Igal: Tratado 28 (IV, 4, 18-29) — SOBRE LAS DIFICULTADES ACERCA DEL ALMA II

18. Hemos de averiguar ahora si el cuerpo que vive gracias a la presencia del alma tiene realmente algo de particular, o lo que tiene es solamente la naturaleza, única cosa que mantendría relación con él. Digamos, por lo pronto, que si hay en un cuerpo un alma y una naturaleza, el cuerpo mismo no es ya como un cuerpo inanimado, ni se parece tampoco al aire resplandeciente, sino que es como el aire caldeado por el calor. El cuerpo del ser animado y el de la planta tienen en sí como una sombra del alma y, por sus mismas características, experimentan dolores y placeres, los cuales llegan hasta nosotros y son también conocidos por nosotros, sin que verdaderamente nos afecten.

Digo nosotros y entiendo por ello el resto del alma, al que el cuerpo no resulta extraño puesto que es parte de nosotros. Nos interesa precisamente por ser algo de nosotros mismos; porque, si este cuerpo no somos nosotros mismos, no por eso estamos liberados de él. El cuerpo está ligado a nosotros y depende de nosotros; nosotros somos en verdad la parte principal, pero el cuerpo es también algo que nos pertenece. De ahí que nos alcancen sus placeres y sus dolores y, cuanto más débiles seamos, tanto menos nos separaremos de él. Si postulamos que es la parte más noble de nosotros mismos, esto es, el hombre, nos hundiremos aún mucho más en él. No podemos decir, pues, que las emociones pertenezcan por completo al alma, pero tampoco al cuerpo o al compuesto de ambos. Si tomamos uno y otro separadamente, es claro que se bastan a sí mismos; así, el cuerpo a solas no experimenta emoción alguna, puesto que es algo inanimado. Y no es él quien se encuentra dividido, sino la unión que se da en él. El alma, por su parte, tampoco es susceptible de división y escapa, por consiguiente, a toda clase de emociones. Ahora bien, cuando ambos (cuerpo y alma) quieren ser una misma cosa, como algo que se recibe en préstamo, su unidad puede ser impedida, de donde resulta, verosímilmente, la vicisitud del dolor. Digo, sin embargo, que esto no ocurriría así, si las dos cosas fuesen dos cuerpos, porque ambos tendrían entonces la misma naturaleza. Pero, si se trata de dos naturalezas diferentes que quieren unirse la una a la otra, la naturaleza de orden inferior tendrá que recibir algo de la naturaleza de orden superior y, al no poder hacerlo, tomará de ésta tan sólo una huella, con lo cual ambas naturalezas seguirán siendo dos y la naturaleza inferior permanecerá intermedia entre lo que ya era y lo que no ha podido aprehender. Con ello se origina a sí misma una situación embarazosa, al compartir una alianza perecedera y nada sólida, siempre inclinada al extremo contrario. Esta naturaleza, oscilante de continuo de un lado a otro, unas veces se eleva y otras desciende, ofreciéndose entonces como presa del dolor; pero, si realmente se eleva, manifiesta vivamente su deseo de unirse a la naturaleza superior.

19. Lo que llamamos placer y dolor puede ser definido del modo siguiente: el dolor como un conocimiento del retroceso del cuerpo, privado ya de la imagen del alma; el placer como un conocimiento del ser animado de la imagen del alma instalada nuevamente en su cuerpo. He aquí, por ejemplo, que el cuerpo experimenta algo; el alma sensitiva, que se halla próxima a el, conoce la sensación y la da a conocer, a su vez, a la parte del alma en la que concluyen las sensaciones. Pero es el cuerpo el que siente el dolor; y digo que lo siente porque realmente es él quien sufre. Así, cuando se produce un corte en el cuerpo, su masa también se divide. La irritación que con ello se produce no proviene del hecho de que sea una masa, sino una determinada masa. Tal ocurre con la quemadura que se da en el cuerpo; el alma la siente porque recibe inmediatamente su impresión, contigua como está al cuerpo. Toda ella, en efecto, siente la misma impresión que el cuerpo, pero sin que por esto experimente cosa alguna. Lo que el alma hace cuando siente es declarar el lugar de la impresión, allí donde el cuerpo ha recibido el golpe, causa de su sufrimiento. Si fuese el alma la que sufriese, el alma que está toda ella presente en todo el cuerpo, no podría dejar de manifestarlo, sino que sufriría también toda ella y se vería por entero presa del dolor. Pero, sin embargo, no podría decir ni declarar en qué punto se da ese dolor que, para ella, se daría allí donde se da el alma, esto es, en todas partes. Ahora bien, es realmente el dedo el que sufre, y si ocurre lo mismo con el hombre es porque el dedo le pertenece, como suyo que es. Se dice que el hombre siente dolor en su dedo, como se dice que es de color claro porque así lo son sus ojos. Pero el hombre sufre verdaderamente en el punto donde se da el dolor, si es que no se toma como sufrimiento la sensación que acompaña al dolor. Más, evidentemente, lo que quiere indicarse con esto es que no hay sufrimiento que pase inadvertido a la sensación. La sensación, por tanto, no ha de considerarse como sufrimiento, sino como conocimiento del dolor. Pero al ser conocimiento es ya de suyo impasible, para conocer y dar a conocer íntegramente lo que ella percibe. Porque un mensajero que se deja llevar por la emoción, no cumple ciertamente con su cometido, ni es un mensajero en la verdadera acepción de la palabra.

