Como vemos, en la doctrina de Ficino se entrelazan y se enfrentan dos motivos fundamentales. La perspectiva de lo inteligible significa al mismo tiempo para él, como para todo el Renacimiento, la elevación y la valoración del ser empírico. Palpita también en este pensador aquel espíritu del círculo platónico de los florentinos que se expresa, por ejemplo, en los himnos de Lorenzo el Magnífico.
“Mientras que los hombres de la Edad Media consideran el mundo como un valle de lágrimas encomendado a la guarda del papa y del emperador hasta la llegada del Anticristo; mientras que los fatalistas del Renacimiento fluctúan entre los períodos de energía y los períodos de sorda resignación o de superstición, vemos cómo en el círculo de los espíritus selectos surge la idea de que el mundo visible ha sido creado por Dios en un acto de amor, de que es la imagen del prototipo preexistente en él y de que Dios será siempre su motor permanente y su constante recreador. El alma del individuo puede, mediante el conocimiento de Dios, reducir esa imagen a sus estrechos límites, pero puede también, por el amor a él, extenderse hasta el infinito, ganando así la bienaventuranza sobre la tierra” (Burckhardt).
También en Ficino vemos que la comunión del alma con el cuerpo y con el mundo de los sentidos no representa sencillamente la caída de la naturaleza originaria y superior de aquélla, sino algo que el pensador se esfuerza por llegar a comprender en su valor y en su necesidad. Si el espíritu persistiera en su propia entidad intangible, le estarían vedados con ello toda intuición y todo conocimiento de lo concreto. Sólo viviría en él el concepto general y abstracto, al paso que escaparían para siempre de su aprehensión la belleza y la variedad de las formas concretas. Y es aquí precisamente donde residen para el hombre el sentido y la significación de su existencia empírica: “la vida palpita para nosotros en el resplandor de los colores”.
Un sentimiento fundamental moderno se expresa aquí en los conceptos y en las formas de la concepción astronómica tradicional del universo. La tierra no es una morada baja y despreciable; es el coro intermedio del templo divino y el firme fundamento alrededor del cual giran como en torno a su eje todas las esferas celestiales. La movilidad y mutabilidad del ser terrenal no constituye un defecto interior, sino que nos suministra, por el contrario, la contraimagen necesaria sin la cual no podríamos percibir ni disfrutar la quietud y la paz en Dios.
‘Tal vez haya dispuesto el propio Dios que a los espíritus de rango superior les sean asequibles por sí mismos los goces divinos mientras que los de rango inferior tienen que esforzarse por alcanzarlos; que mientras los unos participan de la bienaventuranza desde que nacen, los otros tengan que ganarla a lo largo de su vida. Dios vela así por evitar que los espíritus superiores se dejen llevar de la soberbia y los inferiores ganar por el desprecio, ya que los primeros reciben su bienaventuranza de fuera, mientras que los segundos la crean y adquieren por sí mismos.”
De este modo, la misma imperfección del individuo se trueca en testimonio de su valor imperecedero y de su destino eterno.
Sin embargo, y a pesar de todos estos conatos, muy característicos e importantes, Ficino no logra llegar a dominar y a reducir plenamente el pensamiento de la trascendencia. Este pensamiento, a la postre, sigue imperando como ideal en la totalidad de su sistema. Dionisio Aeropagita es quien proclama y nos garantiza la auténtica filosofía platónica, porque nos enseña a buscar la luz divina, no por la acción del intelecto, sino por medio del afecto y la voluntad, como algo que está por encima de todo ser y de todo saber.
“Remóntate por encima no sólo de las cosas sensibles, sino también de los objetos inteligibles; abandona el campo del intelecto y elévate — por medio del amor al único y supremo bien — a los dominios del bien mismo, situado por encima de todo ser, de toda vida y de todo entendimiento.”
La relatividad, que hace poco parecía comprenderse todavía como una necesidad del conocimiento humano, vuelve a presentarse aquí, por tanto, como su límite (cfr. supra, p. 119). En esta dualidad se revela ante nosotros la profunda pugna conceptual que discurre a lo largo de toda la filosofía del Renacimiento y con la que todavía hoy nos encontramos bajo diversas formas.