Mondolfo (1959) – Sócrates – conhecer-se a si mesmo

2. El conocimiento interior: a) conócete a ti mismo. — Díme, Eutidemo, ¿has estado alguna vez en Delfos? —En dos ocasiones—. ¿Has notado, en no sé qué parte del templo, la inscripción: conócete a ti mismo? —Yo sí. —Ahora bien, ¿no has prestado ninguna atención a esa inscripción, o bien la has grabado en tu mente y te has vuelto hacia tí mismo para examinar lo que eres?. . . —En verdad, no me he preocupado en absoluto, pues creía saberlo perfectamente, y apenas si podría conocer otra cosa, si no me conociera a mí mismo—. Pero de estos dos, ¿quién te parece que se conoce a sí mismo: el que sólo sabe su propio nombre, o aquél que se ha examinado como examina a un caballo quien desea comprarlo. . ., o sea que se ha examinado en qué condiciones se halla con respecto al oficio al que está destinado el hombre, y que ha conocido sus propias fuerzas? (Jenofonte, Memorab., IV, 2).

La vida sin examen es indigna de un hombre (Plat., Apol., XXVIII).

[El “conócete a ti mismo” era, en la inscripción de Delfos, una advertencia dirigida al hombre, para incitarlo a reconocer los límites de la naturaleza humana 7 a no aspirar a cosas divinas (“nada en exceso”), pues seria insolente no tolerada por los dioses. Ésta era también la advertencia esencial de los Siete Sabios y Tales. Pero Sócrates llega después de un desarrollo de la filosofía, es decir, de indagaciones sobre las cosas divinas eternas, y en éstas pone el valor de la vida, la purificación del espíritu y la propia misión. Pero aún le queda un rasgo importante de la antigua advertencia de la limitación humana: la conciencia de la seriedad y gravedad de los problemas, que impide toda presunción de saber fácil y se afirma como conciencia inicial de la propia ignorancia (Véase más adelante, párrafo d) ].

b) el conocimiento, condición de sabiduría y de virtud. — No (podría) consentir nunca que un hombre, que no tiene conocimiento de sí mismo, pudiera ser sabio. Pues hasta llegaría a afirmar que precisamente en esto consiste la sabiduría, en el conocerse a sí mismo, y estoy conforme con aquél que en Delfos escribió la famosa frase (PLAT., Carmides, 164).

¿Qué, pues? ¿Podremos saber nunca cuál es el arte que convierte a cada uno en mejor, mientras ignoremos qué es lo que somos nosotros mismos? —Imposible—. . . Entonces, hasta que no nos conozcamos a nosotros mismos y no seamos sabios, ¿podremos saber jamás qué es lo bueno que nos pertenece y qué lo malo? (PLAT., Alcib. prim., 128 y 133).

c) El método de la introspección. — ¿Es, acaso, cosa fácil conocerse a sí mismo, y fue hombre de poco valor quien escribió este precepto sobre el templo de Apolo, o bien es cosa difícil y no accesible a todos? Vamos, ¡ánimo!, ¿de qué manera podría descubrirse este sí mismo?. . . ¿Qué es el hombre? —No sé decirlo. —Pero tú sabes decir que es aquél que se sirve de su cuerpo. —Sí—. ¿Y quién se sirve del cuerpo, sino el alma?. . . Conocer el alma, pues, nos ordena, quien nos ordena: conócete a ti mismo. —Así parece—.

Ahora bien, ¿cómo podremos conocerla del modo más claro?. . . Procura tú también. Si (la inscripción de Delfos) hubiese dicho al ojo, como a un hombre, para aconsejarlo: mírate a ti mismo, ¿cómo y a qué crees que lo exhortara? ¿Quizás a mirar aquello, mirando a lo cual, el ojo podría verse a sí mismo?. . . Evidentemente, pues, a mirarse en un espejo o cosa semejante. —Justamente—. Ahora bien, ¿no hay también algo semejante en (otro) ojo, en el cual nosotros podamos mirar? —Ciertamente—. Un ojo, pues, si quiere verse a sí mismo, es preciso que mire en un ojo, primero en aquella parte del ojo, en la que reside la virtud del ojo que, precisamente, es la vista. . . Ahora bien, también el alma, si quiere conocerse a sí misma, ¿no necesita, quizá, que mire en un alma, y sobre todo en aquella parte de ella en la que reside la virtud del alma, la sabiduría? Y quien mire en ella y conozca todo su ser divino, podrá conocerse a sí mismo, sobre todo, de esta manera (Plat., Alcib. primero, 1, 129, 130, 132-3).

[Por medio del parangón con el ojo, platón tiende aquí hacia el método indirecto de la autoobservación, que te encuentra más claramente explicado en las Magna moralia, de escuela aristotélica; “de la misma manera que cuando queremos ver nuestro propio rostro, lo vemos mirando en un espejo, así cuando queremos conocernos a nosotros mismos, nos podremos conocer mirando en el amigo, porque el amigo es, por decirlo así, un otro yo” (c., 15, 1213)].

d) el primer resultado: la docta ignorancia (conciencia de los problemas). — Querefonte (vosotros lo conocéis) . . . habiendo ido en una ocasión a Delfos, osó interrogar al oráculo. . . si había alguien más sabio que yo. Respondió la Pitia: ninguno. . . Entonces, oyendo tales palabras, pensé: ¿Qué es lo que dice el Dios? ¿Qué se oculta en sus palabras?; porque yo no tengo conciencia, ni mucha ni poca, de ser sabio. ¿Qué dice, entonces, afirmando que soy sapientísimo? Y durante mucho tiempo permanecí dudando de lo que Él quisiese decir. Después, fatigosamente, comencé a investigar de la manera siguiente. Fui a visitar a uno de aquellos que parecen sabios, y me dije a mí mismo: Ahora, desmentiré el vaticinio, y demostraré al oráculo que éste es más sabio que yo: y tú en cambio, dijiste que soy yo (más sabio). Y he aquí lo que me sucedió. Habiéndome puesto a conversar con él, me pareció que este hombre, aunque bien parecía sabio a muchos otros hombres, y especialmente a él mismo, pero que en realidad no lo era. Y traté de demostrárselo: tú crees ser sabio, pero no lo eres. . . Habiéndome ido, comencé a razonar, y me dije así: yo soy más sabio que este hombre, pues, por lo que me parece, ninguno de nosotros dos sabe nada bueno ni bello, pero éste cree saber, y no sabe; yo no sé, pero tampoco creo saber. Y parece que por esta pequeñez soy más sabio yo, pues no creo saber lo que no sé (PLATÓN, Apol., V-VI).

Me parece ver una especie más grande y peligrosa y bien definida de la ignorancia, que tiene (por sí sola) un peso igual al de todas las otras partes de ella. —¿Cuál?— Aquélla que no sabe y cree saber, pues a causa de ésta, corremos el riesgo de que nos sucedan a todos nosotros los despropósitos que cometemos con la inteligencia (PLAT. Sofista, 229).

[El conocimiento de la propia ignorancia no es, para Sócrates, la conclusión final del filosofar, sino su momento inicial Y preparatorio. Para dar este conocimiento, emplea, justamente, la refutación, que purga y libera el espíritu de los errores: después de lo cual el espíritu se encuentra dispuesto a engendrar la verdad, estimulado por la mayéutica.

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