SÓC. — Lo creo, Ánito, y me parece también que hay aquí figuras buenas en asuntos políticos, y que las ha habido, además, antes y en no menor cantidad que hoy. ¿Pero han sido también buenos maestros de la propia virtud? Ésta es, precisamente, la cuestión que estamos debatiendo: no si hay hombres buenos en esta ciudad, ni si los ha habido anteriormente, sino que hace rato que estamos indagando si la virtud es enseñable. E indagando eso, indagamos asimismo si los hombres buenos, tanto los actuales como los del pasado, conocieron de qué manera transmitir también a otros esa virtud que a ellos los hacía buenos, o bien si se daba el caso de que para el hombre no es ella ni transmisible ni adquirible. Esto es, precisamente, lo que hace rato estamos buscando yo y Menón.
Dime, según tu propio punto de vista: ¿no afirmarías que Temístocles fue un hombre de bien?
ÁN. — Yo sí, y en alto grado.
SÓC. — ¿Y también un buen maestro —pues si alguien lo fue de la propia virtud, nadie más que él—?
ÁN. —Pienso que sí, de haberlo querido.
SÓC. —Pero, ¿crees que no habría querido que otros fueran bellos y buenos, y en particular su hijo? ¿O supones que le tenía envidia y que deliberadamente no le transmitió esa virtud que a él le hacía bueno? ¿No has oído que Temístocles hizo educar a su hijo Cleofante como buen jinete? Y éste, en efecto, sabía mantenerse de pie, erguido, sobre el caballo y desde esa posición arrojaba jabalinas y realizaba muchas otras y asombrosas proezas que aquél le había hecho enseñar, convirtiéndolo en un experto en todo aquello que dependía de los buenos. maestros; ¿o no has oído esas cosas de los viejos?
ÁN. — Las he oído.
SÓC. — Luego, eso no era debido a que la naturaleza de su hijo fue -se mala.
ÁN. — Tal vez no.
SÓC. — ¿Y qué entonces acerca de esto? ¿Has oído alguna vez, por parte de algún joven o anciano, qué Cleofante, el hijo de Temístocles, haya logrado ser un hombre de bien y sabio como su padre?
ÁN. — No, por cierto.
SÓC. — ¿Tendremos, pues, que suponer que él quiso hacer educar a su hijo en esas cosas, y que, en cambio, en aquel saber del cual él mismo se hallaba dotado, no quiso hacerlo mejor a su hijo que a sus vecinos, si es que la virtud es enseñable?
ÁN. — ¡Por Zeus!, seguramente que no.
SÓC. — Y éste es, en efecto, un maestro tal de virtud que tú también admites que fue uno de los mejores del pasado. Pero examinemos otro: Arístides1, el hijo de Lisímaco2, ¿o no admites que ha sido bueno?
ÁN. — Yo sí, sin duda alguna.
SÓC. — También ése educó a su hijo Lisímaco en lo que estuvo al alcance de los maestros, del modo más magnífico posible entre los atenienses, pero ¿te parece que ha lo grado hacer de él un hombre mejor que cualquier otro? Tú lo has frecuentado y sabes cómo es. Y si quieres otro, Pericles, un hombre tan espléndidamente lúcido, ¿sabes acaso que tuvo dos hijos, Páralo y Jántipo3?
ÁN. — Sí.
SÓC. — Y a ambos, como sabes también tú, les enseñó a ser jinetes no inferiores a ninguno de los atenienses, y los hizo educar también en música, en gimnasia y en cuan tas artes hay, de manera que tampoco fueran inferiores a ninguno: ¿no quería entonces hacerlos hombres de bien? Yo creo que lo quería, pero tal vez eso no fue enseñable. Y para que no supongas que son pocos, y los más desdeñables de los atenienses los que son incapaces de lograr esto, ten en cuenta que también Tucídides4 tuvo dos hijos: Melesias y Estéfano, a los que dio una excelente educación en todo, y, especialmente en la lucha, fueron los mejores de Atenas —uno lo había confiado a Jantias y el otro a Eudoro, a los que se consideraba los más eminentes luchadores de entonces—, ¿o no lo recuerdas?
ÁN. — Sí, lo he oído.
SÓC. — ¿No es evidente que éste no habría hecho enseñar a sus hijos aquellas cosas cuya enseñanza exigía un gasto, descuidando, en cambio, de proporcionarles las que no necesitaba pagar para hacerlos hombres de bien, si ésas hubieran sido enseñables? ¿O era, quizás, Tucídides un hombre limitado, que no tenía muchos amigos ni entre los atenienses ni entre sus aliados? Procedía de una familia influyente y gozaba de gran poder tanto en la ciudad como entre los demás griegos, de modo que si se hubiera tratado de algo enseñable, habría encontrado quien se encargara de hacer buenos a sus hijos, ya sea entre los ciudadanos, ya entre los extranjeros, en el caso de que él mismo no hubiese tenido tiempo por sus ocupaciones públicas. Pero lo que sucede, amigo Anito, es que tal vez la virtud no sea enseñable.
ÁN. — ¡Ah… Sócrates! Me parece que fácilmente hablas mal de los demás. Yo te aconsejaría, si me quieres hacer caso, que te cuidaras; porque, del mismo modo que en cualquier otra ciudad es fácil hacer mal o bien a los hombres, en ésta lo es en modo muy particular. Creo que también tú lo sabes. (Se va, o, haciéndose a un lado, deja de participar en la conversación.)