Igal: Tratado 46 (I, 4) — SOBRE LA FELICIDAD (capítulos 5-10)

A Felicidade do Sábio face aos Males

5. Pero ¿qué decir de los dolores, de las enfermedades y de cuanto impide del todo la actividad? ¿Y si ni siquiera está uno consciente? Cosa que bien puede suceder por efecto de drogas o de ciertas enfermedades. En todos estos casos, ¿cómo podrá poseer la buena vida y la felicidad? Dejemos de lado pobrezas y deshonras. Aunque alguien podría objetarnos a la vista de estos males y a la vista, asimismo, de las proverbiales, más que ninguna, desdichas de Príamo. Porque, aun cuando uno sobrelleve estas cosas y las sobrelleve airosamente, al fin y al cabo no eran cosas queridas por su voluntad. Ahora bien, la vida feliz debe ser cosa querida por la voluntad. Negarán, en efecto, que en este caso «hombre bueno» sea igual a «alma buena», sin que se cuente como sumando de su sustancia la naturaleza del cuerpo. Dirán que están dispuestos a aceptar esto mientras el hombre se responsabilice de los padecimientos del cuerpo y haga suyas asimismo las opciones y evitaciones motivadas por el cuerpo. Pero puesto que el placer entra en la cuenta de la vida feliz, ¿cómo puede ser feliz, afligido como está por desdichas y dolores, el hombre a quien sobrevengan estas cosas, aunque sea virtuoso? No. Un estado así podrá ser feliz y autosuficiente para los dioses; pero los hombres, que han asumido un elemento inferior adicional, es menester que busquen la felicidad propia del conjunto resultante, y no la de una parte, ya que, como resultado del mal estado de una de las dos partes, forzosamente se entorpecerá el funcionamiento interno de la otra, de la superior, a causa del mal funcionamiento de la inferior. O si no, habrá que extirpar el cuerpo o la sensación del cuerpo para, de ese modo, buscar la autosuficiencia como medio para poder ser feliz.

6. La respuesta es que, si nuestra doctrina admitiera que el ser feliz consiste en no tener dolores, ni enfermedades ni desdichas y en no caer en grandes desventuras, nadie podría ser feliz en presencia de las cosas contrarias. Pero si la felicidad estriba en la posesión del bien verdadero, ¿por qué, prescindiendo de éste y de mirar a éste como criterio de vida feliz, hemos de andar en busca de los demás bienes, que no entran en la cuenta de la felicidad? Porque si la felicidad consistiera en un conglomerado de bienes y de cosas necesarias — y aun de innecesarias, pero reputadas aun éstas por bienes — , habría que buscar la presencia aun de estas cosas. Pero si el fin debe ser uno solo y no muchos — so pena de buscar no un fin, sino unos fines — , es menester no tener en cuenta más que aquél que, además de ser el último, es el más precioso y el que el alma trata de estrechar en su regazo. Pero el objeto de esta búsqueda, como el de la voluntad, no es el de no verse envuelto en estas cosas. No es la voluntad misma de suyo, sino sólo el raciocinio, quien, en presencia de estas cosas, o las rehuye desapropiándoselas o las busca apropiándoselas. Pero el deseo mismo va tras algo que lo transciende, conseguido lo cual, queda saciado y se aquieta. Y esta vida sí que es el objeto real de la voluntad, mientras que la presencia de alguna de las cosas necesarias no puede ser objeto de la voluntad si se toma el término «voluntad» en sentido propio y no se emplea abusivamente so pretexto de que reclamamos la presencia aun de estas cosas. Prueba de ello es que, en general, evitamos los males, y, sin embargo, tal evitación no es, por cierto, objeto de la voluntad. Objeto de la voluntad es más bien el que ni siquiera tengamos necesidad de tal evitación. Nueva prueba de ello son los mismos bienes, como la salud y la ausencia de dolor, cuando están presentes. Porque ¿qué tienen éstas de atractivo? Es un hecho al menos que se desdeñan la salud y la ausencia de dolor cuando están presentes. Ahora bien, las cosas que, cuando están presentes, no tienen atractivo alguno ni añaden nada para ser feliz y que, cuando están ausentes, se las busca por razón de la presencia de las cosas penosas, sería razonable llamarlas cosas necesarias, pero no bienes. Luego tampoco deben ser incluidas en la cuenta del fin, sino que, aun estando ellas ausentes y sus contrarias presentes, el fin debe preservarse incólume.

