Puech: Presença de Deus segundo Plotino

De un lado, lo divino nos es siempre y en todas partes presente: está ahí, sin que su presencia implique desplazamiento o localización en el tiempo y en el espacio. «El (el Primero), por tanto, no viene, como cabría esperar de lo dicho; si viene, es sin venir; y aparece, aunque no venga, porque está ya ahí (parón) antes que todas las cosas, incluso antes de la venida de la inteligencia.» Y más adelante: «He aquí, ciertamente, una gran maravilla. No ha venido y está ahí. No está en ninguna parte, y no hay nada en que él no esté. Sí, es muy posible que os resulte soprendente; pero el que lo sabe se sorprendería más bien de lo contrario; o mejor, para que os sorprendierais aún más, a él no le es siquiera posible sorprenderse» (V, 5, 8).

Esta ubicuidad, esta omnipresencia, son idénticas en cada instante; su manifestación no supone ninguna condición o interposición temporal. De la misma manera que en la perfección del acto divino se da todo de una sola vez, y que no puede darse modificación sustancial en un todo que es lo que es de una vez por todas (hapax, por ejemplo: VI, 8, 21), el Uno puede aparecer y, en la experiencia mística, aparece instantáneamente (exaiphnés, por ejemplo: VI, 7, 34, y V, 5, 8), sin que semejante aparición sea condescendencia o movimiento por parte suya. Por ello, esta presencia eterna y eternamente trascendente se opone a cualquier intervención oparousia histórica, a todo mesianismo (cfr., por ejemplo, V, 5, 8, y VI, 2, 12) —rasgo nuevo que sitúa al plotinismo en contraste con el gnosticismo y con el cristianismo—. Esa presencia se halla al mismo tiempo absolutamente próxima a nosotros: no exige, a fin de ser percibida, la abolición de ningún espacio ni la ayuda de nada o de nadie interpuesto. «Busca a Dios sin vacilación con la ayuda de semejante principio (el alma) y remóntate hasta él; no está lejos en absoluto y tú llegarás hasta él: los intermediarios no son numerosos» (V, 1, 3).

De aquí proviene otra diferencia con la gnosis y la doctrina cristiana de salvación: entre nosotros y lo divino no se precisa ningún Salvador ni Intercesor.

De otro lado, nosotros nos hallamos presentes a Dios. Si existe una idea de cada ser individual en el mundo trascendente (V, 7), cada uno de nosotros tenemos en él nuestro principio inteligible y somos, por tanto, capaces de reintegrarnos en él asimilándonos así al ser universal. «Existe… también en nosotros el principio y la causa de la inteligencia que es Dios; no quiere decir esto que Dios se divida, puesto que permanece inmóvil; sino que, aunque no se encuentra en un lugar y permanece inmóvil, se le ve en los seres múltiples, en la medida en que cada uno es apto para recibirle, y como si tuviera partes diferentes. De la misma manera permanece en sí mismo el centro, mientras que cada uno de los puntos del círculo le contiene a su vez, y los radios refieren a él sus propiedades. En virtud de este elemento es como nosotros alcanzamos a Dios, estamos con él y nos hallamos suspendidos de él: y nos establecemos en él, desde el momento en que nos inclinamos hacia él» (V, 1, 11).

Esta coexistencia ontológica de lo superior y lo inferior es lo que permite en cada caso el libre tránsito de lo inferior a lo superior, al mismo tiempo que pone de manifiesto que este retorno no depende sino de lo inferior, que tiene en sí mismo para ello todas las posibilidades y que, por lo demás, no debe aguardar nada de un cambio cualquiera de actitud de lo superior con respecto a sí.

La confrontación de esta coexistencia eterna, de esta verdadera permanencia en Dios, y de nuestra situación actual y aparente plantea en Plotino lo que puede llamarse el problema de la salvación. Igual que en las religiones de salvación, hay, en un cierto sentido, en la condición humana paradoja y dualidad. «Porque el alma es muchas cosas; es todas las cosas, las cosas superiores y las cosas inferiores, y se extiende por todo el ámbito de la vida. Cada uno de nosotros es un mundo inteligible; ligados a las cosas inferiores por lo que hay en nosotros de visible, estamos en contacto con las superiores por lo que tenemos de inteligible; en virtud de nuestra parte plenamente inteligible, permanecemos en lo alto; pero en virtud de aquella que ocupa el último rango, estamos encadenados a las cosas de abajo, vertiendo sobre ellas una emanación o mejor una actividad emanada de la parte plenamente inteligible, que por lo demás en manera alguna queda disminuida por ello» (III, 4, 3).