20. Hay que instituir, pues, como principio de los deseos del cuerpo, esa parte común a que nos referíamos y la naturaleza misma del cuerpo que concuerda con ella. Porque no puede señalarse como principio de los deseos y de las inclinaciones a ningún cuerpo o alma, tomados por separado. No es el alma la que busca los sabores dulces o amargos, sino el cuerpo, pero entiéndase bien, el cuerpo que no quiere ser sólo un cuerpo. Este cuerpo ha debido procurarse muchos más movimientos que el alma, forzado como está a volverse a muchas partes para las nuevas adquisiciones de que tiene necesidad. Por ello, en unas ocasiones ha de contar con lo amargo, en otras con lo dulce. Y necesita de la humedad y del calor, todo lo cual en nada le aprovecharía si se encontrase solo.

Como decíamos anteriormente, del dolor proviene el conocimiento. El alma, que quiere apartar el cuerpo del objeto que produce este dolor, lo aparta en efecto y lo hace huir, en tanto el órgano, que ha sido afectado el primero, aleccionado por esto, trata de escapar y de sustraerse a aquél. Así, aquí nos instruyen la sensación y la parte del alma vecina al cuerpo, esa parte que llamamos naturaleza y que da al cuerpo una huella de sí misma. En la naturaleza se concluye, pues, aquel deseo preciso que había tenido comienzo en el cuerpo; luego, la sensación presenta la imagen del objeto, y el alma, por su parte, o da paso al deseo, como es su deber, o le hace resistencia y se muestra firme, no prestando atención al cuerpo, en el que comenzó el deseo, ni a la naturaleza consecuente con el deseo. Pero, ¿por qué estos dos deseos, y no el deseo de un cuerpo, y de un determinado cuerpo? Hemos de admitir que si la naturaleza es una cosa, el cuerpo vivo es realmente otra. Pero el cuerpo ha salido de la naturaleza, porque la naturaleza misma de un cuerpo es anterior al nacimiento de este cuerpo y es ella la que lo produce, lo modela y lo conforma. De ahí que el deseo no deba comenzar en la naturaleza, sino en el cuerpo vivo, cuando éste experimenta algo y sufre; esto es, “cuando desea estados contrarios a los que ahora sufre, el placer en lugar del sufrimiento y la satisfacción en lugar de la necesidad”. Pero la naturaleza, actuando como una madre, adivina los deseos del cuerpo vencido por el dolor, y trata de enderezarlo y de elevarlo hacia ella, buscando todo aquello que puede curarle y ayudándole y uniéndose a sus deseos, que terminan por pasar del cuerpo a ella. De modo que podrá decirse que el cuerpo desea por sí mismo, que en la naturaleza el deseo proviene del cuerpo y existe por él, y que la facultad que da paso al deseo es algo muy diferente a él.

21. Que esto es así, en lo que concierne al origen del deseo, lo muestran claramente las diferentes edades. Pues son muy distintos los deseos corporales de los niños, de los adolescentes y de los hombres maduros, como lo son también los de los hombres sanos o enfermos, aun siendo la misma la facultad del deseo. Porque es claro que son el cuerpo y las modificaciones que éste sufre los que producen tantas y tan variadas clases de deseos.

