El principal depósito confiado a Plotino por todo un pasado de Razón consistía en la concepción de un universo uno y coherente, solidario y habitado por una íntima simpatía tanto en la totalidad de su forma y de su vida como en cada uno de sus miembros, y que, como el sabio que era su inquilino, se bastaba a sí mismo. El estoicismo, en concreto, había impuesto la imagen orgánica de un mundo contenido y animado por una Razón que era al mismo tiempo una Fuerza inmanente: el Logos. Pero la misma evolución del estoicismo, la autoridad de los otros grandes sistemas filosóficos: el platonismo con su mundo de las Ideas presidido por el Bien, el aristotelismo con su jerarquía de poderes y de actos coronados por un Primer Motor que es Pensamiento que se piensa, el neopitagorismo con el escalonamiento de sus Números y su gusto por el ascetismo, así como sin duda la necesidad de evasión fuera de lo sensible propia de toda la época, habían, si así puede decirse, conducido a dirigir verticalmente y en el sentido de una trascendencia aquella unidad solidaria que el antiguo estoicismo había desplegado sobre el plano horizontal de la inmanencia. De esta forma el universo plotiniano se ofrece como una jerarquía de realidades subordinadas las unas a las otras, pero como una jerarquía que es expansión, y como una subordinación que es continuidad. «Todas las cosas son, por tanto, como una Vida que se extiende en línea recta; cada uno de los puntos sucesivos de la línea es diferente; pero la línea entera es continua. Tiene puntos sin cesar diferentes; pero el punto anterior no desaparece en aquel que le sigue» (Enn., V, 2, 2).
La especulación podrá distinguir sin duda, a lo largo de semejante línea vertical, determinados momentos o aspectos que habrá de estabilizar y realizar en entidades o «hipóstasis»: el Uno —Primer Principio—, la Inteligencia, el Alma. Pero tales cortes no suponen la fragmentación de esta continuidad dinámica. Son como otros tantos pasos graduales de un movimiento único de procesión que la sobreabundancia del Uno (V, 2, 1) pone en movimiento a la manera de una irradiación espontánea (V, 1, 6; V, 4, 1) y que, a medida que decrece, se expande en forma de multiplicidad cada vez más esparcida y discontinua: unificada y contraída en la Inteligencia, más débil en el Alma, casi pura en la proximidad de la Materia, hasta expirar en la inmovilidad. No hay, pues, aquí y allí más que una sola y misma realidad percibida en niveles sucesivos.
Al mismo tiempo —y éste es el segundo legado del racionalismo griego a Plotino—, esta jerarquía solidaria no puede ser, en su necesidad, sino eterna (II, 9, 3). Una creación, una modificación o un fin del universo son tan imposibles de concebir como un comienzo o una cesación en la procesión del Uno. De esta eternidad resulta la continua coexistencia entre sí de los grados de la realidad: su solidaridad recíproca es simultaneidad. Por ello —reciprocidad quiere decir aquí jerarquía—, habrá implicación permanente de lo inferior en lo superior y, a la vez, presencia perpetua de lo superior en lo inferior. O incluso: lo superior sigue siendo trascendente, pero lo inferior es inmanente a esta trascendencia. «Todo ser engendrado por otro existe, o bien en el mismo ser generador, o bien en otro ser, si es que existe además del generador. Como este ser ha sido engendrado por otro, y tiene necesidad de otro para ser engendrado, tiene esencialmente necesidad de otro; y por ello existe en otro. En consecuencia, los últimos seres existen naturalmente en los que les preceden inmediatamente, los de primer rango existen en aquellos que se hallan aún delante de ellos, y un ser existe así en otro, hasta llegar al primer principio. El principio, que no tiene nada antes que él, no tiene nada que le contenga; y no teniendo nada que le contenga, y puesto que todas las cosas existen en aquellas que hay antes que ellas, contiene a todas las otras cosas» (V, 5, 9).
Bajo una forma más imaginativa, la realidad podrá compararse a una serie de esferas embutidas las unas en las otras, diferentes a causa de la expansión de su periferia, pero coincidentes en un mismo centro a partir del cual se dilatan sucesivamente, o también a un círculo que se ensancha continuamente, pero cuyos radios se alargan cada vez más y multiplican todos ellos teniendo en un punto único su origen y la causa de su permanencia1.
En otros términos, habrá una interioridad lo mismo de lo superior a lo inferior, que de lo inferior a lo superior. El Uno mismo, que «es por sí mismo todo lo que es», se halla «todo él vertido por entero hacia sí mismo y es interior a sí mismo» (VI, 8, 17), mientras que «todo lo que hay fuera de él, es él mismo, puesto que él abraza a todas las cosas. O mejor, se halla dentro de las cosas y en su profundidad» (VI, 8, 18). O incluso: «Hay que volverse totalmente hacia el interior… Dios no es exterior a ningún ser; está en todos los seres; sólo que ellos no lo saben. Huyen lejos de él o, por mejor decir, lejos de ellos mismos» (VI, 9, 7).
Por otra parte, lo inferior tiene dentro de sí la presencia de lo superior, de donde extrae su origen y tiene su ser. Recogiéndose en sí mediante un movimiento de concentración y regresión, como una corriente de agua que refluyera hacia su fuente o como un rayo de luz contraído sobre su foco, puede, si se remonta desde su multiplicidad momentánea a la unidad primordial, descubrirlo todo en su propio interior: «El sabio, penetrado ya de razón, extrae de sí mismo lo que descubre a los demás; mira hacia sí mismo; y no sólo tiende a unificarse y aislarse de las cosas exteriores, sino que se halla vuelto hacia sí mismo, y encuentra en sí todas las cosas (kai patita eisó)» (III, 8, 6).
Esta interioridad tiene una importancia capital para el pensamiento de Plotino: es ella la que le permite desarrollar una mística de la inmanencia inscrita dentro de una metafísica de la trascendencia.
Todos los pasajes relativos al círculo o a la esfera han sido estudiados por Dieterich Mahnke, Unendliche Sphare und Allmittelpunkt, Halle, 1937, páginas 215-227. ↩