7. Entonces, ¿por qué el hombre que vive feliz desea la presencia de estas cosas y rechaza las contrarias? Responderemos que no es porque contribuyan a la felicidad en parte alguna, sino más bien a la existencia, mientras las contrarias o contribuyen a la no existencia o son, con su presencia, un estorbo para el fin, no porque le priven de él, sino porque quien tiene lo mejor, quiere tener eso solo, y no junto con ello, otra cosa que, cuando está presente, no le priva de lo mejor, es verdad, pero coexiste, no obstante, con lo mejor. Pero, en general, no es verdad que el hombre feliz, en presencia de lo que no quiere, pierda ya un punto de su felicidad. Si no, cada día sufriría mudanza y caería derrocado de su felicidad, por ejemplo, al perder un esclavo o una cualquiera de sus posesiones. Y hay mil percances posibles que, aun no resultando conforme a sus previsiones, no por eso remueven un ápice del fin que le está presente.

Pero nos referimos — dicen — a los grandes desastres, no a un percance cualquiera.

Pero ¿cuál de las cosas humanas es tan grande que no haya de ser desdeñada por quien se ha remontado por encima de todas ellas y no depende ya de ninguna de las de acá abajo? ¿Por qué no considera importantes los favores de la fortuna, por grandes que sean — como reinos, imperios sobre ciudades y pueblos, colonizaciones y fundaciones de ciudades, ni aunque las haya fundado él mismo — y ha de tener, en cambio, por cosa importante los derrocamientos de imperios y el arrasamiento de su propia ciudad? Y si los reputara por grandes males o por males en absoluto, haría el ridículo con semejante creencia y dejaría de ser hombre serio si reputara por cosa importante las vigas, las piedras y ¡por Zeus! las muertes de los mortales, cuando la creencia que decimos que debe abrigar sobre la muerte es que es preferible a la vida con el cuerpo. Y si él mismo muriera sacrificado, ¿pensaría que la muerte era un mal para él por haber muerto cabe el altar? Y si no fuera enterrado, al fin y al cabo su cuerpo se pudrirá lo mismo, yazga sobre tierra o bajo tierra. Y si es por no haber sido sepultado suntuosamente, sino anónimamente, sin ser considerado digno de un soberbio mausoleo, ¡qué pequenez de espíritu! Pero si lo llevaran prisionero, «bien a la mano tienes un camino» de salida, si no hay posibilidad de ser feliz.

Pero ¿si son sus familiares los prisioneros, aquello de «arrastradas las nueras y las hijas»? ¿Y qué?, responderemos. Supongamos que muriera sin haber presenciado ningún suceso de este tipo. ¿Pensaría, al partir, que no era posible que sucedieran tales cosas? Sería absurdo pensar así. ¿No pensaría más bien en la posibilidad de que sus familiares cayeran en semejantes desgracias? ¿Y dejaría de ser feliz por pensar en tal eventualidad? No. Sería feliz aun pensando así. Pues también lo será aunque suceda así. Reflexionaría, efectivamente, que este universo es de tal naturaleza que no hay más remedio que sobrellevar tales males y atenerse a ellos. Y a muchos incluso les irá mejor si caen prisioneros. Pero es que además en su mano está el partir, si se sienten apesadumbrados. O si no, si se quedan, o se quedan con razón y no hay nada que temer, o, si se quedan sin razón, no debiendo quedarse, ellos son responsables ante sí mismos. Porque cierto es que el hombre feliz no caerá en mal alguno por la necedad de los demás, aunque sean sus familiares, ni estará pendiente de la buena o mala ventura de los demás.

8. Por lo que toca a los dolores del hombre feliz, cuando sean violentos, mientras pueda sobrellevarlos, los sobrellevará; pero si son excesivos, se lo llevarán. Y no será digno de lástima en medio del dolor, sino que su propio fulgor, el fulgor interior, será como la luz dentro de una linterna mientras fuera sopla fuerte el viento huracanado en plena tempestad.

¿Y si deja de estar consciente o el dolor se prolonga agudizándose hasta hacerse violento sin ser, no obstante, mortal? Si se prolonga, deliberará lo que tiene que hacer, porque, en medio de estos dolores, no se pierde el albedrío. Pero es de saber que tales experiencias en ningún caso las ve el hombre de bien con los mismos ojos que los demás y que en ningún caso le llegan hasta dentro, ni las demás ni las penosas.

¿Y cuando el dolor concierne a otros? La compasión parece ser una flaqueza del alma humana. Prueba de ello son los casos en que el no enterarnos lo tenémos por ganancia; y si sucede que somos nosotros los que morimos, creemos salir ganando y no nos fijamos ya en lo de aquéllos, sino en lo nuestro: en no apenarnos.

Pero la compasión es ya una flaqueza nuestra que hay que extirpar en vez de dejarla estar y andar con miedo de que sobrevenga. Y si alguno dijera que es connatural al hombre el condolerse de las desgracias de los familiares, sepa que no todos son así y que es propio de la virtud elevar la naturaleza ordinaria a un nivel más digno y más noble que el del común de los hombres. Ahora bien, es más noble el no doblegarse a los que la naturaleza ordinaria considera males terribles. No hay que comportarse al modo de un profano, sino como un gran atleta, parando los golpes de la fortuna a sabiendas de que son desagradables para ciertas naturalezas, pero llevaderos para la suya propia, no como males terribles, sino como cocos que asustan a los niños.

