Nuestro yo se halla por doquier y lo es todo; pero, de hecho, está allí y es eso. Una manifestación así, singular, local y momentánea, no constituye mi alma: a lo más permite distinguir entre un yo y un sí mismo o entre un yo aparente y un yo auténtico. Y el problema de la relación de estos dos yo se resuelve a su vez en problema de presencia y ausencia, ya que la acción actual del yo aparente reduce o rechaza al inconsciente al yo verdadero, cuya presencia ontológica no queda sin embargo abolida, y, a la inversa, la posesión en acto del yo verdadero vuelve a sumir en la oscuridad de una especie de ausencia los poderes del yo aparente.
Este juego alternado de sombra y de luz recíprocas puede traducirse, como en el gnosticismo, en metáforas de sueño y de vigilia. El letargo del yo verdadero, ligado a la manifestación del yo aparente, corresponde a un «descenso» del alma; su despertar, que rechaza al yo aparente al reino de las sombras, significa «ascensión» y retorno a nuestra verdad plenaria. «A veces despierto a mí mismo escapándome de mi cuerpo; extraño a cualquier otra cosa, en la intimidad de mí mismo, contemplo una belleza maravillosa y posible. Estoy convencido, sobre todo entonces, de tener un destino superior; mi actividad es el grado más elevado de la vida; estoy unido al ser divino y, llegado a esta actividad, me fijo en ella por encima de los otros seres inteligibles. Pero, después de semejante reposo en el ser divino, descendido de nuevo desde la inteligencia al pensamiento reflexivo, me pregunto cómo opero en la actualidad este descenso, y cómo el alma pudo jamás venir a los cuerpos, siendo en sí misma tal como se me ha aparecido, por más que se halla en un cuerpo» (IV, 8, 1).
«Alto» y «bajo», «Caída» y «ascensión», «exilio» y «retorno», no son por tanto sino otras tantas expresiones míticas que recubren simplemente direcciones, pasos o actitudes de nuestro yo. El alma no desciende nunca por entero acá abajo, ya que posee su propia permanencia en lo inteligible y no puede desprenderse de ello (IV, 8, 8). E incluso, dicho de forma límite, puede sostenerse que no desciende en absoluto, puesto que su presencia inferior en un cuerpo se explica más bien como un avance del cuerpo hacia el alma que como una caída del alma en el cuerpo (cfr. VI, 4, 12).
Contemplada bajo esta luz, la cuestión de nuestro destino se ofrece como algo simple: se resuelve en la relación que mi yo puede, que yo puedo sostener conmigo mismo. Soy yo quien, al singularizarme, al vincularme a mis manifestaciones exteriores: aprehensión de un objeto del mundo sensible en tal momento, o prosecución de una acción que entraña un desarrollo del tiempo y me arrastra fuera de mí, creo mi propia ausencia con respecto de mí.
«¿De dónde proviene entonces que las almas hayan olvidado a Dios su padre, y que, fragmentos venidos de él y completamente en él, se ignoren a sí mismas y le ignoren? Para ellas el principio del mal está en la audacia, la generación, la diferencia primera, y la voluntad de ser por sí mismas. OrguUosas de su independencia, usan de la espontaneidad de su movimiento para correr en dirección contraria a Dios: y una vez llegadas al punto más alejado de él, incluso ignoran que proceden precisamente de él: como niños, que arrancados a su padre, y educados durante mucho tiempo lejos de él, se ignoran a sí mismos e ignoran a sus padres. Sin poderle ver y sin verse a sí mismas, se desprecian porque ignoran su origen. Son capaces de sentir estimación por todo lo demás, y no hay nada que ellas no estimen más que a sí mismas; todo les provoca asombro, les apasiona y las mantiene en suspenso; e incluso son capaces de romper en la medida de sus fuerzas con las cosas respecto de las que se han distanciado por desprecio hacia ellas; como que la causa de su total ignorancia de Dios se encuentra en su estima por las cosas de acá abajo y su desprecio para consigo mismas. Porque perseguir y admirar una cosa, significa, para el ser que la admira y que corre tras ella, reconocerse inferior a ella; al colocarse más abajo que las cosas sujetas a nacer y a morir, al creerse la cosa más despreciable y más mortal de cuantas encuentra, jamás podrá comprender la naturaleza y el poder de Dios» (V, 1, 1).