Si es verdad, por otra parte, que las llamadas inclinaciones del cuerpo no se corresponden siempre con el despertar de un deseo completo y concluido, y si éstas se detienen antes incluso de que haya actuado la voluntad reflexiva de no comer o de no beber, podrá decirse verdaderamente que el deseo tiene un límite, en tanto se mantiene en un determinado cuerpo, pero que la naturaleza no se une a él, ni le muestra buen ánimo o buena disposición, porque aquél no está de acuerdo con la naturaleza como para ser llevado hacia ella. La naturaleza vigila ciertamente si el deseo está o no conforme con ella.

En cuanto a lo que se decía anteriormente, que las diferencias existentes entre los cuerpos bastan para introducir deseos diferentes en la misma facultad de desear, no quiere afirmarse con ello que basta que los cuerpos sufran de manera diferente para que la facultad de desear experimente por ellos otros tantos deseos, cuando precisamente nada se procura con esto a la facultad misma. Porque el alimento, el calor, la humedad, el movimiento, el alivio de la evacuación o la satisfacción plena de los deseos, son cosas que pertenecen totalmente al cuerpo.

22. ¿Habrá que distinguir también en las plantas unas cualidades que sean en sus cuerpos como el eco de una potencia y, a la vez, la potencia que dirige estas cualidades, potencia que es en nosotros la facultad de desear y en las plantas la potencia vegetativa? ¿O acaso esta potencia se da en la tierra, que tiene ciertamente un alma, y en las plantas proviene de ella? Habría que investigar primero cuál sea el alma de la tierra y si es, por ejemplo, algo que proviene de la esfera del universo, lo único a lo que Platón parece querer animar. ¿Será corno un resplandor de esta alma sobre la tierra? Mas he aquí que Platón dice de nuevo que la tierra es la primera y la más antigua de las divinidades que se encuentran en el cielo, dándole así un alma al igual que a los astros . Pero, ¿cómo podría ser una divinidad, si no tuviese alma? De este modo, la cuestión resulta difícil de resolver y las dificultades aumentan todavía, y no disminuyen, con las afirmaciones de Platón.

Hemos de investigar primeramente cómo podremos formarnos una opinión razonable. Que existe en la tierra un alma vegetativa lo prueban sin duda las mismas plantas que nacen de ella. Pero si vemos que muchos animales tienen también su origen en la tierra, ¿por qué no decir que la tierra es un ser animado? Y de un ser así, que constituye una parte no pequeña del universo, ¿por qué no decir igualmente que posee una inteligencia y que es un dios? Si cada uno de los astros es un ser animado, ¿qué impide que lo sea la tierra, que es asimismo una parte del ser animado universal? Pues no hemos de afirmar que está dirigida desde fuera por un alma extraña y que no tiene alma en sí misma, al no poder contar con un alma propia. Más, veamos: ¿por qué un ser ígneo podría tener alma y no en cambio un ser de tierra? Tanto el uno como el otro son verdaderos cuerpos y no hay más músculos, o carne, o sangre, o líquido en el uno que en el otro, pues en realidad la tierra es el cuerpo más vario de todos. Podría argüirse que es el cuerpo que menos se mueve, pero habría que afirmar esto en el sentido de que no cambia de lugar. ¿Y cómo siente? ¿Cómo sienten a la vez los astros? Es claro que la sensación no es propia de la carne, ni en absoluto hay que dar un cuerpo a un alma para que ésta tenga sensación, sino que el alma debe ser dada al cuerpo para que éste pueda ser conservado. Al alma corresponde la facultad de juzgar y es ella la que debe mirar por el cuerpo, partiendo a tal fin de sus afecciones para concluir en la sensación. ¿Qué es, en cambio, lo que experimenta la tierra y cuáles podrían ser sus juicios? Las plantas, en cuanto que pertenecen a la tierra, no tienen sensación alguna. ¿De qué y por qué iba a tener ella sensación? Porque, ciertamente, no nos atreveremos a admitir sensaciones sin sus órganos. Y, además, ¿de qué le serviría la sensación? No, desde luego, para conocer, porque el conocimiento intelectual es suficiente para los seres que no obtienen ninguna utilidad de la sensación. No hay por que, pues, conceder esto. Pero se da en las sensaciones, además de su misma utilidad, un cierto conocimiento rudo, como el del sol, el de los astros, el del cielo y el de la tierra; y nuestras sensaciones, por otra parte, resultan gratas por sí mismas. Mas, dejaré la cuestión para más adelante; ahora hemos de preguntarnos de nuevo si la tierra tiene sensaciones, qué son y cómo se dan en ella. Para esto habrá que considerar en primer lugar las dificultades que antes surgieron, como por ejemplo si pueden existir sensaciones sin órganos y si ellas están dispuestas para nuestra utilidad, aun en el supuesto de que puedan ofrecernos otras ventajas.

