Teodoro. Con el mayor gusto, Sócrates, y para informarte, creo conveniente decir cuál es el joven que más me ha llamado la atención. Si fuese hermoso temería hablar de él, no fueras a imaginarte que me dejaba arrastrar por la pasión; pero, sea dicho sin ofenderte, lejos de ser hermoso, se parece a ti, y tiene, como tú, la nariz roma y unos ojos que se salen de las órbitas, si bien no tanto como los tuyos. En este concepto, puedo hablar de él con confianza. Sabrás, pues, que de todos los jóvenes con quienes he estado en relación, y que son muchos, no he visto uno solo que tenga mejores condiciones. En efecto, a una penetración de espíritu poco común, tiene la dulzura singular de su carácter, y, por encima de todo, es valiente cual ninguno, cosa que no creía posible, y que no encuentro en otro alguno. Porque los que tienen, como él, mucha vivacidad, penetración y memoria, son de ordinario inclinados a la cólera, se dejan llevar acá y allá, semejantes a un buque sin lastre, y son naturalmente más fogosos que valientes. Por el contrario, los que tienen más consistencia en el carácter, llevan al estudio de las ciencias un espíritu entorpecido, y no tienen nada. Pero Teetetes marcha en la carrera de las ciencias y del estudio con paso tan fácil, tan firme y tan rápido, y con una dulzura comparable al aceite, que corre sin ruido, que no me canso de admirarle y estoy asombrado de que en su edad haya hecho tan grandes progresos.
Sócrates. Verdaderamente, me das una buena noticia. ¿Pero de quién es hijo?
Teodoro. Muchas veces he oído nombrar a su padre, mas no puedo recordarle. Pero, en su lugar, he aquí al mismo Teetetes en medio de ese grupo que viene hacia nosotros. Algunos de sus camaradas y él han ido a untarse con aceite al estadio que esta fuera de la ciudad, y me parece que después de este ejercicio vienen a nuestro lado. Mira, si le conoces.
Sócrates. Le conozco, es el hijo de Eufronios de Sunio; ha nacido de un padre, mi querido amigo, que es tal como acabas de pintar al hijo mismo; que ha gozado, por otra parte, de una gran consideración, y ha dejado a su muerte una cuantiosa herencia. Pero no sé el nombre de este joven.
Teodoro. Se llama Teetetes, Sócrates. Sus tutores, a lo que parece, han mermado algún tanto su patrimonio, pero él se ha conducido con un desinterés admirable.
Sócrates. Me presentas a un joven de alma noble. Dile que venga a sentarse cerca de nosotros.
Teodoro. Lo deseo. Teetetes, ven aquí, cerca de Sócrates.
Sócrates. Sí, ven Teetetes, para que al mirarte, vea mi figura, que según dice Teodoro se parece a la tuya. Pero, si uno y otro tuviésemos una lira, y aquél nos dijese que estaban unísonas. ¿Le creeríamos, desde luego, o examinaríamos antes si era músico?
Teetetes. Lo examinaríamos antes.
Sócrates. Y si llegáramos a descubrir que es músico, daríamos fe a su discurso; pero si no sabe la música, no le creeríamos.
Teetetes. Sin duda.
Sócrates. Ahora, si queremos asegurarnos del parecido de nuestras fisonomías, me parece que es preciso averiguar si Teodoro está versado o no en la pintura.
Teetetes. Así lo creo