Enéada VI, 7, 22 — O Intelecto é uma imagem do Bem

22. En el momento en que se ve esta luz, todo nos lleva hacia los inteligibles, absorbidos por esa luz que se extiende sobre ellos y de la que se goza, no de otro modo que, como en este mundo, nos prendamos amorosamente, no de los cuerpos mismos, sino de la belleza reflejada en ellos. Cada inteligible es lo que es por sí mismo, y se convierte en objeto de deseo en el momento en que el bien se apodera de él y le da gracias lo mismo que él da amor a aquel que lo desea. El alma recibe entonces un efluvio de la región inteligible, se mueve y se siente agitada por el aguijón del deseo y he aquí que nace en ella el amor.

Antes de esto el alma no se veía llevada hacia la Inteligencia, por muy bella que ésta fuese. Porque la belleza de la Inteligencia es en realidad una belleza ociosa, si no ha recibido todavía la luz del bien. El alma misma se vuelve de espaldas, permanece en completa indolencia y, aunque la Inteligencia esté presente a ella, su misma pereza la invalida. Ahora bien, cuando se apodera del alma el calor del mundo inteligible, el alma cobra fuerzas, se despierta, nacen en ella alas verdaderas y, aunque prendada por lo que advierte cerca de sí, se lanza hacia lo alto como aligerada profundamente en su recuerdo. Y, en tanto haya todavía objetos más altos que su objeto actual, el alma se eleva naturalmente movida por el que la ha dotado de amor. Sobrepasa entonces a la Inteligencia y no puede en realidad exceder al Bien porque nada se encuentra ya sobre ella. Si permanece en la Inteligencia, contempla objetos hermosos y venerables, sin que por esto posea todo lo que ella busca. Es lo que ocurre cuando nos hallamos ante un rostro bello pero que, sin embargo, no es capaz de mover nuestra vista porque la gracia no ha sido dispensadora de esta belleza. Por ello se dice ya aquí que la belleza descansa más en el resplandor de la simetría que en la simetría misma, pues es ese resplandor el que la hace amable. ¿Cómo explicaríamos si no el que en un rostro vivo se manifieste la luz de la belleza, en tanto ese cuerpo presa de la muerte sólo atestigua su huella, antes incluso de que desaparezca la simetría del rostro por la corrupción de la carner1 Entre las estatuas, las más hermosas son siempre las más vivas, y ello aunque existan otras con mucha más simetría.

Y hay todavía más: un hombre feo pero vivo es más hermoso que la estatua de un hombre bello1. Nos lo hace comprender una razón: la de que es más deseable; y. es más deseable porque tiene un alma, y tiene un alma a la vez porque posee la forma del Bien. Con la luz del Bien se han encendido sus colores y es esto lo que hace que se despierte, se sienta aligerado y aligere asimismo lo que con él se encuentra. El cuerpo mismo recibe toda su bondad y energía.


  1. Cf. la Enéada primera, 6, donde expone Plotino, por extenso, su teoría de la belleza. 

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