23. Conviene aceptar que la sensación es la percepción de lo sensible por el alma o por el ser animado cuando el alma aprehende las cualidades de los cuerpos e imprime en sí misma las formas de éstos. El alma, naturalmente, debe percibir las cosas por sí sola, o bien juntamente con otra cosa. Si sola, ¿cómo podría hacerlo? Ciertamente, percibiría lo que se da en sí misma y es bien sabido que ella es tan sólo un pensamiento. Y si percibe otras cosas, ha debido poseerlas primero, ya por hacerse semejante a ellas, ya por unirse a algún ser que con ella tiene semejanza. Pero no es posible que se haga semejante si realmente permanece en sí misma, porque, ¿cómo un punto podría hacerse semejante a una línea? Tampoco, naturalmente, la línea que está en el pensamiento podría ser semejante a la línea sensible, ni, por supuesto, el fuego o el hombre pensados al fuego o al hombre sensibles. Aun con mayor razón la naturaleza productora del hombre ha de ser diferente al hombre que engendra, ya que, si llega a aprehender a solas al hombre sensible, alcanzará únicamente su modelo inteligible, escapándosele en cambio el hombre sensible al no poseer ella nada con que pueda aprehenderlo.

Un objeto visible, cuando es visto desde lejos por el alma, envía hasta ella una forma, la cual, en su comienzo, resulta indivisible con relación al alma. Esta forma concluye en el objeto, del cual el alma ve su color y su figura tal como ellos son. No basta sólo, pues, para la percepción con el objeto exterior y el alma; si así fuese, el alma no se sentiría afectada. Es necesario un tercer término para poder sufrir la acción del objeto y recibir su forma. Ese tercer término debe ser afectado al mismo tiempo que el objeto y de la misma manera que él, lo cual supone que ha de tener su misma materia. A él corresponde sufrir y al alma, en cambio, conocer. Y debe ser afectado de tal modo que conserve algo del objeto que le afecta, sin ser idéntico a él. Pero, como algo intermedio entre el objeto y el alma debe experimentar también una afección que resulte intermedia entre lo sensible y lo inteligible, puesto que refiere uno a otro ambos puntos extremos. Es él, por tanto, quien puede recibir la forma para darla a conocer al alma, pues no en vano es capaz de hacerse semejante a una y a otra. Por ser órgano del conocimiento sensible no puede ser idéntico al sujeto que conoce ni al objeto que es conocido; pero podrá hacerse semejante a uno y a otro, al objeto externo por ser afectado por él, al sujeto interno porque de su experiencia se origina una forma en el alma.

Si hemos de hablar con toda propiedad, conviene admitir que las sensaciones tienen lugar por medio de órganos corpóreos. Esto es consecuencia de la naturaleza del alma, la cual no percibe nada sensible si permanece fuera del cuerpo. El órgano a que nos referimos debe ser, o todo el cuerpo, o una parte de él, elegida especialmente para esta función, como ocurre con el tacto y con la vista. Viendo el artificio de que se sirven los órganos se comprueba su carácter intermedio entre nosotros, que somos quienes juzgamos, y el objeto juzgado, ya que ellos nos dan a conocer los caracteres específicos de los objetos. Porque la regla adoptada para lo recto, tanto en el alma como en ‘la plancha de madera, es como algo intermedio entre ambas, sirviendo para que el artesano juzgue de la rectitud misma de la plancha.

Conviene, sin embargo, que el objeto juzgado se encuentre en contacto con el órgano, porque si el órgano se halla alejado de aquél podrá interponerse entre ellos alguna otra cosa, como acontece por ejemplo cuando el cuerpo siente el calor de un fuego que está alejado de él. Tendríamos que preguntarnos en este sentido si se da realmente la percepción aun sin la modificación del medio, esto es, si existiendo un vacío entre el órgano de la visión y el color, puede llegar a verse con la sola presencia del órgano. Pero se trata ya de otro punto. En cuanto a la sensación, queda claro que pertenece a un alma encerrada en un cuerpo y que se realiza por el cuerpo.

