Sócrates. Sigamos el principio, que acabamos de sentar, de que no existe nada que sea uno, tomado en sí. De esta manera, lo negro, lo blanco, y cualquiera otro color, nos parecerán formados por la aplicación de los ojos a un movimiento conveniente, y lo que decimos ser tal color no será el órgano aplicado, ni la cosa a la que se aplica, sino a un no sé qué intermedio y peculiar de cada uno de nosotros. ¿Podrías sostener, en efecto, que un color, parece tal a un perro o a otro animal cualquiera, y que lo mismo te parece a ti?
Teetetes. No, ¡por Zeus!
Sócrates. ¿Podrías, por lo menos, asegurar que ninguna cosa parece a otro hombre la misma que a ti? ¿Y no afirmarías más bien que nada se te presenta bajo el mismo aspecto, porque nunca eres semejante a ti mismo?
Teetetes. Soy de este parecer más bien que del otro.
Sócrates. Si el órgano con que medimos o tocamos un objeto fuese grande, blanco o caliente, no llegaría nunca a ser otro, aun cuando se le aplicara a un objeto diferente, si no se verificaba en él algún cambio. De igual modo, si el objeto medido o tocado tuviera alguna de aquellas cualidades, aun cuando le fuera aplicado otro órgano o el mismo, después de haber sufrido alguna alteración, no por esto llegaría a ser otro, si él no experimentaba cambio alguno. Tanto más, querido amigo, cuanto que, según la otra opinión, nos veríamos precisados a admitir cosas realmente sorprendentes y ridículas, como dirían Protágoras y cuantos quisiesen sostener su parecer.
Teetetes. ¿De qué hablas?
Sócrates. Un sencillo ejemplo te hará comprender lo que quiero decirte. Si pones seis tabas enfrente de cuatro, diremos que aquéllas son más y que superan a las cuatro en una mitad; si pones las seis enfrente de las doce, diremos que quedan reducidas a menor número, porque son la mitad de doce. ¿Podría explicarse esto de otra manera? ¿Lo consentirías tú?
Teetetes. Ciertamente que no.
Sócrates. ¡Pero qué! Si Protágoras o cualquier otro te preguntase. Teetetes, ¿es posible que una cosa se haga más grande o más numerosa, de otra manera, que mediante el aumento? ¿Qué responderías?
Teetetes. Sócrates, fijándome sólo en la cuestión presente, te diré que no; pero si lo hago, teniendo en cuenta la precedente, para evitar contradecirme, te diré que sí.
Sócrates. ¡Por Hera! Eso se llama sorprender bien y divinamente, mi querido amigo. Me parece, sin embargo, que si dices que sí sucederá algo parecido al dicho de Eurípides.
Nuestra lengua estará al abrigo de toda crítica, pero no nuestra intención.
Teetetes. Es cierto.
Sócrates. Si uno y otro fuésemos hábiles y sabios, y hubiésemos agotado las indagaciones sobre todo lo que es del resorte del pensamiento, no nos quedaba más que ensayar mutuamente nuestras fuerzas; disputando a la manera de los sofistas, y refutando resueltamente unos discursos con otros discursos. Pero como somos ignorantes, tomaremos el partido de examinar, ante todas cosas, lo que tenemos en el alma, para ver si nuestros pensamientos están de acuerdo entre sí, o si ellos se combaten.
Teetetes. Sin duda, es lo que deseo.
Sócrates. Y yo también. Sentado esto, y puesto que tenemos todo el tiempo necesario, ¿no podremos considerar con anchura y sin molestarnos, pero sondeándonos realmente a nosotros mismos, lo que pueden ser estas imágenes que se pintan en nuestro espíritu? Después de haberlas examinado diremos, yo creo, en primer lugar, que nunca una cosa se hace más grande ni más pequeña por la masa, ni por el número, mientras subsiste igual a sí misma. ¿No es verdad?
Teetetes. Sí.