Sócrates. ¡Por Zeus! Así era preciso que sucediera, amigo mío, y seguramente nadie le hubiera dado gruesas sumas por asistir a sus lecciones, si hubiera convencido a sus discípulos de que ningún hombre, ni adivino alguno estaba en estado de juzgar de lo que deberá suceder más que lo que está cada uno por sí mismo.
Teodoro. Es muy cierto.
Sócrates. –Pero, la legislación y lo útil, ¿no miran al porvenir? ¿Y no confesará todo el mundo que es imposible que una ciudad, al darse leyes, deje de faltar muchas veces a lo que es más ventajoso?
Teodoro. Sin duda.
Sócrates. Tenemos, pues, razón para decir a tu maestro que no puede dispensarse de confesar que un hombre es más sabio que otro. que ésta es la verdadera medida, y que, siendo yo un ignorante, no se me puede obligar a ser tal medida, aunque el discurso que he pronunciado en su defensa parecía precisarme, a pesar mío, a parecerlo.
Teodoro. Me parece, Sócrates, que esta opinión es falsa en este punto, y también en aquél en que Protágoras garantiza la certidumbre de las opiniones de los demás, aunque éstas, como hemos visto, no tienen por verdadero lo que él ha sentado.
Sócrates. Es fácil, Teodoro, demostrar, con otras muchas pruebas que todas las opiniones de un hombre no son verdaderas. Pero, con relación a estas impresiones de que cada uno se ve actualmente afectado, y de dónde nacen las sensaciones y opiniones que se siguen, es más difícil probar que ellas no lo son. Quizá es absolutamente imposible; quizá los que pretenden que son verdaderas y que constituyen la ciencia, dicen la verdad, y Teetetes no ha hablado fuera de propósito, cuando ha dicho que la sensación y la ciencia son una misma cosa. Es preciso estrechar el terreno a este sistema, como lo exigía antes el discurso en favor de Protágoras, movimiento, tocándola como se toca a un vaso para ver si esta roto o entero. Sobre esta esencia ha habido una disputa, que ni carece de interés, ni ha tenido lugar entre pocas personas.
Teodoro. Esta muy distante de ser pequeña; se agranda constantemente en la Jonia, porque los partidarios de Heráclito defienden esta opinión con mucho vigor.
Sócrates. Es una razón más, mi querido Teodoro, para examinar, de nuevo, cómo la apoyan.
Teodoro. Es cierto. En efecto, Sócrates, entre estos sectarios de Heráclito, o, como tú dices, de Homero o, de algún autor más antiguo, los de Efeso, que se tienen por sabios, son tales que disputar con ellos es disputar con furiosos. Nada hay fijo en sus doctrinas. Detenerse sobre una materia, sobre una cuestión, responder e interrogar, a su vez, pacíficamente, es una cosa que les es imposible, absolutamente imposible; tan poca formalidad tienen. Si les interrogas, sacan al momento, como de una aljaba, unas cuantas palabras enigmáticas que te arrojan al rostro, y si quieres que te den la razón de lo que acaban de decir, te verás sobre la marcha atacado con otra palabra equívoca. En fin, nunca concluirás nuda con ninguno de ellos. Tampoco adelantan más entre sí mismos, pero, sobre todo, tienen cuidado, de no dejar nuda fijo, en sus discursos, ni en sus pensamientos, persuadidos, a mi parecer, de que esta estabilidad es a la que hacen la guerra, y la excluyen, por todos rumbos, cuanto les es posible.