Igal: Tratado 28 (IV, 4, 6-17) — SOBRE LAS DIFICULTADES ACERCA DEL ALMA II

6. Podría decirse entonces que sólo cuentan con recuerdos las almas que sufren cambios o modificaciones. Porque es claro que la memoria versa únicamente sobre hechos pasados, pues, ¿de qué habrían de recordarse, las almas que permanecen en un mismo estado? Esta es la cuestión a dilucidar en lo que respecte al alma de los astros y de los demás cuerpos del cielo; y no menos en cuanto al alma del sol o de la luna, o, en fin, en cuanto al alma del universo. Habrá que intentar entrometerse en los recuerdos del mismo Zeus y no estará de más averiguar, al hacer esto, cuáles son los pensamientos y los razonamientos de aquellas almas, caso de que ellas existan.

Mas, si dichas almas no tienen nada que buscar ni les asalte duda de ninguna clase — pues de nada tienen necesidad, ni han de aprender cosa alguna, ya que ello supondría su anterior ignorancia — , ¿qué razonamientos, o qué silogismos, o incluso qué pensamientos podremos atribuirles? Ni sobre las cosas humanas, ni sobre las cosas de la tierra, tienen que ejercitar estas almas sus pensamientos y sus artes; porque, evidentemente, disponen de otros medios para introducir el orden en el universo.

7. ¿Pues qué? ¿No se acuerdan de que han visto a Dios? No, en efecto, porque lo ven siempre, y, en tanto lo ven, no pueden decir en modo alguno que ya lo han visto. Eso estaría justificado si realmente dejasen de verlo. Entonces, ¿qué decir? ¿No se acuerdan de que han dado la vuelta a la tierra ayer y el año pasado? ¿No se acuerdan, por ejemplo, de que vivían ayer, y antes, y no tienen memoria de lo que ha ocurrido desde que viven? No, porque viven siempre, y lo que es siempre, es una y la misma cosa. Aplicar aquí una distinción entre el ayer y el año pasado es corno si se dividiese en varios movimientos el movimiento de un pie, haciendo de este movimiento que es uno varios movimientos distintos y seguidos. Tampoco en el cielo hay otra cosa que un movimiento único. Somos nosotros los que lo dividimos en días por la separación que suponen las noches. Más, ¿cómo distinguir muchos días allí donde sólo hay uno? En la región de lo inteligible no hay que contar para nada con el año último. Ahora bien, es claro que el espacio recorrido no es el mismo, sino que tiene partes diferentes, con las variaciones consiguientes del signo del zodíaco. Pero, ¿por qué no podrá decirse: “ya he sobrepasado este signo y ahora me encuentro en otro”? Nos preguntamos cómo no podrá ver los cambios entre los hombres quien vigila precisamente los asuntos humanos. ¿Cómo no sabe, en realidad, que los hombres se suceden y que ahora son otros, distintos a los de antes? Si así fuese, no hay duda que poseería la memoria.

8. No hay necesidad, sin embargo, de conservar en la memoria todo lo que se ve, ni de confiar a la imaginación todas las circunstancias que rodean la visión. Si un objeto es más claro para la inteligencia que para los sentidos, no hay por qué, para el caso de que ese objeto se realice en el mundo sensible, prescindir de su conocimiento intelectual para fiarlo todo al conocimiento de los sentidos, salvo que se trate de gobernarlo o de dirigirlo. Porque, evidentemente, en el conocimiento del todo está comprendido ya el de los seres particulares.

Deseo hablar de cada uno de estos tres casos. En primer lugar, no es necesario retener en la memoria todo lo que se ve. Cuando no se aprecia diferencia alguna entre los objetos, o cuando las sensaciones se producen involuntariamente por objetos que no cuentan en absoluto para el alma, entonces es el sentido el único que experimente las diferencias, sin que el alma tenga que recibirlas para nada, puesto que ni le son necesarias, ni le prestan utilidad alguna. Así, el alma que dirige su atención a otros objetos no retiene en la memoria la impresión de las cosas pasadas, dado que ni siquiera las percibe cuando ellas existen.

