SÓC. — ¿Si los buenos, por tanto, no lo son por naturaleza, lo llegarán a ser por aprendizaje?
MEN. — Me parece que no hay ya otro remedio sino que sea así; además, es evidente, Sócrates, que es enseñable, según nuestra hipótesis de que la virtud es conocimiento.
SÓC. —Quizás, ¡por Zeus!, pero tal vez no estábamos en lo cierto al admitirla.
MEN. — Parecía, sin embargo, hace poco, que la decíamos bien.
SÓC. — Pero no tiene que parecer bien dicha sólo anteriormente, sino también ahora y después, si quiere ser válida.
MEN. — ¿Y entonces qué? ¿Qué obstáculo encuentras y por qué sospechas que la virtud pueda no ser un conocimiento?
SÓC. —Te lo diré, Menón. Sobre «que es enseñable, si es un conocimiento», no retiro mi parecer de que esté bien dicho; pero sobre «que sea un conocimiento», observa tú si no te parece verosímil sospecharlo. Dime, en efecto, si cualquier asunto fuera enseñable, y no sólo la virtud, ¿no sería necesario que de él hubiera también maestros y discípulos?
MEN. — A mí me lo parece.
SÓC. — Si, por el contrario, entonces, de algo no hay ni maestros ni discípulos, ¿conjeturaríamos bien acerca de ello si supusiéramos que no es enseñable?
MEN. —Así es; pero, ¿no te parece que hay maestros de virtud?
SÓC. — A menudo, por cierto, he buscado si habría tales maestros, pero, no obstante todos mis esfuerzos, no logro encontrarlos. Y los busco, sin embargo, junto con muchos otros, sobre todo entre aquellos que creo que son expertos en el asunto… ¡Pero he aquí, Menón, que precisamente ahora, en el momento más oportuno, se ha sentado junto a nosotros Ánito! ¡Hagámoslo partícipe de nuestra búsqueda!, que procederemos bien al hacerlo. En efecto, Ánito, en primer lugar, es hijo de padre rico y hábil, Antemión1, que enriqueció no por obra del azar ni de algún legado —como le acaba de suceder ahora a Ismenias de Tebas2, que recibió los bienes de Polícrates3 —, sino lográndolos con su saber y su diligencia; en segundo lugar, en cuanto al resto del carácter del padre, no se ha mostrado éste nunca como un ciudadano arrogante, ni engreído, ni intratable, sino, por el contrario, como un hombre mesurado b y amable; en tercer lugar, crió y educó bien a su hijo, a juicio del pueblo ateniense, ya que lo eligen, en efecto, para las más altas magistraturas. Justo será, pues, buscar con personas como éstas los maestros de virtud que haya o que no haya, y cuáles son.
Aparte de un escolio al Eutifrón, que lo menciona como derivando su fortuna del trabajo o comercio con los cueros, éstas son las únicas referencias que se tienen del padre de Anito.
Pero hay que tomar con cuidado estos datos, porque, como señala bien A. CROISET, «Platón se entretiene en el elogio de Antemión sin duda para subrayar un contraste entre padre e hijo y hacer de éste, por un efecto de ironía, como un ejemplo en apoyo de la tesis que Sócrates ha de sostener. (Platón, Oeuvres completes, vol. III, 2a parte, París, Les Belles Lettres, 1923, pág. 265, n.). ↩Se trata, seguramente, de la persona de que habla JENOFONTE (Helénicas III 5, 2) y que fue dirigente del partido antiespartano en Tebas. Platón lo menciona también en República 336a. ↩
Probablemente, no se refiere al tirano de Samos —que vivió en el siglo VI—, sino a un retórico ateniense, contemporáneo de Sócrates, partidario de la democracia, autor de un Elogio de Trasibulo y una Acusación de Sócrates y que podría haber ayudado económicamente a la causa de Ismenias. ↩