Si la Teogonia invade el reino de la vida humana, nunca pierde el contacto con el orden natural del mundo. La teogonia retrocede hasta la cosmogonía cuando el poeta procede a poner en conexión la reinante dinastía de los dioses con los primievales Urano y Gea. Ya hemos dicho que el pensamiento de Hesíodo nunca va más allá del Cielo y la Tierra, los dos fundamentos del mundo visible; antes de éstos era el Caos. En la Física habla Aristóteles del Caos como de un espacio (topos) vacío; y otro pasaje de la Teogonia muestra que el caos no es nada más que el espacio que se abre como un bostezo entre la Tierra y el Cielo. Evidentemente la idea del caos pertenece a la herencia prehistórica de los pueblos indoeuropeos; pues la palabra está relacionada con kasko, (bosteza, en inglés gape) y de la misma raíz gap formó la mitología nórdica la palabra ginungagap para expresar esta misma representación del abismo que se abría como un bostezo antes del comienzo del mundo. La idea corriente del caos como algo en que todas las cosas están confusamente mezcladas es un perfecto error; y la antítesis entre el caos y el cosmos, que descansa sobre esta noción inexacta, es simplemente una invención moderna. Es posible que la idea de towu wa bohu [“Desordenada y vacía” (Gn. I, 2)] se haya leído sin darse cuenta en la concepción griega por influjo del relato bíblico de la creación en el Génesis. Para Hesíodo, que piensa en términos de genealogías, hasta el Caos tuvo su origen. Hesíodo no dice “en el principio era el Caos”, sino “primero tuvo origen el Caos y luego la Tierra”, etc. Aquí surge la cuestión de si no tendrá que haber habido un principio (arche) del originarse, algo que no se haya originado ello mismo. Hesíodo deja esta cuestión sin respuesta; en rigor nunca va tan lejos que llegue a suscitarla. Hacer tal cosa requeriría un grado de consecuencia que es aún de todo punto extraño a su pensamiento. Pero su Teogonia es de notoria importancia para una futura filosofía que antes o después será en realidad lo bastante consecuente para hacer tales preguntas. Ni es en modo alguno menos notorio que, una vez planteada esta cuestión, no puede dejar de afectar a ciertas concepciones a que ha concedido mucho peso la religión, ni puede, en absoluto, carecer de transcendencia religiosa por su propio derecho. Y la cosa que más habrá hecho por movilizar el contenido filosófico de los mitos y darle transcendencia religiosa es la Teogonia de Hesíodo, con su teologizar los viejos mitos de los dioses. Ocioso me parece discutir si la verdadera religión griega está en el mito o en el culto. En todo caso tiene Hesíodo motivos auténticamente religiosos para tratar los mitos teológicamente; y no puede caber duda de que ve algo de importancia religiosa en las repercusiones cósmicas que pretende encontrar en ciertos mitos. Hay que tener presente este hecho en todo intento de juzgar la teología de los filósofos naturales de Grecia como un fenómeno religioso, aun cuando estos filósofos busquen otros caminos para resolver los problemas de este penumbroso reino de la teología mítica, y otros caminos para dar satisfacción a la interna necesidad que los había provocado.
Después de todo no hay razón alguna por la que no debamos ver en la Teogonia de Hesíodo una de las etapas preparatorias de la filosofía que pronto iba a llegar. La historia misma ha desvanecido todas las dudas sobre este punto, revelando la decisiva influencia de las ideas de Hesíodo. En la visión del mundo que éste tiene hay ciertos puntos bien precisos a los que los grandes filósofos gustan especialmente de volver su atención. Los filósofos no sólo aluden frecuentemente a la concepción del caos y del comienzo de las cosas, sino de hecho a todo el lado cosmogónico de la Teogonia. Si las ideas implicadas en la visión no son en modo alguno ideas derivadas directamente de la experiencia, pueden con todo someterse a alguna verificación empírica, o en el peor de los casos puede hallárselas en conflicto con la experiencia; así es absolutamente inevitable que se vuelvan blanco de la crítica para todo el que piense por sí mismo y empiece por los datos evidentes de sus sentidos, como el filósofo natural. Pero la crítica negativa no es la única respuesta que en estos hombres provoca Hesíodo, pues en la Teogonia de éste hay mucho que tiene directa significación filosófica para aquéllos. Podemos ver, por ejemplo, la forma en que la peculiar concepción de Eros como el primero de los dioses que tiene Hesíodo es desarrollada más tarde por Parménides y Empédocles. En realidad, esta idea ha sido de una fecundidad casi ilimitada a lo largo de la historia de la filosofía, incluso hasta las teorías del siglo xix sobre el amor cósmico. Para Empédocles es el Amor (o, como él lo llama, la philia) la causa eficiente de toda unión de fuerzas cósmicas. Esta función está simplemente tomada del Eros de Hesíodo. En el comienzo mismo de su relato del origen del mundo, introduce el poeta a Eros como uno de los más antiguos y de los más poderosos de los dioses, coeval con la Tierra y el Cielo, la primera pareja, que se junta en unión de amor por obra del poder de aquél. La historia de la Tierra y el Cielo y de su matrimonio era uno de los mitos tradicionales; y Hesíodo razona con perfecta lógica cuando infiere que Eros tiene que haber sido una divinidad tan vieja como aquéllas, mereciendo por ende uno de los primeros lugares. La unión del Cielo y de la Tierra inicia la larga serie de procreaciones que suministra el principal contenido de la Teogonia y ocupa el centro del interés teológico de Hesíodo. ¿Cómo podría éste dejar de indagar la fuente de aquel impulso que juntó a todas las divinas parejas y hasta llegó a unir la teogonia con la cosmogonía, la verdadera causa del origen del mundo? ¿Ni cómo podría nadie que pensara en tantas fuerzas naturales y morales como en personas divinas, dejar de ver un dios en el Eros que une todas las cosas?