En segundo lugar, no es necesario mantener en la imaginación todo lo que es accesorio en la percepción, y ni siquiera se necesita conservar una imagen de ello. Dichas impresiones no producen conciencia alguna. Lo cual se comprenderá fácilmente si se presta atención a lo que voy a decir. Si al cambiar de lugar, o mejor, al atravesar un lugar, cortamos una y otra región del aire, sin que nunca hubiésemos pensado hacerlo, no conservaremos de esto el menor recuerdo, ni nos habrá preocupado en absoluto durante la marcha. Porque, si en un viaje no hemos pensado para nada en la distancia a recorrer, y, aun en el caso de que se nos llevase por el aire, no nos ofrece preocupación el estadio en el que nos encontramos o cuánto camino hemos recorrido ; si, en fin, conviene que nos movamos, no durante un determinado tiempo, sino simplemente que nos movamos, o incluso que realicemos cualquier otra acción, pero sin referirla al tiempo, es indudable que no conservaremos en la memoria el recuerdo de los distintos tiempos. Es claro que si tenemos la idea conjunta de algo que hemos de hacer, y si creemos además que este acto se cumplirá absolutamente según esa idea, no prestaremos atención alguna al resto de los detalles. Ciertamente, cuando se hace siempre lo mismo, en vano conservaremos el recuerdo de lo que hacernos, que será igual en todo momento.

Si, pues, los astros se mueven para cumplir el fin que les es propio y no para atravesar los lugares que ellos atraviesan; si su acción, además, no consiste en observar los lugares por donde pasan, ni aun en pasar por ellos, el tránsito a que ahora nos referimos es completamente accidental, dirigiéndose, en cambio, el pensamiento de los astros hacia cosas más importantes para ellos; con lo que los espacios recorridos, que son siempre los mismos, y el tiempo empleado en éstos, no entra para nada en su cuenta, incluso si los espacios y los tiempos pueden ser divididos. Se sigue de aquí que no es necesario que tengan el recuerdo de esos espacios y de esos tiempos, ya que disponen siempre de la misma vida y efectúan su movimiento local alrededor de un mismo centro, no ya como si se tratase de un movimiento local sino más bien de un movimiento vital; esto es, cual el movimiento de un ser animado y único que sólo actúa con relación a sí mismo y permanece inmóvil con respecto a lo que le es externo, manteniéndose a la vez en movimiento por la vida eterna que se da en él. Ciertamente, si quisiésemos comparar el movimiento de los astros al que realiza un coro veríamos que, aunque el coro se detenga en un determinado momento, la danza sólo queda concluida si ha sido ya ejecutada desde el principio hasta el fin. Pero supongamos que el coro danza siempre; entonces su danza se concluye a cada instante, y no hay tiempo ni lugar en el que pueda decirse que está terminada. De modo que no tendrá ningún deseo, ni podrá a la vez medir su danza en el tiempo y en el espacio, o, lo que es lo mismo, perderá la memoria de todo esto.

Por lo demás, los astros viven una vida completamente feliz y contemplan esta misma vida por medio de sus almas. Y así, por la inclinación de estas almas a la unidad y por el resplandor de los astros que ilumina el cielo todo, aquellos son como cuerdas de una lira que vibran acompasadamente y que interpretan una melodía llena de armoniosa naturalidad. Si éste es el movimiento del cielo, y el de sus partes guarda íntima relación con él; si el cielo mismo se ve llevado con un movimiento total y cada una de sus partes adopta un determinado movimiento, aunque de igual signo, a causa de su privativa posición, aún nos afirmaremos más en nuestra idea de una vida única y semejante para todas las cosas.

