l. ¿Consiste acaso la multiplicidad en una separación del ser uno y es la infinitud otro alejamiento total por el “hecho de que la multiplicidad resulta innumerable? ¿Es necesario, pues, por ello que la infinitud sea el mal y que nosotros mismos seamos malos, cuando somos multiplicidad? Porque entendemos como multiplicidad para una cosa la imposibilidad de que esa cosa se concentre en sí y, por lo contrario, la posibilidad de que se disipe, se extienda y se disperse. La multiplicidad se produce si en esta disipación el ser se ve privado del uno, porque es claro que no habrá entonces nada que una sus partes; mas, si cada vez que se disipa se da todavía algo que permanezca, entonces lo que realmente se produce es la magnitud.
Nos preguntaremos tal vez qué es lo que habrá que temer en este caso. La sensación de alejamiento sería desde luego un mal, porque esa magnitud de que hablamos se sentiría exterior a sí misma y nunca a otra. Las salidas de sí no son más que una insensatez, muchas veces necesaria; porque, ciertamente, cada cosa es más en la medida en que no tiende a la multiplicidad o no se engrandece, esto es, en cuanto se concentra en sí. Este asentimiento es la señal de que se encuentra en sí misma. El deseo de la grandeza no es otra cosa que el desconocimiento de la verdadera magnitud; se tiende entonces hacia un fin que no conviene, hacia algo realmente externo, cuando el esfuerzo debiera tender hacia sí por una convergencia en la interioridad. Tenemos una prueba clara de lo que produce la grandeza: si la cosa se divide de tal modo que cada una de las partes se da en sí misma, se dará una existencia separada de las partes y no tendrá ya realidad la cosa que existía al principio. Para darse la existencia de ésta, necesariamente todas las partes habrán de tender a la unidad, de manera que la cosa existe por ser de algún modo una y carecer de magnitud.
En tanto la cosa esté ligada a la magnitud y dependa de ella, se desliza hacia su perdición; porque tan sólo poseyendo la unidad se posee de cierto a sí misma. Es claro, desde luego, que el universo posee magnitud y belleza; pero su belleza descansa en un no dejarse ir hacia el infinito y en ponerse, por el contrario, en las manos de la unidad. Es bello, no por su magnitud, sino por su participación en lo Bello; y tiene necesidad de lo Bello para que resplandezca en magnitud. Si realmente estuviese privado de lo Bello, se mostraría más feo a medida de su magnitud. Es así como lo grande es materia de lo bello, pero sólo en tanto que la multiplicidad siente deseos del orden. Lo grande a secas no encierra otra cosa que más desorden y fealdad.