Refutação da “Abstração”

Ficino refuta con toda claridad y toda energía la teoría sensualista de la “abstracción”. Sí nos viésemos obligados, dice, a derivar lo general de la mescolanza de casos concretos, no tendríamos más remedio que ver en ese objetivo, desde el primer momento, un postulado falso e ilusorio. ¿Por qué? Porque la totalidad de lo concreto es sencillamente inagotable. Y si pretendiésemos abstraer de un número limitado de casos o de hechos una regla, para hacerla luego extensiva a la totalidad de ellos, ¿quién podría asegurarnos que habíamos sabido captar cabalmente los criterios esenciales y absolutos, aquellos que no radican en la naturaleza puramente fortuita de lo concreto?

He aquí por qué la formación de los conceptos y las leyes generales sólo puede llegar a comprenderse si no vemos en ellos la simple repetición de la materia dada, sino una creación espontánea del intelecto. Y esta obra de creación no necesita, para llevarse a cabo, recurrir a la mediación de ningún elemento extraño, pues el propio espíritu se encarga de suministrarse la materia plasmada y modelada por él. Proceso este que sería, ciertamente, incomprensible si el espíritu permaneciese en sí mismo plenamente pasivo y carente de criterio desde el primer instante, cuando en realidad debemos dar ya por supuesto en su ser “interior” el contenido de todas aquellas formas con las que exteriormente nos encontramos en el mundo de los objetos.

Ficino distingue, pues, nítidamente las dos operaciones, consistentes la una en la limitación habitual del pensamiento a la “abstracción” y la otra en su verdadera acción constructiva: “veras definitiones essentiarum non potest mens per accidentalia rerum simulacra fabricare, sed eas construit per infusas ab origine rerum omnium raciones”.

El pensamiento es siempre una construcción y un desarrollo a base de aquellos primeros fundamentos y premisas innatos. Son ellos — el ejemplo de la matemática lo demuestra claramente — los que nos suministran las reglas ideales para contrastar las percepciones y su exactitud, las cuales no encuentran ni pueden encontrar, por tanto, su límite y su medida en las sensaciones y en sus objetos. Las “especies” conceptuales puras no surgen del contacto con el mundo exterior; éste no las crea, sino que se limita a alumbrarlas y hacerlas florecer; lo que Aristóteles llama su creación, debe interpretarse simplemente, con Platón, como su esclarecimiento. Ya el solo hecho de que preguntemos por un contenido cualquiera y lo indaguemos indica que este contenido no se halla totalmente al margen de nuestra órbita, pues ¿cómo podríamos apetecer aquello que nos es totalmente desconocido?

Ficino se apoya aquí, como antes de él hiciera Nicolás de Cusa, en el pensamiento fundamental del Menón platónico, pensamiento que habrá de acompañarnos de aquí en adelante, a lo largo de una serie de vicisitudes históricas (cfr. supra, pp. 91 s.). Ningún saber puede serle impuesto e inculcado al individuo desde fuera; el saber tiene que verse siempre, necesariamente, despertado y estimulado por su propia naturaleza: “qui docet minister est potius quam magister”. Y como el género humano es siempre uno y el mismo y la esencia del espíritu no varía nunca, la aquiescencia a determinadas verdades debe reputarse como necesaria y general. Ahora bien, la conrrastación y la aceptación de cualquier concepción científica exigen como condición indispensable el que la regla de h. verdad resplandezca desde dentro y vaya por delante, marcando el camino.

Característico del círculo de pensamientos y de la tónica de que brotó la Academia de Florencia es el hecho de que Ficino encontrara la garantía del valor universal y objetivo de las “ideas”, principalmente, en el campo del arte. Es aquí donde, según él, se manifiesta con mayor pureza la unidad espiritual inquebrantable de la naturaleza humana.

“Cualquier espíritu encontrará plausible la forma redonda cuando por primera vez se aperciba de ella, y aun sin conocer el fundamento de este juicio. Cualquiera sabrá apreciar una determinada adecuación y proporción en la estructura del cuerpo humano o la armonía de los números y los sonidos. De ciertos ademanes decimos que son nobles y bellos y ensalzamos la luz de la sabiduría y la intuición de la verdad. Pues bien, si cualquier espíritu acepta y aprueba en seguida todo esto, donde quiera que lo observe, sin saber por qué, es indudable que lo hace guiado por un instinto necesario y absolutamente natural”.

Estas afirmaciones de Ficino encierran el germen de una nueva forma histórica del platonismo, que, años más tarde, madurará y redondeará Kepler, haciéndola descansar sobre fundamentos más profundos.

Hasta aquí, los pensamientos fundamentales de la teoría de las ideas, aunque se desarrollen preferentemente desde puntos de vista psicológicos, se reproducen, a pesar de ello, de un modo puro y sin mezcla; Ficino, sin embargo, no acierta a llevar a cabo esta distinción hasta el final y de una manera consecuente. De nuevo acaban predominando en su teoría los motivos neoplatónicos, esta vez en la versión de la teoría del conocimiento y la metafísica de San Agustín.

El razonamiento es el siguiente. El espíritu se establece sobre sus propios fundamentos y se sustrae a la dependencia de la materia sensible solamente para «er absorbido en su totalidad y en toda su pureza por el primigenio ser divino situado en el más allá y desaparecer en él. Todo verdadero conocimiento equivale a un contacto y una comunidad que establecemos con la sustancia espiritual infinita y perfecta. Las “formas” innatas del pensamiento carecerían de fuerza y de base si solamente existiesen en nuestra conciencia y no tuviesen su correspondencia exacta en un mundo de verdades espirituales existentes de por sí.

Y así, vemos que todo el libro XII de la Theologia Platónica se dedica a demostrar que el alma humana, en su conocimiento intelectual puro, se halla determinada y modelada por la conciencia divina “nihil revera disci potest, nisi docente Deo”. No somos ya nosotros quienes captamos lo infinito y lo encerramos dentro de límites conceptuales fijos, sino que, por el contrario, tenemos que dejarnos captar por él y disolvernos en él, para que el conocimiento llegue a ser posible.

En apoyo de esta concepción se invoca expresamente la teoría del logos del Evangelio de San Juan, con lo que el problema de la ciencia se engarza y supedita totalmente de nuevo a los problemas de la metafísica y la teología.

Esta parte de la obra de Ficino es también significativa e importante desde el punto de vista histórico, ya que en ella vuelve a proyectarse una viva luz sobre la concepción agustiniana de la teoría de las ideas, con lo que se prepara y facilita la influencia que habrá de ejercer esta doctrina sobre la filosofía moderna. Debemos destacar, sobre todo, el estrecho entronque del pensamiento que en este punto existe entre Ficino y Malebranche: los argumentos aducidos por éste en apoyo de la tesis de que “todas las cosas son intuidas por nosotros en Dios” se encuentran agrupadas ya casi por completo en la Theologia Platonica del primero.