Pero Zeus, que ordena el mundo, lo gobierna y lo dirige, Zeus, que posee eternamente un alma real y una inteligencia real, además de un poder de previsión que le permite conocer los acontecimientos, organizarlos y dominarlos, así como hacer girar los astros, cosa que ha hecho ya tantas veces, ¿cómo no va a conservar la memoria de todos los períodos, de cuántos y cuáles han tenido ya lugar? Si para que estos vuelvan a realizarse tiene que activar su imaginación, comparar y reflexionar, ¿cómo iba a olvidarse de todo lo demás, siendo como es él mismo el más hábil de los demiurgos? La gran dificultad que se presenta en cuanto a la memoria de los períodos cósmicos es la siguiente: ¿cuál es realmente su número, y puede Zeus conocerlo? Si este número resulta limitado, concederemos al universo un comienzo en el tiempo; pero si es ilimitado, el propio Zeus no conocerá nunca el número de sus obras. Sabrá, si acaso, que su obra es única y que disfrute de una vida única y eterna — así hay que entender el número ilimitado — , pero conocerá esta unidad, no de un modo exterior, sino por su misma obra. De este modo, lo ilimitado convive con él eternamente, y aún mejor le acompaña, pero Zeus lo contemplará con un conocimiento que no le viene de fuera. Si conoce la infinitud de su misma vida, conoce también en su unidad la actividad que ejerce en el universo, aunque ésta se extienda a todo.

10. Mas como el principio que ordena el mundo es doble, y le llamamos demiurgo en un sentido y en otro alma del universo, parecerá que el nombre de Zeus se refiere unas veces al demiurgo y otras al alma que conduce el mundo. Sea lo que sea, hemos de despojar por completo al demiurgo de toda idea de pasado y de futuro, para atribuirle, en cambio, una vida inmutable e intemporal. La cuestión se plantea cuando pensamos esta vida como vida del universo, con su principio rector en ella misma. Pues hay que suponer que no tiene que pararse a pensar ni a buscar lo que debe hacer. Conviene que lo ya descubierto y ordenado sean realmente cosas hechas, pero no en el tiempo, porque el autor de ellas no es otro que el orden; esto es, el acto de un alma que depende de una sabiduría inteligible y cuya imagen se da en su propio orden. Como esta sabiduría no cambia, tampoco es necesario que cambie el alma, ya que nunca cesa de contemplarla. Si dejase de hacerlo, se encontraría llena de perplejidad, porque el alma es verdaderamente una y una es también su obra.

El principio rector del mundo ejerce siempre su dominio, pero no es dominado por ninguna cosa. ¿Podríamos sospechar acaso de dónde le vendría la multiplicidad, origen de la lucha y de la incertidumbre? Porque el principio que dirige el universo quiere siempre lo mismo; ¿cómo, pues, iba a transformarse para hallarse perplejo a través de lo múltiple? Pero, si aun siendo una su voluntad, tuviese el poder de transformarlo, no por ello caería en la incertidumbre. Pues, aunque el universo contenga múltiples formas y, asimismo, múltiples partes que se oponen unas a otras, no por esto su voluntad va a mantener dudas sobre lo que debe hacer. Porque es claro que no comienza por los seres últimos y más pormenorizados, sino por los seres primeros. Sin obstáculos que se opongan a su marcha, va del ser primero al último, ordenándolo y dominándolo todo por su persistencia invariable a través de una misma obra. Y en el supuesto de que ahora quisiese unas cosas y luego otras, ¿de dónde ese cambio de sus propósitos? Dudaría entonces en lo que tiene que hacer y su acción se debilitaría con la misma ambigüedad de sus pensamientos.