24. Otra de las cuestiones a investigar es si la sensación atiende únicamente a nuestra utilidad. Porque si el alma a solas carece de sensación y ésta le adviene en contacto con el cuerpo, es claro que siente por medio del cuerpo. Con lo cual las sensaciones provendrían del cuerpo y serían dadas al alma por su relación con él o como una consecuencia necesaria de esta misma unión. Porque lo que sufre el cuerpo, si aumenta en intensidad, llega a tocar al alma; o, dicho de otro modo, los sentidos han sido hechos para que nos libren de un agente que va en aumento y que puede ser destructor, o también para evitar que ese mismo agente se aproxime hasta nosotros. Si esto es así, los sentidos nos servirían de alguna utilidad. Porque si nos proporcionan conocimiento, servirán para hacer recordar a un ser sumido en el olvido y que, por desdicha para él, está privado de toda ciencia. No ocurriría lo mismo en un ser al que no afectasen la necesidad y el olvido.

En tal sentido podremos examinar no sólo las cosas relativas a la tierra, sino también las que se refieren a todos los astros y, en especial, al cielo y al mundo entero. La sensación, según lo que nosotros decíamos, se verifica en seres particulares a los que afecta algún objeto, pero siempre en relación con otros seres particulares. Porque, ¿cómo podría haber sensación en el ser universal si este ser es insensible con relación a sí mismo? Si el órgano que siente debe ser diferente al objeto sentido, y si el universo lo es a la vez todo, es dará que no podrá darse en él un órgano que siente y un objeto sentido, sino que habrá que concederle una sensación de sí mismo, análoga a la que nosotros tenemos de nosotros mismos, pero sin otorgarle por esto la sensación, que es siempre conocimiento de otro ser. Así, cuando nosotros recibimos alguna impresión no habitual de un hecho que ocurre en nuestro cuerpo, tenemos que atribuirla a algo que viene de fuera.

Sin embargo, puesto que nosotros percibimos no sólo los objetos exteriores, sino también una parte de nuestro cuerpo con alguna otra de sus partes, ¿qué impide que el universo se sirva de las estrellas fijas para ver los planetas y de éstos para ver la tierra y las cosas que hay en la tierra? Si estos seres no tienen las mismas experiencias que los otros seres, pueden, no obstante, tener sensaciones de otra manera, con lo cual la visión no sólo pertenecerá a las estrellas fijas en sí mismas, sino que la esfera que las encierra podrá ser como un ojo que dé a conocer lo que ve al alma del universo. Y si esta misma esfera no sufre como las demás, ¿por qué no podrá ver al igual que ve un ojo, siendo como ella es una esfera luminosa y animada? “No tiene necesidad de ojos”, dice (Platón). Pero si nada le queda por ver fuera de sí misma, algo al menos tendrá que ver en su interior y nada impedirá que se vea a sí misma. Demos por supuesto, en efecto, que la visión no constituya para ella nada esencial y que resulte vano el que se vea a sí misma. Aun así, podría tomarse como una consecuencia necesaria, porque, ¿qué impide que un cuerpo como éste disfrute de la visión?

25. Para ver, y para sentir en general, no basta con tener órganos, sino que es preciso que el alma se incline hacia las cosas sensibles. Ahora bien, como el alma del universo se aplica siempre a los seres inteligibles, aun disfrutando del poder de sentir no podría hacer uso de él puesto que se encuentra en una región superior. Nosotros mismos, cuando Contemplamos con suma atención a los seres inteligibles, damos al olvido las sensaciones visuales y cualesquiera otras; incluso, la percepción de una cosa nos hace prescindir de la visión de otra. Se quiere, en realidad, que el universo perciba una de sus partes por medio de otra, como si verdaderamente se viese a sí mismo. Pero esta reflexión sobre sí mismo, aun tratándose de nosotros, no tiene ninguna utilidad como no se haga en vista de algún fin. Mirar hacia algo por el simple hecho de que sea bello, es lo propio de un ser imperfecto y dispuesto a sufrir.

Podría aducirse que el olfato y el gusto están ligados a ciertas cualidades y que, en tal sentido, tiran del alma hacia todas partes, en tanto la vista y el oído pueden pertenecer por accidente al sol y a los demás astros. Opinión no carente de lógica, si vuelven su atención hacia nosotros. Pero, si esto ocurre, es que disfrutan de memoria, pues sería extraño que no recordasen sus buenas acciones. ¿Cómo existirían éstas si no hay memoria de ellas?

26. En cuanto a los astros, son conocedores de nuestros deseos por su especial disposición y manera de conducirse. Ese es el motivo de que actúen sobre nosotros. En las artes de los magos, por ejemplo, todo mira a la conjunción de los astros y a las consecuencias que de esto se siguen para los seres que con ellos simpatizan.

