Sócrates. Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darle a luz. Pero, después del parto, es preciso hacer ahora, en torno suyo, la ceremonia de la anfidromia, procurando asegurarnos si merece que se le críe o si no es más que una producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es preciso criar a tu hijo, y no exponerle? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y no montarás en cólera, si se te arranca, como lo haría una primeriza, si le quitaran su primer hijo?
Teodoro. Teetetes lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero, en nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.
Sócrates. Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que me es fácil sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún discurso sale de mí, sino de aquél con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir, que sólo sé recibir y comprender, tal cual, lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a intentar, frente a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.
Teetetes. Tienes razón, Sócrates, hazlo así.
Sócrates. ¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?
Teodoro. ¿Qué?
Sócrates. Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar que lo que parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que, al principio de su Verdad, no haya dicho que el cerdo, el cinecéfalo, u otro animal más ridículo aún, capaz de sensación, son la medida de todas las casos. Esta hubiera sido una introducción magnífica y, de hecho, ofensiva a nuestra especie, con la que el nos hubiera hecho conocer que, mientras nosotros le admiramos como un Dios, por su sabiduría, no supera en inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una rana girina. Pero, ¿qué digo?, Teodoro. Si las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o falsedad de una opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente de lo que pasa en él, y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para enseñar a los demás, y para poner sus lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de su sabiduría? ¿Será cosa que Protágoras haya hablado de esta manera para burlarse? No haré mención de lo que a mí toca, en razón del talento de hacer parir a los espíritus. En su sistema, este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer, que todo el arte de la dialéctica. Porque, ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar mutuamente nuevas ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderamente para cada uno, si la verdad es como la define Protágoras? salvo que nos haya comunicado, por diversión, los oráculos de su sacro libro.