11. En cuanto a la dirección de un ser animado, puede procederse ya desde fuera y a través de sus partes, ya también desde su mismo principio interior. El médico, por ejemplo, comienza desde fuera y sigue parte por parte, tanteando y deliberando con mucha frecuencia; pero la naturaleza, que comienza por el principio, no tiene necesidad de deliberar. Conviene, verdaderamente que el principio que dirige el universo cumpla su cometido, no a la manera de un médico, sino como lo hace la naturaleza. Este principio, sin embargo, es mucho más simple que la naturaleza, aunque abarque a todos los seres, como partes que son de un ser animado único. Porque es claro que una sola naturaleza domina a todas las demás, las cuales la siguen en virtud de la dependencia y subordinación que con ella mantienen, al modo como lo hacen naturalmente las ramas que pertenecen a un árbol. ¿Qué es el razonamiento, o la acción calculadora, o la memoria, cuando una sabiduría, que está siempre presente y es, además, activa, domina y gobierna en todo tiempo del mismo modo? Puesto que engendra cosas variadas y diferentes, no hay que pensar que la causa activa la acompañe paso a paso. Cuanta más variedad tienen las cosas, con mayor razón permanece invariable la causa que las produce. En cada uno de los seres animados se producen naturalmente muchas cosas y no de manera simultánea; así, en una época le nacen los cuernos o la barba, y luego le sobrevienen la madurez de los senos, la flor de la edad y la capacidad misma de engendrar otros seres. Hay así una sucesión de razones seminales, que no implica nunca la destrucción de las anteriores. Y es prueba de ello el hecho de que la razón seminal del padre reaparece por entero en ese ser que él engendra. Con lo cual resulta lógico que admitamos una sabiduría única, que es en absoluto la sabiduría permanente del universo. Pero esta sabiduría es tan múltiple y variada como simple; es la sabiduría del más grande de los seres vivos y de un mundo que no cambia con la multiplicidad. No es otra cosa que una razón única, que comprende a la vez todos los seres. Porque si no fuese todas las cosas, no sería ya la sabiduría del universo, sino la de sus partes últimas.

12. Podrá decirse tal vez que ésta es la manera de actuar de la naturaleza, pero que, si hablamos de la sabiduría universal, hemos de atribuirle necesariamente los razonamientos y los recuerdos. He aquí, sin embargo, una manera de razonar propia de hombres que toman la sabiduría por lo que no es, y que consideran lo mismo tanto el pensar como el tratar de pensar. Porque, ¿qué otra cosa es razonar sino procurar descubrir la razón y el pensamiento verdaderos que alcanzan los dominios del ser? Quien razona actúa de manera semejante al que toca la cítara y al que trata de habituarse a ella, esto es, lo mismo que el que intenta aprender. Porque razonar es, en fin, tratar de aprender lo que el sabio ya posee. De modo que la sabiduría se da, en efecto, en quien ha dejado de pensar, pues el que esto hace ha alcanzado ciertamente la cima del saber. Si colocamos, por tanto, el principio del universo en la categoría de los que aprenden, habrá que atribuirle el razonamiento, pero también la incertidumbre y el recuerdo de los que combinan el pasado con el presente y el futuro. Silo colocamos en el rango de los que ya saben, hemos de creer que su sabiduría se ha detenido en un cierto límite. Conoce, por otra parte, todo lo que va a ocurrir, porque sería absurdo negarle este conocimiento. ¿No iba a saber, por ejemplo, cómo será (el mundo)? Y, si es así, ¿qué necesidad tendría de razonar y de combinar el pasado con el presente? Supuesto que se le conceda el conocimiento del futuro, hemos de admitir que éste no es como el de los adivinos, sino más bien como el de aquellos que fabrican un objeto en la creencia de que verdaderamente existirá. No es otra la certeza de los que gobiernan todas las cosas, pues para ellos no hay duda ni perplejidad de ninguna clase. Quienes disponen de una opinión firme persisten invariablemente en ella.

