Sus disputas no quedan sin resultado; siempre media algún interés para ellos, y muchas veces va en ello la vida, si bien todo esto les hace ardientes, ásperos y hábiles para adular al juez con palabras y complacerle en sus acciones. Por lo demás, tienen el alma pequeña, sin rectitud, porque la servidumbre a que está sujeta, desde la juventud, la ha impedido elevarse, y la ha despojado de su nobleza, obligándola a obrar por caminos torcidos y exponiéndola, cuando aún era tierna, a grandes peligros y grandes temores. Como no tienen bastante fuerza para arrastrarlos, tomando el partido de la justicia y de la verdad, se ejercitan, desde luego, en la mentira y en el arte de desafiarse los unos a los otros, se doblegan y ligan de mil maneras, de suerte que pasan, de la adolescencia a la edad madura, con un espíritu enteramente corrompido, imaginándose, con esto, haber adquirido mucha habilidad y sabiduría. Tal es, Teodoro, el retrato de estos hombres. ¿Quieres que te haga el de los que componen nuestro círculo o que, dejándolo, volvamos al asunto, para no abusar demasiado de esta libertad de abandonar el tema de que, hace un momento, hablábamos?
Teodoro. Nada de eso, Sócrates; veamos antes el carácter de estos últimos. Has dicho, con mucha razón, que los que formamos parte de este círculo no somos esclavos de los discursos, sino, por el contrario, los discursos están a nuestras órdenes, como otros tantos servidores, aguardando el momento en que queramos terminarlos. En efecto, nosotros no tenemos juez, ni espectador, como los poetas, que presidan a nuestras conversaciones, las corrijan y nos den la ley.
Sócrates. Hablemos, puesto que lo deseas, pero sólo de los corifeos, porque ¿para qué mencionar aquellos que sin genio se dedican a la filosofía? Los verdaderos filósofos ignoran, desde su juventud, el camino que conduce a la plaza pública. Los tribunales, donde se administra justicia, el paraje donde se reúne el Senado y los sitios donde se reúnen las asambleas populares, les son desconocidos. No tienen ojos ni oídos, para ver y oír las leyes y decretos, que se publican de viva voz o por escrito, y respecto a las facciones e intrigas, para llegar a los cargos públicos, a las reuniones secretas, a las comidas y diversiones con los tocadores de flauta, no les viene al pensamiento concurrir a ellas, ni aun por sueños. Nace uno de alto o bajo nacimiento en la ciudad, sucede a alguno una desgracia por la mala conducta de sus antepasados, varones o hembras, y el filósofo no da más razón de estos hechos, que del número de gotas de agua que hay en el mar. Ni sabe él mismo que ignora, de enterarse de ello no es por vanidad, sino que, a decir verdad, es porque está presente, en la ciudad, sólo con el cuerpo. En cuanto a su alma, mirando todos estos objetos como indignos y no haciendo de ellos ningún caso, se pasea por todos los lugares, midiendo, según la expresión de Píndaro, lo que está por bajo y lo que está por encima de la tierra, se eleva hasta los cielos, para contemplar allí el curso de los astros, y dirigiendo su mirada escrutadora a todos los seres del universo, no se baja a objetos que están inmediatos a aquélla.
Teodoro. ¿Cómo entiendes eso, Sócrates?