La ilusión de hallarse más presente a sí mismo y de pertenecerse mejor distinguiéndose y particularizándose desemboca haciendo al yo distinto y particular, es decir, le arranca del estado de universalidad en que, sumido en el Alma total, coexistía con las almas múltiples (VI, 4, 4), le divide y le limita al mundo del espacio y el tiempo. Un falso yo parcial viene así a sustituir al verdadero yo total y le enmascara. Mientras cree que vincula a sí otra cosa, lo que hace es vincularse a otra cosa y, de ese modo, se sustrae a sí misma. Toda adquisición acaba convirtiéndose en pérdida, toda asociación en disminución. O bien, si se quiere llevar al límite la paradoja plotiniana, todo cuanto sea otra cosa que la unidad del ser equivale a nada. De la primera diferencia que la alteridad sobreañade al Uno, nace la multiplicidad cuyas partes van alejándose progresivamente de su Principio y distinguiéndose cada vez más las unas de las otras hasta desembocar en esta pura Nada, en este absoluto, en esta universal Otra cosa que es la Materia (II, 4, 5 y 16; III, 6, 13). La existencia del alma comienza por el «golpe de audacia» que la hace diferente en el seno de una multiplicidad total y que, acentuando su movimiento hacia la distinción, la lastra poco a poco de no ser.
«¿Cómo será posible que experimentéis su presencia (la del ser universal)? Porque estáis cerca de él y no os habéis detenido en un ser particular; ni siquiera se os ocurre decir: éste soy yo; dejáis a un lado todo límite para convertiros en el ser universal. Y sin embargo lo erais ya desde el principio; pero, como erais además otra cosa, semejante añadidura no provenía del ser, puesto que al ser no se le puede añadir nada, sino del ser no ser. En virtud de este no ser, os habíais convertido en algo determinado, y no podéis ser el ser universal más que si abandonáis este no ser. Os agrandáis a vosotros mismos si abandonáis el resto, y, gracias a este abandono, se hace presente el ser universal. Mientras permanecéis con el resto, no puede manifestarse. No es preciso que venga para hallarse presente; sois vosotros quienes os habéis alejado; alejarse no quiere decir abandonarle para irse a otra parte, puesto que está allí también; sino que, aun permaneciendo cerca de él, os habíais vuelto de espaldas» (V, 5, 12).
A la inversa, el No-Ser que es la materia extrae su apariencia de ser y de riqueza de las almas que se adhieren a ella y en ella se complacen: fantasma y engaño en acto (II, 5, 5); oscuridad atravesada por los reflejos prestados y dispersos que proyecta sobre ella el haz luminoso de la procesión; cadáver adornado y acicalado por esas imágenes que son las «formas» bosquejadas en ella por la inteligencia (II, 4, 5; III, 6, 14); desierto estéril animado por los espejismos que hacen jugar en su superficie las incidencias y reflexiones debilitadas producidas por los avataraes de las almas. Procedente de un mercado engañoso donde nuestro yo cree adquirir ser cuando no hace otra cosa que ceder ante la materia, este mundo sensible no es más que ilusión. E incluso mágica en el verdadero sentido del término: seduce, fascina y fija con sus prestigios al alma que se ve distinta de como es en el espejo de la materia; la encadena en una solidaridad que une mediante influencias simpáticas todas las cosas del universo entre sí, trata de encantamientos en que la acción inserta al hombre, lo mete y lo mantiene en dependencia (IV, 4, 31-45; IV, 9, 3). Por todo ello, sometido, además, al movimiento circular del cielo y de los astros, esté bajo mundo es el de la Necesidad y la servidumbre.