He aquí que (el principio del universo) conoce las cosas futuras lo mismo que las presentes y, además, con toda seguridad, sin que intervenga para ello el razonamiento. Si no conociese el futuro, que a él se debe, no podría producirlo con certeza y según una imagen de él; lo produciría, pues, de una manera casual. En tanto produce es, por consiguiente, algo inmutable. Y si es inmutable en tanto produce, producirá realmente no de otro modo que según el modelo que lleva consigo. Esto es, producirá de una sola y única manera, porque, si produjese ahora de un modo y luego de otro, ¿qué impediría sus fracasos? Es claro que su obra contiene diferencias, aunque estas diferencias no provienen de la creación misma, sino de su sujeción a las razones seminales. Pero estas razones provienen del creador, de manera que la creación se acomoda necesariamente a ellas. Por consiguiente, el principio productor del universo no puede equivocarse nunca, ni mantenerse en la duda, como tampoco agriar el gesto, según la consideración de algunos respecto al gobierno del mundo. Porque, evidentemente, sólo se experimentan dificultades cuando se trabaja sobre algo extraño y que en verdad no se domina. Mas, quien realmente es dueño, y dueño único de su obra, ¿de qué otra cosa iba a tener necesidad sino de sí mismo y de su voluntad? Lo cual es igual que tener necesidad de su propia sabiduría, porque su voluntad es lo mismo que su sabiduría. Digamos, pues, que no necesita de nada extraño para producir, porque su sabiduría no es en él algo que le venga de fuera, sino algo que produce él mismo. No se sirve, por tanto, del razonamiento y de la memoria, cosas ambas que le son realmente extrañas.

13. Pero, ¿en qué se diferencia la sabiduría así descrita de lo que llamamos la naturaleza? La sabiduría es, ciertamente, lo primero, y la naturaleza lo último. La naturaleza es una imagen de la sabiduría y, como última parte del alma, no contiene más que los últimos reflejos que se dan en la razón. Ocurre aquí como en una espesa capa de cera: si se marca una impronta en una de sus caras y ésta llega hasta la otra cara, los rasgos de la impronta, que aparecerán bien marcados en la cara superior, aparecerán en cambio debilitados en la cara inferior. Y es que la naturaleza no conoce, sino que tan sólo produce. Da involuntariamente lo que ella tiene a lo que está por debajo de ella, tanto a la naturaleza corpórea como a la material, lo mismo que un objeto caliente transmite la forma del calor a un objeto que está en contacto con él, aunque su acción sea menor que la de la fuente del calor. Por eso, la naturaleza carece de imaginación y el pensamiento se muestra también superior a la imaginación. De ésta diremos que es intermedia entre la impronta de la naturaleza y el pensamiento. La naturaleza no tiene ni percepción ni inteligencia; la imaginación, por su parte, recibe las impresiones de fuera y da a lo que ella imagina el conocimiento que experimente. El pensamiento engendra por si mismo, y actúa porque proviene de un ser en acto. La inteligencia posee los seres, el alma del universo los acoge eternamente y en esto consiste su vida, que se hace manifieste como un conocimiento intelectual incesante. La naturaleza, a su vez, viene a ser el reflejo del alma sobre la materia. En ella, e incluso antes de ella, encuentran su fin los seres reales, en el borde inferior de la realidad inteligible. Desde aquí ya no contamos más que con imágenes. Pero la naturaleza actúa sobre la materia y sufre con relación al alma. El alma, en cambio, que es anterior a ella y también vecina de ella, actúa y no sufre, en tanto el alma de lo alto no actúa ya ni sobre los cuerpos ni sobre la materia.