Si esto es así, ¿por qué no hemos de conceder la sensación a la tierra? Y mejor, ¿qué sensaciones? ¿Por qué no hemos de otorgarle, en primer lugar el tacto, para que una de sus partes sienta por otra y se transmita al todo la sensación del fuego y de otras cosas semejantes? Porque si la tierra cuenta con un cuerpo difícil de mover, ello no quiere decir que este cuerpo sea inmóvil. Tendrá, pues, la sensación, si no de las cosas pequeñas, sí al menos de las cosas grandes. Pero, ¿por qué se dará en ella la sensación? Porque sin duda es necesario, en el caso de que tenga un alma, que sus movimientos más importantes no se le oculten. Nada impide, por lo demás, que posea sensaciones, al objeto de disponer lo mejor posible las cosas de los hombres en la medida en que estas cosas dependen de ella. Aunque bien pudiera ocurrir que su buena disposición sea consecuencia de la simpatía universal. Y si da oídos a nuestras súplicas y las aprueba, no lo hará, desde luego, a la manera como lo hacemos nosotros. Puede experimentar, en efecto, otras sensaciones, ya se vea afectada por ella misma o por otras cosas; así, por ejemplo, puede percibir los olores y los gustos para proveer a las necesidades de los animales y a la conservación de sus cuerpos. Pero esto no quiere decir que haya de exigir órganos como los nuestros, pues a todos los animales no corresponden los mismos órganos y algunos, que no tienen orejas, perciben sin embargo los ruidos. Más, ¿cómo atribuirle la visión, si para esto es necesaria la luz? Porque es claro que no vamos a concederle el disfrutar de ojos. A la tierra le atribuimos con razón la potencia vegetativa, por estimar que esta potencia se da en un espíritu y que es, además, en ella algo realmente primitivo. Pero si esto es así, ¿por qué dudar de su transparencia? Siendo un espíritu, es en mayor grado transparente, y si, por otra parte, está iluminado por la esfera celeste, será transparente en acto. De modo que no resulta extraño ni imposible que el alma de la tierra posea la sensación de la vista. Hemos de pensar que no es el alma de un cuerpo baladí, puesto que la tierra misma es algo divino; por lo cual, entera y absolutamente dispondrá siempre de un alma buena.

27. Si, pues, la tierra da a las plantas la potencia de engendrar o de crecer, no hay duda que esta potencia se encuentra en ella y que la de las plantas es una huella de aquélla. Pero, aun así, las plantas no dejarán de parecerse a la carne animada, si poseen en sí mismas la potencia de engendrar. Esta potencia de la tierra da a las plantas lo que ellas tienen de mejor, con lo que las diferencia de un árbol cortado, que no es en realidad una planta, sino tan sólo un trozo de madera.

Pero, ¿qué es lo que da el alma de la tierra a su propio cuerpo? Hemos de admitir que un cuerpo terreno, una vez arrancado del suelo, no es ya el mismo que era antes. Vemos cómo las piedras aumentan de tamaño cuando están unidas a la tierra y cómo dejan de crecer cuando se las corta y separa de ella. Cada parte de la tierra conserva una huella de la potencia vegetativa, pero se trata, hemos de pensarlo así, de la potencia vegetativa general, esto es, no de la potencia de tal o cual planta, sino de la potencia de toda la tierra. En cuanto a la facultad de sentir que posea, no se presenta unida al cuerpo, sino más bien como conducida por él. Lo que ocurre también con el resto de su alma y de su mente, a la que los hombres denominan con los nombres de Hestia y de Deméter, sirviéndose de un oráculo de naturaleza divina.

