Teeteto 180

Teodoro. Es cierto. En efecto, Sócrates, entre estos sectarios de Heráclito, o, como tú dices, de Homero o, de algún autor más antiguo, los de Efeso, que se tienen por sabios, son tales que disputar con ellos es disputar con furiosos. Nada hay fijo en sus doctrinas. Detenerse sobre una materia, sobre una cuestión, responder e interrogar, a su vez, pacíficamente, es una cosa que les es imposible, absolutamente imposible; tan poca formalidad tienen. Si les interrogas, sacan al momento, como de una aljaba, unas cuantas palabras enigmáticas que te arrojan al rostro, y si quieres que te den la razón de lo que acaban de decir, te verás sobre la marcha atacado con otra palabra equívoca. En fin, nunca concluirás nuda con ninguno de ellos. Tampoco adelantan más entre sí mismos, pero, sobre todo, tienen cuidado, de no dejar nuda fijo, en sus discursos, ni en sus pensamientos, persuadidos, a mi parecer, de que esta estabilidad es a la que hacen la guerra, y la excluyen, por todos rumbos, cuanto les es posible.

Sócrates. Quizá, Teodoro, has visto a estos hombres en el calor del combate, y no te has encontrado con ellos, cuando conversaban en paz, y se conoce que no son tus amigos. Por más despacio explican su sistema a aquellos de sus discípulos que quieren atraer a su partido.

Teodoro. ¿De qué discípulos hablas, mi querido Sócrates? Entre ellos, ninguno es discípulo de otro; cada uno se forma a sí mismo. Desde el momento en que el entusiasmo se ha apoderado de él, y se tienen los unos a los otros por ignorantes. No obtendrás nunca de ellos, como antes te decía, por fuerza ni por voluntad, que te den razón de nada; pero debemos considerar como un problema lo que dicen y examinarlo.

Sócrates. Muy bien, ¿pero es otro problema que el que nos propusieron al principio los antiguos, cubriéndolo con el velo de la poesía, para el vulgo, a saber, que Océano y Tetis, principios de todo lo demás, son emanaciones y que nada es estable? Después los modernos, como más sabios, lo han presentado al descubierto, a fin de que todos, hasta los zapateros, aprendiesen la sabiduría sólo con oírles una sola vez, y cesasen de creer neciamente que una parte de los seres está en reposo, y otra, en movimiento, y que, aprendiendo que todo se mueve, se sintiesen, por esta enseñanza, llenos de respeto hacia sus maestros. Casi he olvidado, Teodoro, que otros han sostenido el sistema opuesto, diciendo que el nombre del universo es lo inmóvil. Los Melisos y los Parmenides, abrazando esta opinión contraria, tienen por cierto, por ejemplo, que todo es uno y que este uno es estable en sí mismo, no teniendo espacio donde moverse. ¿Qué partido tomaremos, mi querido amigo, en frente de todos estos? Avanzando poco a poco, henos aquí cogidos en medio de los unos y de los otros, sin caer en la cuenta. Si nos sacudimos de ellos, por medio de una vigorosa defensa, se vengarán de nosotros y nos sucederá lo que a aquellos que, peleando en la lid sin salir de la línea que separa los partidos, son cogidos por ambos y arrojados a uno y otro lado. Me parece que es mejor comenzar por los que han sido para nosotros objeto de examen, y que dicen que todo pasa. Si creemos que tienen razón, nos uniremos a ellos y procuraremos librarnos de los otros. Si, por el contrario, nos parece que la verdad está de parte de aquellos que sostienen que todo está en reposo en el universo, nos pondremos de su lado, huyendo de los que suponen en movimiento hasta las cosas inmóviles. En fin, si nos parece que ni los unos ni los otros sostienen nada razonable, nos pondremos en ridículo si, pequeños como somos, creyéramos estar en posesión de la verdad, después de haber desechado la antigua doctrina, sostenida por hombres respetables por su antigüedad y su sabiduría. Mira, Teodoro, si es prudente exponernos a tan gran peligro.