14. En cuanto a los cuerpos que decimos engendrados por la naturaleza, los elementos son la misma naturaleza. Pero, en cuanto a los animales y a las plantas, ¿podríamos afirmar que poseen la naturaleza como si estuviese depositada en ellos? Comparemos a la naturaleza con una luz de la que el aire nada conserva cuando ella se va, ya que la luz y el aire son dos cosas distintas y separadas que no alcanzan a mezclarse. Y apurando la comparación podríamos añadir que la naturaleza es como el fuego, que deja un cierto calor en el objeto que ha calentado, una vez que ha desaparecido; no obstante, ese calor es distinto al calor del fuego, puesto que es algo que experimenta el objeto calentado. La forma que da la naturaleza al objeto que ella modela debe ser considerada como algo diferente a la naturaleza misma. Con todo, habrá que buscar todavía si existe algo intermedio entre esta forma y la naturaleza.

En cuanto a la diferencia entre la naturaleza y la sabiduría que se encuentra en el universo, ya nos hemos referido a ella.

15. Mas he aquí una dificultad contra lo que ahora decimos: si la eternidad se da en la inteligencia y el tiempo en el alma — pues afirmamos que el tiempo sólo tiene existencia en relación con la actividad del alma y que, además, salió de ella — , ¿cómo la actividad del alma no se divide con el tiempo y, al volver sobre el pasado, no engendra a la vez la memoria en el alma del universo? Porque claro está que situamos la identidad en lo eterno y la diversidad en el tiempo; de otro modo, la eternidad y el tiempo, serian la misma cosa, si no atribuyésemos a las almas ningún cambio en sus actos. ¿Acaso se dará por bueno que nuestras almas admiten el cambio y cualquier otra falta que nosotros situamos en el tiempo, en tanto el alma del universo, que engendra el tiempo, queda colocada fuera de él? Pues bien; sea esto así. Pero, ¿cómo es que engendra el tiempo y no en cambio la eternidad? Lo que ella engendra, tendremos que contestar, no es realmente eterno, sino que está comprendido en el tiempo. Y las almas no se dan por entero en el tiempo, sino tan sólo sus afecciones y sus acciones. Todas las almas son eternas y el tiempo es algo posterior a ellas. Mas, lo que está en el tiempo es inferior al tiempo mismo, porque el tiempo debe abarcar necesariamente lo que se encuentra en él, como cuando se habla de lo que está en el lugar y en el número.

16. Pero si hay en el alma universal una cosa y luego otra, si esta alma produce una cosa antes y otra después, y si, además, actúa en el tiempo, es claro que mira hacia el futuro. Ahora bien, si mira hacia el futuro, también se inclina hacia el pasado. En las acciones del alma se dará, pues, lo anterior y lo posterior; pero en el alma misma no hay posibilidad de pasado puesto que todas sus razones seminales, como ya se ha dicho, existen al mismo tiempo. Ahora bien, si las razones seminales son simultáneas, no puede decirse lo mismo de las acciones, que no se dan, además, en el mismo lugar. Así, las manos y los pies, que se dan juntamente en la razón seminal del hombre, aparecen aparte en el cuerpo humano. No obstante, también en el alma universal se ofrece separación de partes, aunque en un sentido diferente al de lugar; con lo cual, ¿no habrá que entender aquí en otro sentido lo que es anterior y lo que es posterior? Como partes separadas convendría entender lo que es de naturaleza diferente; pero, en este caso, ¿cómo se entendería rectamente lo que es anterior y lo que es posterior? De ninguna manera, si quien organizase el mundo no lo dirigiese a su vez; porque, verdaderamente, tendrá que disponerlo todo en un antes y en un después, ya que, de otro modo, ¿cómo no iban a existir simultáneamente todas las cosas? Se diría esto con razón, si uno fuese el organizador y otra la organización misma; pero si el ser que dirige es la organización primera, ya no ordena en realidad las cosas, sino que las produce de manera sucesiva. Porque, caso de hablar, lo haría mirando a la organización misma y sería entonces distinto a ella. ¿De dónde, pues, la identidad? Consideremos que el organizador no es materia y forma, sino tan sólo forma pura, esto es, el alma, potencia y acto que vienen después de la inteligencia. Y en la realidad se da la sucesión de unas y otras cosas cuando éstas no pueden verificarse a la vez.