Pero la posible solución de esta situación doble se esboza ya en el mismo planteamiento del problema, puesto que no puede haber hiatus entre mi realidad inteligible y mi manifestación sensible emanada de ella, no más, por otra parte, que entre lo superior y lo inferior. El alma, como lo divino, no se deja localizar o limitar a un punto definido de una procesión que es continuidad. «No hay tampoco división en el alma; tan sólo se presenta dividida ante el ser que la recibe. En ella todo existe desde siempre y desde el principio; las cosas engendradas se aproximan a ella, creen tocarla, y se suspenden de ella. En cuanto a nosotros… Pero, ¿qué cosa somos nosotros? ¿Somos precisamente ese alma, o bien lo que se aproxima a ese alma y es engendrado en el tiempo? Antes de nuestro nacimiento, nosotros éramos ese alma; éramos entonces hombres y a veces incluso dioses, almas puras e inteligentes unidas a la totalidad del ser; éramos partes del mundo inteligible; y partes que no se hallaban separadas ni excluidas, sino que pertenecían a la totalidad de este mundo. Incluso ahora mismo, no estamos separados de él; al hombre inteligible que éramos se ha aproximado otro hombre que quiere existir; nos ha encontrado porque no estábamos fuera del universo; nos ha rodeado y se ha juntado con aquel hombre inteligible que éramos nosotros entonces. Como cuando el oído capta y recibe un sonido o una palabra únicos; el oído se convierte entonces en oído en acto y toma posesión de ese sonido que actúa sobre él mediante su presencia. Nos convertimos entonces en una pareja de dos seres humanos; ya no somos el que éramos al principio; y algunas veces somos solamente el que nos hemos añadido en segundo lugar, en los casos en que el hombre primitivo deja de actuar y cesa, en un cierto sentido, de estar presente» (VI, 4, 14). Nuestra dualidad actual consiste tan escasamente en la yuxtaposición definitiva de dos naturalezas o de dos seres distintos, que Plotino puede en otro lugar (VI, 7, 6) superponer con toda facilidad en nosotros tres hombres que se iluminan sucesivamente: el uno consiste en la inteligencia intuitiva, el otro en el pensamiento discursivo, y el tercero en la sensación. En realidad en todo ello no hay sino dualidad o triplicidad o incluso infinidad de aspectos, o mejor de actitudes posibles de nuestra verdadera alma: el hombre inteligible, superior o «interior». No podemos fijar con exactitud —porque aquí no puede tratarse de localización especial, sino de actualidad espiritual— dónde comienza o dónde acaba nuestro yo. Entre los diferentes niveles escalonados en que puede situarse o aparecer, el tránsito y los intercambios son tan libres como en el interior de la procesión viviente y continua de los seres. Tan sólo —si así puede decirse—, el uso de nosotros mismos será quien nos defina cada vez. «Tan pronto actuamos de acuerdo con el último de estos hombres (de esos tres hombres que hay en nosotros y que, en grados diversos, son nosotros); como nuestro acto proviene del precedente; como viene del hombre superior; y cada uno de nosotros es aquél de estos tres hombres de acuerdo con el cual actúa. Es indudable que los posee a los tres; pero, en un cierto sentido, no es verdad que los posea. Cuando la vida de rango inferior o del tercer hombre se separa del cuerpo, si la segunda vida le acompaña sin separarse de los seres superiores, se dice que se halla la una allí donde está la otra. Pero, cuando adopta un cuerpo de animal, resulta sorprendente y nos preguntamos cómo es ello posible, tratándose de la razón de un hombre. Es que esa razón lo es todo, si bien, en tiempos diferentes, actúa de diferente manera» (VI, 7, 6).