28. Pero bastante se ha dicho sobre esto. Volvamos ahora al asunto de que tratábamos e investiguemos respecto a la parte irascible del alma lo mismo que acerca de las pasiones, esto es, si tanto éstas como las penas y los placeres — y entiéndase bien, las afecciones, no las sensaciones — tienen su principio en un cuerpo animado. Porque ya acerca del principio de la cólera, o incluso acerca de la cólera misma, hemos de preguntarnos si responde a una disposición del cuerpo o sólo de una parte del cuerpo, como el corazón o la bilis, que no radique en un cuerpo inerte. Porque si es alguna otra cosa la que da a estos órganos una huella del alma, la cólera es entonces algo propio de ellos, pero no el producto de la facultad irascible o sensitiva. En cuanto a las pasiones, la potencia vegetativa que se encuentra en todo el cuerpo ofrece también su huella a todo el cuerpo, encontrándose así en todo él tanto el sufrimiento como el placer y el principio del deseo de saciarse. No se ha hablado hasta ahora del deseo sexual, pero demos por supuesto que radica en sus propios órganos, cosa que puede decirse igualmente del principio del deseo, al que se asigna la región del hígado. Y es que la potencia vegetativa, que comunica una huella del alma al hígado y al cuerpo, tiene realmente en aquel órgano su principal acción. Con lo que, si afirmamos que el deseo radica en el hígado, admitimos que se da ahí el principio de su acción. En cuanto a la cólera, ¿qué es en sí misma y qué parte del alma ocupa? ¿Proviene de ella la huella que merodea el corazón o es algo verdaderamente diferente lo que mueve el corazón y el hígado? Acaso no sea la huella de la cólera, sino la cólera misma, lo que se encuentre en el corazón. Por ello convendrá preguntarse primero qué es en realidad la cólera. Porque no sólo nos vemos afectados con lo que sufre nuestro cuerpo, sino que nos irritamos con lo que acontece a nuestros progenitores y, en general, con cualquier otra cosa que nos resulta inconveniente. De ahí que, para irritarse, haya que percibir o conocer alguna cosa. Por ello buscamos el origen de la cólera, no en la potencia vegetativa, sino en otro principio.

Está claro, pues, que la predisposición a la cólera es una consecuencia de la organización del cuerpo. Así, las personas de bilis y sangre caliente tienen inclinación a la cólera y, en cambio, los no biliosos, comúnmente llamados personas frías, no se ven fácilmente arrastrados por ella. En los animales, la cólera proviene del temperamento y no de un juicio sobre el daño que sufren; esto es lo que mueve en mayor grado a referir la cólera al cuerpo y a la disposición misma de éste.

No hay duda que las personas enfermas son más irritables que las personas sanas. Y lo mismo ocurre con las personas ayunas de alimento en relación con las saciadas de él. Lo cual nos indica claramente que la cólera, o el principio de la cólera, está radicado en el cuerpo. La bilis y la sangre son como convulsivos del cuerpo para producir los movimientos de la cólera; de modo que, cuando el cuerpo sufre, la sangre y la bilis se mueven a su tenor. Es entonces también cuando se origina la sensación, asociando el alma una imagen al estado del cuerpo y atacando a la vez la causa que lo produce. Pero la cólera puede, a la vez, provenir de lo alto; el alma, en este caso, se sirve de la reflexión ante una aparente injusticia, moviéndose con una cólera que ya no es cosa del cuerpo sino que se destina a combatir lo que se opone a su naturaleza, haciéndose así una aliada suya. Se produce de este modo un despertar irreflexivo que arrastra consigo la razón y, por otra parte, una cólera que comienza con la reflexión y concluye en la irritación natural del cuerpo. Estas dos clases de cólera se originan en la potencia vegetativa y generadora, que prepara un cuerpo susceptible de placeres y de dolores. Por la bilis amarga a ella debida e, igualmente, por la huella del alma que hay en esta bilis, se da libre paso a la irritación y a la cólera; pero no menos también, y quizá en primer lugar, por el deseo de dañar al que nos hace mal y de hacerlo semejante a uno mismo. La prueba de que la cólera se parece a la otra huella del alma (que llamamos el deseo), se basa en el hecho de que quienes buscan en menor grado los placeres del cuerpo, o los desprecian en absoluto, apenas son empujados a la cólera. Su falta de pasión es algo naturalmente irracional.

Tampoco debe sorprendernos en manera alguna el hecho de que los árboles no posean la facultad de irritarse, aunque tengan como es sabido la potencia vegetativa, puesto que los árboles carecen de sangre y de bilis. Cuando estos humores se producen sin la sensación hay como una convulsión y excitación del cuerpo; pero si les acompaña la sensación, entonces dirigimos nuestro ataque contra el objeto que nos irrita de modo que consigamos protegernos de él. Es claro que dividimos la parte irracional del alma en deseo y parte irascible, pero si el deseo es la potencia vegetativa y la parte irascible una huella de esta potencia en la sangre y en la bilis, no procedemos a una división correcta, ya que uno de los términos es anterior y el otro posterior. Aunque nada impide que ambos términos sean posteriores a otro y que la división se haya hecho de algo que proviene de él, puesto que la división afecta realmente a las tendencias y no al ser del que éstas provienen. Este ser no es en sí mismo una tendencia, sino que tal vez complete la tendencia anudando a sí mismo la actividad que proviene de ella. No resulta extraño afirmar que la huella del alma transformada en cólera tenga su sitio en el corazón; porque esto no quiere decir que el alma se encuentra ahí, sino el principio de la sangre de ese cuerpo.

