno conoce como si fuera un ojo, sin que nada se le oculte o desfigure. Allí, al ver a alguno, ya se le conoce sin necesidad de que hable.

En cuanto a los demonios y a las almas que me dan en el aire, no resulta extraño que se sirvan del lenguaje, porque al fin y al cabo son también seres animados.

19. ¿Habrá que afirmar que lo indivisible y lo divisible aparecen como mezclados en el alma, o bien que lo indivisible pertenece al alma de algún modo y según cierto punto de vista, y lo divisible de otro modo, pero consecuente con el primero, siendo ambos cual dos partes del alma, a la manera como decirnos que la parte razonable es una, y otra, en cambio, la parte irrazonable de aquélla? Convendría conocer qué sentido damos a cada uno de estos términos; porque (Platón) habla de lo indivisible en absoluto, pero no así de lo divisible, que viene a ser considerado por él como la esencia que se hace — y no que se ha hecho — divisible en los cuerpos.

Convendrá advertir de qué alma tiene necesidad la naturaleza del cuerpo para vivir y qué es lo que de ella debe hallarse presente en el conjunto del cuerpo. Como la facultad sensitiva se manifiesta toda entera a través del cuerpo, diremos que llega a dividirse; porque si se encuentra en todas partes ello se debe, podría decirse, a que es susceptible de división, aunque si se manifiesta en todas partes por entero no cabe afirmar ya de manera absoluta que se encuentra dividida en los cuerpos, sino que se hace divisible en ellos. Si se argumentase que una división de este género se da sólo en la sensación del tacto, pero no en las otras sensaciones, tendríamos que contestar que también se da en estas últimas; porque, siendo el cuerpo el que toma parte en ellas, resulta necesario que se dividan, aunque de modo menos extenso que en el tacto. Igual acontece con la facultad vegetativa y con la facultad de crecer. En cuanto a la facultad de desear, que se encuentra en el hígado, y al impulso del ánimo, que asienta en el corazón, cabe decir otro tanto. Pero es posible que el cuerpo no reciba estas facultades en su mezcla material; tal vez las reciba de otra manera, como provenientes de alguna de las cosas ya recogidas por él con anterioridad. Digamos, en cambio, que la reflexión y la inteligencia nada tienen que ver con el cuerpo; todo lo que ellas pueden realizar no se verifica por un órgano del cuerpo, ya que, por el contrario, el cuerpo mismo constituye un obstáculo si se quiere hacer uso de él en las actividades reflexivas.

Vengamos a la conclusión de que lo indivisible y lo divisible son dos cosas distintas que, al mezclarse, no pueden producir un ser único. Forman, si acaso, un todo compuesto de dos partes, cada una de las cuales permanece pura y separada de la otra en el curso de su operación. No obstante, si la parte que se hace divisible en los cuerpos tiene en sí misma un carácter de indivisible recibido de lo alto, puede decirse que un mismo ser resulta a la vez indivisible y divisible, cual si se hubiese producido una mezcla entre ese ser y la potencia de lo alto que ha llegado hasta él.