Según Ficino, el todo se organiza, de un modo general, en cinco grados y fases distintos, que se refieren mutuamente los unos a los otros, para retrotraerse por último, en su continua sucesión, al Ser Uno e incondicionado.
La ordenación de la realidad empírica se estructura y organiza con arreglo a la participación en los dos principios contrapuestos de la pluralidad y la unidad. Partiendo del cuerpo y de las cualidades corporales, el camino conduce al alma humana y de ésta, a su vez, se eleva a las “inteligencias” celestiales puras y al ser divino.
Mientras que el cuerpo en cuanto tal, gracias a la divisibilidad hasta el infinito, se descompone sencillamente en una pluralidad de elementos, sin poseer en sí un principio de limitación y determinación, las cualidades, tales como la luz y el color por ejemplo, figuran ya en un grado superior. Aunque también ellas parecen hallarse adheridas a la materia y sólo se manifiestan en las masas extensas, el verdadero origen de su acción no debe buscarse, sin embargo, en el campo del más o el menos puramente extensivo. No necesitan de la extensión en longitud, profundidad y anchura, sino que se contienen ya, en su totalidad e indivisas, en cada una de sus partes, por muy pequeñas que sean, en cada punto de la masa.
Son, por tanto, en realidad, naturalezas y determinabilidades individuales, a las que para nada afecta la división del “sujeto” corpóreo en el que de momento se presentan ante nosotros. Así, por ejemplo, el blanco contenido en una parte cualquiera de un cuerpo blanco no puede pensarse, en rigor, como una parte de la cualidad, sino solamente como la cualidad de una parte: la desintegración afecta solamente al substrato material, no al color mismo, que revela por doquier la misma naturaleza y cualidad “indivisibles”. La “ratio albedinis” o cualidad de la blancura es la misma en todo el cuerpo y en todas y cada una de sus partes integrantes.
Por donde nos encontramos ya, aquí, con una nueva relación entre la unidad y la pluralidad: la característica distintiva de la cualidad no se obtiene por vía de síntesis, sino que es captada como una unidad esencial, que sólo participa de las determinaciones de la cantidad de un modo mediato, al extenderse sucesivamente, por decirlo así, por sobre las distintas partes de un cuerpo.
Y es en las cualidades de los cuerpos donde radican todas sus fuerza y capacidades de acción, ya que la simple masa indistinta en cuanto tal es totalmente pasiva e inerte; lo que quiere decir que toda potencia y toda actividad atribuidas por nosotros a un cuerpo tiene su origen y debe buscar su íundamento último no en lo material de él, sino en una “naturaleza incorpórea”.
Toda esta disquisición de Ficino, aunque tienda a llegar a conclusiones de orden metafísico, encierra, sin embargo, al mismo tiempo, en la separación conceptual que establece entre la cantidad y la cualidad, un fondo lógico puro, un contenido que resalta con toda claridad y nitidez cuando lo comparamos, mirando hacia atrás, con la doctrina de Nicolás de Cusa y, mirando hacia adelante, con la de Leibniz (cfr. supra, pp. 85 s.).
El segundo grado, designado por la cualidad, es aquel sobre el que se elevan las otras fuerzas espirituales del universo. Mientras que el cuerpo representa — según el criterio de los pitagóricos — la pluralidad pura y simple y la cualidad la pluralidad, en cuanto que ésta se combina con la unidad y participa de ella, el alma es la unidad originaria, la cual, sin embargo, necesita enfrentarse a la variedad, para cobrar en ella la conciencia de sí misma. Mientras que el color blanco, aun distinguiéndose conceptualmente del cuerpo en que se da, se halla como preso y enredado en él en cuanto a su realidad empírica, el alma conserva dentro de su comunidad con el cuerpo en el que reside su propio ser sustantivo y la independencia de su propia naturaleza. No se halla contenida en él ni como una parte en el todo ni como el punto en la línea.