¿Es que desea estos males? No, pero aunque se le presenten males que no deseaba, aun contra éstos está pertrechado de virtud, que hace al alma difícilmente quebrantable y difícilmente afectable.

9. ¿Pero cuando deja de estar consciente con la mente anegada bien por enfermedad, bien por arte de magia? Pues aun entonces, si mantienen que sigue siendo bueno aun en ese estado de aletargamiento en una especie de sopor, ¿qué dificultad hay en admitir que sea feliz? Porque tampoco durante el sueño le privan de la felicidad ni le cuentan ese tiempo para concluir que no toda la vida es feliz. Pero si niegan que siga siendo bueno, entonces ya no están hablando del hombre bueno. Nosotros, en cambio, partiendo del supuesto de que sea bueno, nos preguntamos si es feliz mientras sea bueno.

Bien — dicen — , supongamos que sea bueno. Si no se percata, y no obra por virtud, ¿cómo puede ser feliz? Pero si no se percata de que está sano, no por eso está menos sano; y si no se percata de que es hermoso, no por eso es menos hermoso. Mas si no se percata de que es sabio, ¿ha de ser por eso menos sabio? A no ser que alguien objete que, en el caso de la sabiduría, el percatarse y ser consciente debe estar presente, ya que en la sabiduría en acto es también donde está presente la felicidad.

Pues bien, si el pensamiento y la sabiduría fueran algo adventicio, tendría sentido esta objeción. Pero si la realidad de la sabiduría se cifra en una sustancia, mejor dicho, en la sustancia; si esta sustancia no perece en quien está dormido y, en general, en quien se dice que está inconsciente; si la actividad misma de la sustancia está en él y una actividad así es insomne, quiere decir que el hombre bueno, en cuanto bueno, estará activo aun entonces. Por otra parte, esta actividad no pasará inadvertida para todo él, sino para una parte de él, algo así como, cuando la actividad vegetativa está activa, la percepción consciente de tal actividad no le llega por la sensitividad al hombre restante. Y así, si nuestro yo se identificara con nuestra facultad vegetativa, nuestro yo estaría activo; pero de hecho, nuestro yo no es esa facultad; nuestro yo es la actividad del intelecto, de suerte que, si él está activo, nuestro yo estará activo.

10. Pero acaso pasa inadvertido para nosotros porque no se ocupa de ninguno de los sensibles. Nos parece, en efecto, que actúa a través de la sensitividad como medianera al nivel de los sensibles y con los sensibles por objeto. Pero ¿por qué la inteligencia no ha de actuar por sí misma? ¿Por qué no también el alma intelectiva, la que es anterior a la sensación y, en general, a la percepción consciente? El acto anterior a la percepción consciente debe existir, puesto que «pensar y ser son la misma cosa». Y parece que la percepción consciente se da y se origina cuando el pensamiento reflexiona, o sea, cuando el principio que actúa según la vida propia del alma es rebotado, por así decirlo, cual en la superficie lisa, bruñida y en calma de un espejo. Del mismo modo, pues, que la imagen se produce en las superficies de este tipo cuando está presente un espejo, pero, cuando no está presente o no está en ese estado, aun entonces está presente en acto el objeto cuya imagen sería posible, así también, cuando está en calma en el alma lo que en nosotros es como un espejo en que se reflejan las especies de la razón y de la inteligencia, esas especies aparecen reflejadas, y se conoce de modo cuasi sensible, junto con la cognición anterior, que la inteligencia y la razón están actuando. Pero si, por la perturbación de la armonía del cuerpo se rompe ese espejo, la razón y la inteligencia piensan sin imagen, y entonces el pensamiento tiene lugar sin representación imaginativa.

De donde cabe colegir lo siguiente: que el pensamiento suele ir acompañado de una representación imaginativa, sin que el pensamiento sea una representación imaginativa. Es posible comprobar, por otra parte, que, aun estando despiertos, muchos de nuestros actos nobles tanto especulativos como prácticos, cuando pensamos y cuando obramos, no comportan el que seamos conscientes de ellos: el que está leyendo no es necesariamente consciente de que está leyendo, sobre todo cuando lee con intensidad; ni el que obra valerosamente, de que obra valerosamente ni de que actúa, en cuanto actúa, en virtud del valor, y así en mil casos más; tanto es así que la reflexión consciente tiene peligro de desvirtuar los actos de los que se es consciente, mientras que, cuando los actos están solos, entonces son puros y son más activos y vitales; es más, cuando los hombres buenos se hallan en tal estado, su vida es más intensa, porque no está derramada en la sensibilidad, sino ensimismada y concentrada en un mismo punto.