El alma así entendida es algo digno de veneración, cual un círculo perfectamente unido a su centro. El círculo, a su vez, constituye la magnitud más pequeña después del centro, con intervalos verdaderamente nulos. Tal es la relación misma de los principios: si se coloca el Bien en el centro, la Inteligencia comprenderá un círculo inmóvil y el alma, por su parte, un círculo movido por el deseo. Porque la Inteligencia posee el Bien inmediatamente y, además, le abarca, en tanto el alma desea el Bien que está más allá del ser. La esfera del mundo posee el alma que desea el Bien, y es movida porque el deseo resulta apropiado a su naturaleza. Ahora bien, como es un cuerpo, desea naturalmente un ser que se encuentre fuera de ella; por eso le rodea y gira alrededor de él, esto es, se mueve de manera circular.

17. Pero, ¿cómo no se dan en nosotros los pensamientos y las ideas del mismo modo que se dan en el alma universal? ¿Por qué en nosotros esa sucesión en el tiempo y esa serie de investigaciones? ¿Serán debidas a la multiplicidad de principios y de movimientos y al hecho de que no domina un solo ser? ¿O habrá que pensar que nuestras necesidades varían constantemente y que cada uno de los momentos, indeterminado en sí mismo, se ve lleno a cada instante por objetos externos, siempre también diferentes? ¿Acaso cambia la voluntad de acuerdo con la ocasión y la necesidad presentes? En lo exterior ocurre ahora una cosa y luego otra. Y como a nosotros nos dominan fuerzas múltiples, cada potencia podrá recibir de las otras muchas y renovadas imágenes, las cuales serán como impedimentos para sus movimientos y sus acciones. Porque, cuando se origina en nosotros un deseo, surge verdaderamente una imagen del objeto deseado cual una especie de sensación anunciadora y reveladora, que nos da a conocer nuestras pasiones y nos pide que las sigamos y las obedezcamos. Lo que en nosotros le obedece o le hace resistencia, eso precisamente permanece en la incertidumbre. Lo mismo acontece con la cólera que nos mueve a protegernos y con las necesidades del cuerpo y las demás pasiones, que nos hacen juzgar de manera diferente las mismas cosas. Y otro tanto ocurre con la ignorancia del bien, o la falta de consistencia de un alma que se ve arrastrada a todas partes. De la mezcla de todas estas cosas derivan todavía muchos otros resultados.

¿Diremos entonces que nuestra parte mejor es enteramente voluble? No, ciertamente, porque la incertidumbre y el cambio de opinión hay que atribuirlos a la variedad de nuestras facultades. La recta razón, que proviene de la parte superior del alma y se entrega a ella, no se debilite en su propia naturaleza sino en virtud de su mezcla con las otras partes. Viene a ser algo así como el mejor consejero entre el múltiple clamor de una asamblea; ya no domina con su palabra sino que lo hacen, como allí, el ruido y los gritos de los hombres inferiores, mientras él, que permanece sentado, nada puede ya y se siente vencido por el alboroto de los peores. En el hombre más perverso es la totalidad de sus pasiones la que domina; ese hombre es el resultado de todas estas fuerzas. En cambio, el hombre que está en medio puede ser comparado a una ciudad en la que domina un principio útil, conforme a un gobierno democrático que se mantiene puro. En su caminar hacia lo mejor, su vida se parece al régimen aristocrático por cuanto que huye del conjunto de las facultades y se entrega a los hombres más buenos. El hombre plenamente virtuoso separa de las demás la potencia directriz, que es única, y con ella ordena las restantes facultades. Ocurre así como si existiese una doble ciudad, la de los de arriba y la de los de abajo, gobernada según un orden superior.

En el alma del universo actúa de manera uniforme un único y mismo principio; en las otras almas esta actividad es por completo diferente y ya se ha dicho el porqué. Pasemos, pues, a otra cosa.