En efecto, el punto, aun representando una unidad cerrada en sí e indivisible, señala sin embargo una situación aislada dentro del espacio y expresa, en este sentido, una determinabilidad local limitada. El alma, por el contrario, debe concebirse como la unidad que encierra y hace brotar de sí misma una totalidad infinita de determinaciones; en este sentido, se la debe comparar, no a cualquier punto, sino, por ejemplo, al centro de un círculo, que puede referirse por igual, para que el concepto del círculo se cumpla, a todos los puntos de la periferia. Es, por tanto, en cierto modo, “un punto vivo en sí mismo”, no sujeto a ninguna cantidad ni a ninguna determinada situación, sino que puede, partiendo desde dentro, desarrollarse libre e ilimitadamente hacia la variedad, sin perderse en ella.
Son también algunos de los motivos fundamentales de la filosofía de Nicolás de Cusa los que aquí siguen influyendo en Ficino. El alma es a la vez divisible e indivisible, igual por su esencia a la suprema unidad absoluta y constantemente orientada hacia la pluralidad y los cambios del mundo de los cuerpos. Constituye la verdadera y la más profunda maravilla de la creación, por cuanto que todas las demás cosas, por muy perfectas que nos las representemos, poseen y encarnan siempre un ser especial, mientras que ella representa y contiene el universo en su totalidad.
“El alma alberga en sí las imágenes de las entidades divinas, de las que depende, como los fundamentos y los prototipos de las cosas inferiores, que en cierto modo crea por su propia cuenta. Es el centro del universo y en ella se cifran y condensan las fuerzas de todo. Se adentra en todo, pero sin abandonar una parte cuando se dirige hacia la otra, puesto que es el verdadero engarce de las cosas. De aquí que podamos llamarla con razón el centro de la naturaleza, el foco del universo, la cadena del mundo, la faz de todo y el nexo y el vínculo de todas las cosas.”
Toda cosa sensible tiende, por virtud de su propia naturaleza, a remontarse a su origen espiritual y superior, pero esta reversión interior no puede operarse en las cosas mismas ni en las sustancias espirituales que se hallan sobre nosotros o en torno nuestro, sino solamente en el alma del hombre. Solamente ella puede empaparse plenamente con la consideración de lo concreto y lo material sin dejarse aprisionar por ello; solamente ella puede elevar las mismas percepciones de los sentidos al plano de lo general y lo espiritual.
“Y así, el rayo divino que se derrama sobre el mundo inferior vuelve a proyectarse, gracias a ella, hacia las regiones más altas… Es el espíritu humano quien restaura el universo estremecido, pues gracias a su actividad se depura y esclarece de continuo el mundo corpóreo, acercándose diariamente más y más al mundo espiritual, del que en su día emanó.”
En estas palabras, en las que se afirma la singular posición y significación cósmicas del alma humana reside el más profundo y sustancial fundamento da la influencia que la Academia platónica ejerce sobre toda la cultura filosófica y artística de esta época; los pensamientos que aquí expresa Ficino resonarán, andando el tiempo, en el discurso de Pico della Mirándola sobre la dignidad del hombre y, animados por una fuerza y una profundidad extraordinarias, en los sonetos de Miguel Ángel.
Sin embargo, por mucho que sigamos moviéndonos aquí bajo el conjuro de Plotino y de sus doctrinas estéticas fundamentales, vemos traslucirse ya en este punto un nuevo interés que apunta hacia un nuevo planteamiento, hacia un planteamiento moderno del problema. El neoplatonismo señala, no cabe duda, el carácter general de la doctrina de Ficino, pero no agota la totalidad de su contenido ni su significación histórica. Cuantos hasta ahora han estudiado el platonismo de Ficino se han detenido exclusivamente en este rasgo, pero ello los ha llevado a perder de vista precisamente los gérmenes más vigorosos y fecundos que este pensador aporta a la filosofía y a la ciencia del futuro.