La obra maestra de Ficino, la Theologia Platónica de immortalitate animorum no es, ciertamente, si la consideramos en lo externo, otra cosa que un compendio de las pruebas metafísicas de la inmortalidad, expuestas y desarrolladas aquí de un modo más completo y más en detalle que en ningún otro lugar de la historia de la filosofía. Pero no debemos olvidar que los mismos orígenes históricos del problema de la inmortalidad nos enseñan hasta qué punto los caminos y las vicisitudes de esta doctrina aparecen íntimamente entrelazados y hermanados con los fundamentales problemas de la teoría del conocimiento. El Fedon condene, al mismo tiempo, la más amplia y minuciosa fundamentación lógica de la teoría de las ideas que nos haya dado Platón. En este diálogo, se reconoce por vez primera la sustantividad y la fuerza del “pensar puro”, separándolo de todas las demás instancias psicológicas. El pensamiento de la inmortalidad se convierte en vehículo para descubrir la originaríedad de las funciones del pensar y delimitarlas nítidamente de las sensaciones y las percepciones inmediatas de los sentidos.
La concepción moderna, ya desde los tiempos del Renacimiento, tiende, como veremos, a aflojar esta trabazón histórica entre el planteamiento metafísico y el planteamiento epistemológico del problema. A pesar de lo cual esta conexión se mantiene hasta mucho después de iniciarse la filosofía moderna, y su fuerza y eficacia pueden observarse todavía en Descartes.
Esto explica por qué Ficino, aun allí donde su doctrina parece perseguir única y exclusivamente su meta metafísica principal, se adentra también, indirectamente, en la historia del problema del conocimiento.
Hay que reconocer, sobre todo, como un gran mérito de este pensador el haber sido el primero que transmitió a la posteridad de un modo puro y completo la teoría platónica de la “reminiscencia”, ofreciendo con ello un centro histórico firme al desarrollo moderno del concepto de la conciencia. También en este punto acusa la exposición de Ficino tan claramente los rasgos del modo de pensar de Nicolás de Cusa, que no cabe duda de que el primero debió de conocer a fondo los escritos del segundo antes de exponer sus propios pensamientos, a pesar de que en el momento en que vio la luz la Theologia platónica de Ficino (1482), aún no habían sido reunidos en una edición completa las obras del Cusano.
Cuando Ficino, para probar la inmortalidad del espíritu, parte sobre todo de la infinitud de la función de éste, sigue claramente las huellas de Nicolás de Cusa. Todo auténtico concepto formado por nosotros contiene un número ilimitado de ejemplares concretos; todo acto del pensar posee y ejerce la maravillosa fuerza de reducir a unidad una infinita pluralidad y de hacer que hasta la más simple unidad se disuelva en la infinitud. ¿Cómo no había de ser el espíritu algo ilimitado en cuanto a su fuerza y a su esencia, siendo como es él quien descubre la infinitud misma y la define con arreglo a su carácter y naturaleza?
Todo conocimiento representa la adecuación y adaptación del sujeto cognoscente a los objetos con que se enfrenta (cognitio per quandam mentís cum rebus aequationem perficitur); no podríamos, por tanto, pensar y captar lo infinito como contenido si no se contuviese ya, previamente, en la propia naturaleza de nuestro espíritu. La medida, para que pueda ser adecuada y exhaustiva, no debe ceder nunca en fuerza ni en extensión a lo medido: de aquí que el espíritu tenga que ser por sí mismo ilimitado, para poder someter a sus conceptos inmutables las continuas mudanzas del tiempo y del movimiento y abarcar y medir la infinitud.
El postulado de la total adecuación y “proporción” que entre el objeto y la función del conocimiento debe imperar se convierte ahora en el leitmotiv de la doctrina de Ficino. El intelecto y el objeto “inteligible” no se enfrentan como dos elementos extraños y exteriores el uno al otro, sino que tienen, por el contrario,’ el mismo origen y forman, en su máxima y suprema perfección, una unidad. “Ipsum intelligibile propria est intellectus perfectio unde intellectus in actu et intelligibile in actu sunt unum” (cfr. supva, pp. 79, 90). No se tia, por tanto, ninguna explicación del proceso del conocimiento cuando se hace que un ser externo, trascendente, transmigre al espíritu, pues el pensamiento sólo comprende, en realidad, lo que tiene la misma naturaleza que él y lo que él hace brotar de su propia entraña. Y esto no se refiere solamente a las altas actividades espirituales, sino también a las simples percepciones de los sentidos: la conciencia, ya en tales percepciones no es determinada exclusivamente por los cuerpos del exterior, sino Que se imprime a sí misma su forma.
“Del mismo modo que los cuerpos vivos cambian, se reproducen, se nutren y crecen por medio de la simiente que albergan en sí mismos, así también el juicio y el sentido interior juzgan acerca de todas las cosas en virtud de las formas innatas que en ellos residen y que son estimuladas desde fuera.”
Por tanto, el contenido de la conciencia no es tanto una imagen del, objeto exterior como una emanación de nuestra propia capacidad espiritual, y así se explica que uno y el mismo objeto nos parezca distinto según que lo contemple y modele esta o aquella potencia de nuestro espíritu, el sentido, la fantasía o la razón.
“El juicio se ajusta a la forma y naturaleza de quien enjuicia, no a la del objeto enjuiciado.”
Las mismas “imágenes” de las cosas concretas trazadas por la fantasía no son “inculcadas” directamente por ésta al espíritu; con tanta mayor razón debemos ver en los conceptos intelectuales puros, no las copias de la realidad externa, sino los productos de la capacidad del entendimiento. En vano nos molestaríamos en querer derivar el contenido de estos conceptos de las percepciones y las imágenes de nuestros sentidos. ¿Cómo podría el “fantasma” sensorial crear algo más libre y más amplio que él mismo?
El mundo de los cuerpos forma una inconexa pluralidad de objetos concretos especiales y limitados, los cuales, sin embargo, considerados de por sí, jamás podrán llegar a crear un contenido espiritual puro que reproduzca y represente la naturaleza común a todos ellos. Y es evidente que lo que está negado a los elementos aislados jamás podrá conseguirlo tampoco la suma de ellos. Por más que los reunamos en un conglomerado, no obtendremos nunca otra cosa que un conjunto de elementos sueltos, no ordenados ni articulados con sujeción a leyes.
“Así como una acumulación de piedras no puede traducirse nunca en algo simple, sino sencillamente en un montón, así también una muchedumbre de cosas concretas podrá producir una amalgama confusa de imágenes, pero sin llegar a crear jamás un concepto único y simple.”