29. ¿Cómo, pues, si el cuerpo se parece a un objeto caliente y no a un objeto que recibe la luz, no retiene nada de la vida una vez que el alma le ha abandonado? Cabría indicar que retiene de ella un poco, aunque este poco se consuma rápidamente cual ocurre con los objetos que se enfrían porque se les aleja del fuego. Y lo prueban los cabellos, que todavía nacen en los cadáveres, y las uñas, que siguen creciendo, y el hecho de que los animales cortados en trozos continúan moviéndose durante mucho tiempo. Esto es tal vez lo que aún queda de vida en el cadáver. Pero, incluso si (el alma vegetativa) se marchase con el alma razonable, no querría esto decir que una y otra no fuesen diferentes. Porque cuando el sol desaparece, no sólo desaparece con él la luz que de él depende, sino que también deja de lucir aquella otra luz que, no siendo ya la suya, viene en efecto de él hasta los objetos a su alcance. ¿Diremos acaso que esta luz se marcha con él o bien que ella es destruida? Nuestra investigación tendrá que recaer, no sólo sobre esta luz, sino también sobre la vida, la cual, según decimos, es lo propio de un cuerpo. Porque es indudable que nada queda de la luz en los cuerpos que han sido iluminados, pero lo que realmente se busca es si la luz retorna a su centro productor o deja de existir en absoluto. Pero, ¿cómo podría dejar de existir si ya antes era algo? Y, en una palabra, ¿qué era? Porque lo que llamamos el color pertenece a los cuerpos de los que proviene la luz y, cuando estos cuerpos son destruidos o se produce en ellos algún cambio, su color también desaparece, sin que nadie pregunte por ello dónde se encuentra el color del fuego que ha desaparecido o la forma misma del cuerpo. No obstante, la forma es una manera de ser, lo mismo que la disposición de la mano, abierta o cerrada; el color, en cambio, no es una cosa así, sino algo parecido a la dulzura. Pero, ¿qué impide que el cuerpo dulce u oloroso desaparezcan, sin que desaparezcan la dulzura y el olor? Porque, ciertamente, la dulzura y el olor pueden pasar a otro cuerpo, e incluso dejar de ser perceptibles si los cuerpos que los reciben muestran en sus cualidades resistencia a la sensación. De igual manera, la luz podría subsistir luego de la destrucción de los cuerpos de los que ella procedía, sin que por ello subsistiese esa resistencia que proviene de la reunión de sus cualidades. A no ser que se diga que el color que nosotros vemos existe por convención y que no existe en los objetos nada que se parezca a las cualidades. Pero si esto fuese así haríamos a las cualidades indestructibles, lo cual equivaldría a decir que no se originan al mismo tiempo que los cuerpos, o que los colores del animal no son el resultado de sus razones seminales, como ocurre en los pájaros de plumas variadas, sino que simplemente se reúnen o se producen sirviéndose de las cualidades existentes en el aire, que está lleno de ellas. Pero esto no significa que se den en el aire tal como se nos aparecen en los cuerpos.

Dejemos, sin embargo, la dificultad en este punto. Mas si, subsistentes los cuerpos, la luz permanece anudada a ellos y no es cortada en ningún modo, ¿qué impedirá que les siga en todos sus movimientos, y no sólo la luz que les es inmediata, sino incluso la que está en contigüidad con la primera? Porque si no se la ve marchar, tampoco se la ve cuando ella llega. Y, en cuanto al alma, ¿siguen las potencias de segundo orden a las primitivas y, hablando en términos generales, lo que es posterior sigue siempre a lo que es anterior, o bien cada una de las potencias puede subsistir por sí misma, privada de todo enlace con las anteriores? Habría que preguntarse también si, en absoluto, ninguna parte del alma puede ser separada de las otras, sino que todas ellas forman una sola alma, que es a la vez una y múltiple. Pero, entonces, ¿en que se convierte esa huella del alma que es como lo propio del cuerpo? Porque si es un alma, seguirá la suerte de ésta, de la cual no podríamos separarla, y si es la vida del cuerpo, tendríamos que aplicar aquí el mismo razonamiento que a la imagen de la luz. Habrá que indagar también si la vida puede existir sin el alma o si no existe más que por su inmediatez y su acción sobre otra cosa.